domingo, 11 de diciembre de 2011

Relato fantástico: La estatua de la plaza


Arranco un trozo de la tela del brazo de un muerto. Me siento en el pedestal de una estatua que pronto será sustituida y limpio con el trapo la sangre de mi espada. Huelo la carne quemada y el humo que viene de las hogueras cercanas a la puerta de la ciudad. En esta plaza solo quedo yo vivo. La sangre se encharca entre los adoquines que piso.


Los demás no recuerdan como empezó todo. Yo siempre lo mantengo en mente para motivarme en la batalla. Y es que lo vi en vivo. Por aquel tiempo servía en la corte. Le llevaba la cena al rey cuando el pasillo fue invadido por unos guerreros que vestían una extraña armadura oscura. No tuve más remedio que echarme a un lado. Ningún ejército como aquel vendría a por un joven sirviente. Es posible que se hubiesen arrepentido de no hacerlo. Entraron en tromba en el comedor. Toda la familia real cenó espadas. Los soldados no pudieron con los invasores. Les vi atravesarlos con espadas y parecían no sentir dolor alguno. Ni uno de ellos cayó. Fue una gran masacre.

No encontré a nadie vivo por el castillo. Solo aquellos guerreros oscuros por todas partes. Huí antes que decidiesen que sobraba. Veían mi escasa estatura, mi cara espantada y lloriqueada y no malgastaban su tiempo en ir a por mí. Llegué a la ciudad y busqué sin fortuna a mis padres. Por donde vivían estaba en llamas y la gente huía en manada. Decidí irme con la multitud. Años más tarde me arrepentí. Podía haber hecho más por ellos. Arriba de la colina vi a la ciudad de Agorlea en llamas. Me arrodillé y recé por mis padres. Desde aquel día no volví a verlos. También agradecí a la diosa que me sacase de allí.

Varios días anduve por los caminos del bosque esperando llegar a un poblado cercano. Los más espabilados huyeron a caballo. Otros seguían a pie como yo, pero me separé de ellos para buscar algo que comer por el bosque. Estaba muerto de hambre cuando el olor de un guiso me guió hasta unos soldados. Era un grupo de los leales al rey que consiguieron escapar de la matanza. Los lideraba el capitán Domar. Me uní a ellos a cambio de comida. Me encargué de cocinar para ellos durante un tiempo. Domar me contó que el culpable del ataque y reclamante del trono era un antiguo mago desterrado del reino llamado Murgolief. Se estableció en el castillo y su ejército oscuro fue reconquistando el resto de poblaciones. Durante ese tiempo nos escondimos en el bosque y buscamos la manera de contraatacar. El reino fue esclavizado por la mano dura del mago traidor.

Después de varios años fui entrenado en la lucha como ellos, aunque no sirviera de nada ante los soldados inmortales. Domar buscó entre los más sabios de la región para recolectar información. Encontró varias pistas que fueron inútiles. Al fin, un bibliotecario trajo un libro polvoriento interesante a nuestra cueva. Narraba la historia de un antiguo mago arzonte que gobernó el mundo en una era muy lejana. Creó un artefacto mágico que daba la vida eterna tanto a él como a sus súbditos. Todos dedujimos enseguida que ese artefacto debería haberlo conseguido Murgolief. Solo nos faltaba saber cómo quitárselo.

Tardamos aún más tiempo hasta dar con el posible paradero del Ojo de Kashnof o Kaxnoj, nunca supe cómo se pronunciaba. Una torre al oeste de las montañas aparentemente servía de torre de vigía, pero era custodiada por muchos soldados día y noche. Una luz verdosa se veía en la cámara más alta cuando anochecía. Domar, tras estudiar como entrar, creó un grupo para infiltrarnos en el que formé parte. El plan consistía en escalarla por la zona más cercana a un precipicio que solía estar menos vigilada.

Y así lo hicimos. Nos entrenamos varios días para tal propósito. Domar y tres más escalaban aquella torre de piedra y yo empezaba a subir. Cuando llegáramos arriba no sabíamos que podría haber. Los cuatro alcanzaron la cámara antes que yo. Oía espadas cruzándose y alaridos. Cuando llegué arriba todos luchaban contra cuatro oscuros. Eran tres contra cuatro. Uno de los nuestros yacía en el suelo doliéndose de un profundo tajo. El oscuro que no estaba luchando vino a por mí. Sabiendo de su inmortalidad y mi escaso éxito luchando con él decidí arriesgarme. Cargaba con su espada hacia mí, me agaché y metí mi cabeza entre sus piernas, me levanté rápidamente y el oscuro salió volando precipicio abajo. Los demás luchaban y aproveché para llegar al centro de la sala. Allí un extraño artilugio llegaba hasta el techo. En el centro una piedra en forma de ojo emanaba una luz verdosa. Le di un espadazo que no le hizo ni una muesca. Probé más veces pero no había manera. Una puerta se abrió. Dos guardias más aparecieron. Me subí a la estructura e intenté sacar la piedra de su sitio con mis manos. Una fuerza me quemó por dentro al tocarla y tuve que soltarla de inmediato. Los recién llegados vinieron a por mí. A base de espadazos pensaban acabar conmigo, pero conseguía esquivar los ataques con mi espada y guareciéndome tras la estructura metálica. Iban dando vueltas librándome de sus estocadas de milagro.

Rezaba mentalmente a mi diosa que siempre me cuida. Deseaba que me diera lo necesario para destruir aquella piedra y salvarme de aquella situación. Me di cuenta entonces que otro de los nuestros había caído. El capitán luchaba con dos a la vez, como yo. Barlio, mi otro compañero, mantenía a raya al suyo. De una patada en el pecho lo empujó y chocó contra otro soldado que luchaba conmigo. Los dos cayeron por el suelo. Barlio luchó entonces con mi otro rival. Me pidió que buscara la manera de destruir ese maldito Ojo mientras me dejaba el camino libre. Entonces vi una maza entre varias armas colgadas en una pared al fondo. Corrí hasta ella, la agarré y sentí su peso. Solté mi espada y cargué con las dos manos mi nueva arma. Otro soldado se interpuso en el camino pero se llevó un mazazo que lo devolvió al suelo. Y la asquerosa piedra verde se llevó otro. Y cinco más tan fuerte como pude darle pero aquel Ojo no se quebraba. Decidí probar a golpear los soportes metálicos que la sujetaban. Se doblaron con facilidad, la piedra se desencajó y cayó al suelo de la cámara. Me vino otro soldado que envié a la otra punta de la sala con el mazo. Con rabia volví a golpear la piedra en el suelo y se partió por fin en mil pedazos. Pero después de aquello nada parecía haber cambiado.

Domar estaba acorralado. Los dos soldados que le atosigaban lo arrinconaron contra una pared. El de la derecha se le acercó y el capitán le clavó su espada en el cuello con habilidad. Cayó al suelo inmóvil. Yo grité de alegría entonces. Mientras arrancaba la espada del muerto, el otro aprovechó para asestarle un corte mortal. El capitán cayó al suelo de rodillas y yo le vengué golpeando a su verdugo. Nos enfureció mucho su muerte. Ya que sabíamos de su mortalidad, los atacamos con todas nuestras fuerzas. Quedaron solo dos de ellos. Barlio me pidió que escapara, que él me cubriría y que contase a todo el mundo que era posible acabar con ellos. Escalé hacia abajo todo lo rápido que pude. Entre matorrales logré salir de allí sin problemas. Esperé a salvo por Barlio pero nunca lo volví a ver. Recé por él y por mí.

          Les conté a todos lo que ocurrió. Más adelante lideré a los hombres de Domar, recluté a muchos hombres y comencé esta guerra. Costó pero volvimos a Agorlea para reconquistarla. No sé quién gobernara ahora este reino. Hay quien quiere que sea yo, pero solo soy un soldado canoso y cojo. Lo que sí sé es quien debería gobernar esta plaza. Propondré derribar esta estatua de ese traidor y poner en su lugar a mi diosa salvadora.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Relato fantástico: La prueba

Kiiplo debía reconocer que estaba perdido en aquel monte. El nombre de su padre pesaba demasiado; todos esperaban que volviese con las tres presas en menos de un día. Otros jóvenes tardaban más de cinco días en superar la prueba.

En la lengua de los crombels su nombre significaba “Flecha poderosa”. De muy pequeño ya apuntaba maneras con el arco, pero en verdad era gracias al entrenamiento con su padre, un gran cazador cuya fama sobrepasaba su pequeño poblado. Era conocido sobre todo por acabar con una enorme bestia que habitó los bosques de Nagoh.

Y allí era donde estaba Kiiplo. Mientras buscaba algún árbol o roca que le sirviese de ayuda para referenciarse, intentaba recordar las enseñanzas de su padre. Su arco de madera y su carcaj lleno de flechas no servían de nada ante la falta de presas. Debía encontrar la zona por la que habitaban los norios. Esos peludos y rudos saltarines son difíciles de encontrar. Son fieros en las distancias cortas; sus dientes producen graves heridas. El joven crombel podría con ellos con facilidad desde lejos con sus flechas certeras y mortales. Para ello llevaba entrenándose mucho tiempo atrás.


Una roca puntiaguda le recordó por donde encontrar un área recomendada por su padre. Continuó un camino que le conducía a una pequeña colina. En aquellos montículos de alrededor los norios solían cavar sus madrigueras. Examinó la zona con detalle pero no encontró ninguna. Su padre habría encontrado más de una, pero no le podía ayudar. Para ser aceptado por su clan debía superarla solo. No podía volver sin traer los tres norios.

Recogió un buen puñado de frutos rojos. Los colocó en un montón en un claro del bosque. Trepó por el árbol más grande y frondoso. Enroscó sus largas piernas por una gruesa rama. Quedó colgando bocarriba con su coleta oscura balanceándose y con sus manos libres para utilizar el arco. Las hojas verdosas camuflaban su piel azul-verdosa. Solo le quedaba esperar que un norio oliese aquel manjar.

Era mediodía y a Kiiplo se le cansaban las piernas. Ni un solo animal apareció por allí. Ni los pájaros ni insectos revoloteaban por aquella colina. Esto inquietaba al joven. Se incorporó y se sentó en la rama. Trepó hasta el punto más alto y oteó el horizonte. Jamás vio el bosque tan vacío. Después de observar con atención, vio unos pajarillos revolotear hacía el sur. Pensó que algo les atraía hacía una lejana montaña del sur. Aquellos pajarillos eran manjares para los norios, así que por allí supuso que deberían estar.

En cuatro saltos bajó hasta el suelo de tierra. Al dar un par de pasos, un rugido grave a sus espaldas erizó su piel. Su instinto le obligó a ocultarse tras el tronco del árbol más cercano. Oía el fuerte respirar de algo desconocido. Se asomó y encontró una enorme bestia de color rojo oscuro. Con su enorme hocico olisqueaba en el aire el rastro de presas. El crombel entendió el porqué de la soledad del bosque. Aún estaba lejos. Si estaba buscando los norios necesitaba llegar antes que él. Trepó de nuevo el árbol hasta la rama más alta. De allí saltó de rama en rama por diferentes árboles del bosque en dirección al sur. “Aquella bestia no podrá seguir mi rastro por los árboles”, supuso Kiiplo.

El joven cazador paró en una rama para recuperar fuerzas. Se encontraba cerca de la montaña del sur que oteó a lo lejos. Por allí escuchaba los cantos de pajarillos y no rugidos ni fuertes respiraciones. Un norio pasó corriendo por el suelo. Por fin los había encontrado. Fue de rama en rama, persiguiéndolo por las alturas. Aquel animalillo corría desesperado. Otro norio más pequeño apareció por su izquierda. Los dos iban hacía la profundidad del bosque, donde quizás podrían refugiarse. Detrás del joven saltarín volvió a escuchar respiraciones fuertes. Esta vez las escuchaba a su misma altura. Se detuvo, miró atrás y le asustó ver a la bestia saltando por las ramas como lo hacía él. Las ramas se doblaban mucho soportándolo pero aguantaban. Kiiplo continuó por las ramas siguiendo el rastro de los norios. No estaba seguro si aquella bestia le atacaría, pero seguro que los norios huían de él. El crombel solo veía una solución. Debía cazarlos antes que él.

Se paró, agarró una flecha de su carcaj, tensó el arco y apuntó. La bestia roja resollaba tres árboles atrás. El crombel calculó la rama donde aterrizaría y lanzó su proyectil. Se clavó en su lomo. Lanzó un leve rugido, una de sus cuatro patas se apoyó donde no debía y cayó al suelo. Un ruido seco se escuchó cuando impactó contra el suelo. El joven aprovechó esta ventaja y continuó tras los norios. Entonces algo se agarró a su pierna. Era fino, fuerte y pringoso. Le estiró hacía atrás y lo desestabilizó. Mientras caía del árbol, vio que lo que le agarraba era la larga y fina lengua de la bestia tumbada. Cayó bocabajo haciéndose daño en el brazo izquierdo. En el suelo desenvainó un pequeño cuchillo de caza de su cinturón y cortó con destreza aquella cadena de carne. Esta vez sí que rugió de dolor mientras recogía su lengua en la boca y esparcía sangre purpura alrededor. Kiiplo se levantó, cargó de nuevo su arco y disparó. Iba a su cabeza pero el deslenguado la bajó y se clavó en un lateral de la espalda. El monstruo embistió contra él golpeándolo con su dura cabeza de escamas. No pudo esquivarlo y fue lanzado contra un tronco.  El arco voló hacia el otro lado. Se quedó sentado, apoyado en el tronco, y la bestia se giró hacia él. Embistió de nuevo y el crombel no tuvo más remedio. Le miró con el ceño fruncido y con los ojos en blanco. Pronunció una antigua oración crombel a la vez que la bestia corría hacia él. Sus ojos se volvieron también blancos y comenzó a desacelerar. Sus músculos se volvían más tensos y, poco a poco, se quedaba quieto. A poca distancia del joven se quedó paralizado. Kiiplo continuaba con la oración y los ojos en blanco. El rojo animal cayó a un costado temblando e impedido. El crombel se levantó, empuñó su cuchillo y le rebanó la garganta. No tardó en morir. Acabó de separarle la cabeza del cuerpo. El joven pensó que la cabeza de aquella bestia valía mucho más que tres norios, así que se olvidó de ellos y volvió al poblado con ella arrastras. A la vuelta se preguntaba si era una bestia como ésta la que cazó su padre.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Relato: El desmayo

A Jesús le comprobaba el pulso un paramédico calvo. Otro con más pelo le paseaba la luz de una linterna por sus pupilas. Entre ellos hablaron y al tumbado en el suelo de gres le preocupó lo que comentaban sobre su posible arritmia. Se pusieron de acuerdo para llevárselo al hospital. Jesús era delgado y muy alto pero la fuerza de los paramédicos era suficiente para subirlo a la camilla portátil. Sus pies sobresalían por un extremo. La pareja agarró cada uno las asas de su lado y lo condujeron por el pasillo de la oficina hasta el ascensor.
El de la camilla abría levemente los ojos de tanto en tanto. Tras una larga espera se abrió la puerta del ascensor. Once pisos después volvieron a conducir la camilla hasta la ambulancia. Metieron la carga, portazo y encendieron el motor. El calvo iba en la parte trasera acompañándolo y el otro conducía. El tumbado no abrió los ojos durante el trayecto. Durante el viaje debatían sobre las extrañas circunstancias del desmayo. También de la final de la Champions de aquella noche. La sirena les iba abriendo paso por la ciudad.

Un cuarto de hora tardó en llegar al hospital. Allí le conectaron a varias máquinas. Una enfermera rellenita le probó la tensión, le conectó a una de esos aparatos que hacían “bip” cada segundo y le sacó una muestra de sangre. El paciente ya estaba despierto y se dejaba hacer lo que fuese necesario mansamente. Tenía tantos cables conectados como los de la parte trasera del ordenador de su oficina. Le dejaron solo durante un buen rato en aquella cama. Temía moverse y que algún cable se desenganchara. Se quedó mirando el electrocardiógrafo. Había aprendido su nombre gracias a la rellenita. Los bips sonaban casi cada dos segundos pero algo los aceleró. El jefe apareció en la habitación.
—¿Cómo estás, Jesús? —le preguntó acercándose a su lado.
          —Bien, supongo. No me han dicho nada aún, pero me siento bien.
         —Bueno, esperaba saber algo. Me gustaría que estuvieses en la reunión pero, claro… Supongo que me las tendré que apañar solo.
         —No sé qué me dirán pero yo creo que mañana estaré bien. ¿No se puede aplazar a mañana?
         —No puedo hacer eso. Vienen expresamente de Alemania para hablar con nosotros. Por eso no te podía dar la tarde libre para ver el partido. Es una reunión importante.
      —En la mesa del despacho tengo una carpeta con varios gráficos y documentos preparados. Los puede utilizar.
El jefe se quedó un rato callado, pensando como arreglárselas por si solo.
          —Oye, no te preocupes. Tú recupérate. Cuando te digan algo de cuando puedes salir de aquí me avisas. Descansa y ya nos veremos cuando puedas —dijo nervioso el visitante. Sin despedirse abrió la puerta y se marchó.

El paciente contó mentalmente hasta trescientos. Se fue sacando todos los cables del cuerpo, se desvistió de paciente y se vistió con sus ropas. Abrió un hilito la puerta y analizó el pasillo. Salió como si nada de su habitación y fue directo al ascensor. Dos pisos abajo buscó la salida de aquel laberintico hospital. Cuando por fin encontró la salida, vio afuera a su jefe esperando para conseguir un taxi. Jesús se metió en un quiosco. Mientras hacía que ojeaba revistas, vigilaba que su jefe se fuera. En cuanto un taxi lo alejó, dejó la revista en su sitio y salió del hospital. Esperó a otro taxi que lo llevó a casa.

De camino se encontró mil mensajes en su móvil de su desorganizado jefe. Apagó el móvil, pagó la carrera al taxista y se plantó frente a su portal. Subió corriendo por las escaleras hasta el séptimo piso, abrió la puerta y encendió la tele. El partido aún no había empezado. Cerró la puerta de casa, abrió una cerveza que recogió de la nevera y se sentó en el sofá frente al televisor. Se quitó los zapatos y se puso cómodo. El móvil le molestaba en el bolsillo, así que se lo sacó y lo lanzó a la otra punta de la habitación.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Relato: Diario terapéutico

17 octubre

Nunca me ha gustado escribir diarios pero él dijo que me ayudaría. Mi jefe me contó que el doctor Torres era un buen psiquiatra. Por eso acudí a su consulta. Después de nuestra primera sesión, lo encontré muy simpático y creo que nos llevaremos bien. Hoy, de momento, la casa está tranquila.

19 octubre

Ayer, por la noche, volví a escuchar la puerta del sótano chirriando. Aún no me atrevía a bajar. Oía fuera soplar al viento. Me tapé los oídos con la almohada hasta que me dormí. Notaba un sudor frio por la espalda. Esta mañana la comprobé y estaba cerrada como siempre. Mañana se lo comentaré al doctor.

20 octubre

Este doctor es bastante gracioso. Le conté lo de la puerta chirriante y me dijo que le pusiera aceite. En parte tiene razón porque esta casa está ya algo vieja. No me he preocupado de ella; eso lo hacía Marta. También le conté lo que me pasaba días atrás con las ventanas. Me dijo que buscara una explicación lógica a aquel fenómeno.

21 octubre

La puerta del sótano ya no chirría. Unté bien de aceite las bisagras y no tendría que asustarme más por las noches. Inspeccioné las ventanas del piso de arriba y encontré algo. Por lo visto que escuchara golpes por la noche era porque una de ellas no acababa de cerrar bien. Cuando venía una buena ráfaga de aire se quedaba abierta y se golpeaba contra la pared. Creo que en la ferretería encontraré un cierre como este. Lo cambiaré y no me molestara más.

24 octubre

Le conté al Dr. Torres que ya arreglé la puerta y lo de las ventanas, pero aún me costaba dormir. ¡Y va y me dice que soy un miedica! Me preguntó si creía en fantasmas y le dije que no. Me dijo que no había razón por asustarse por pequeños ruidos de la noche. Dijo que buscase como relajarme para dormir como es debido.

25 octubre

Hoy tampoco podía dormir. Estoy sentado junto a la ventana viendo pasar los pocos coches que pasan por la carretera que hay cerca de mi casa. Está algo nublado y no veo estrellas ni la luna. Hace algo de viento. Aún recuerdo aquel día que sopló tan fuerte que un árbol cayó en la carretera y la dejó obstruida.

27 octubre

¡Qué sesión más inútil! El doctor me ha pedido que le hablara de mis padres. Eran maravillosos y nunca tuve problemas con ellos. Se acerca el día de Todos los santos; tendré que ir a cambiarles las flores.

30 octubre

De nuevo escuché un chirrido en la planta baja. Esta vez me levanté y fui a comprobarlo. La puerta del sótano estaba perfectamente cerrada. La abrí y comprobé si chirriaba pero no. La cerré de nuevo. Pero al subir las escaleras sonó un chirrido. Entonces me di cuenta de su procedencia. Estaba balanceándose con suavidad y chirriando. El aire se colaba por las rendijas de la puerta de Mufi, el gato de mi mujer. Una pequeña puertecita por la que entraba y salía aquel maldito animal. Siempre me odió, no sé porqué. En cuanto vio que Marta no volvía, se marchó. Quizás se fue a buscarla. Desde entonces no lo he vuelto a ver.

No le podré explicar esto mañana al doctor porque hace puente, pero tampoco creo que sea muy importante.

1 noviembre

Hoy he aprovechado que tenía fiesta y he aceitado la puerta del gato. Estoy triste, no porque sea Todos los santos sino porque hace un mes del accidente de mi mujer. He ido al cementerio y le he puesto flores. También a mis padres. Estoy también triste porque todos me han abandonado, hasta el gato.

Esta noche, extrañamente, me he podido dormir sin problemas. Pero en la madrugada aporrearon la puerta. Me desperté, me puse un batín y zapatillas y bajé a abrir. Mientras bajaba no paraban de insistir con golpes más fuertes. Abrí la puerta y eran dos agentes de policía. Entonces me vino a la mente un momento exacto a este de hace un mes. Me despertaron en la madrugada dos agentes para avisarme que mi mujer había tenido un accidente. Se chocó contra un árbol que cayó en la carretera. Era noche cerrada y el tronco estaba tras una curva cerrada.

Los agentes me preguntaron si había visto a un chaval que se ve que escapó de un correccional. Se fue en bicicleta y, por lo visto cerca de mi casa, pasan muchas. Les dije la verdad, que no había visto nada. No entiendo cómo me despertaron a esas horas. Podrían haber venido al día siguiente. Los despedí y cerré la puerta.

Fue al ir a subir la escalera cuando otra vez escuché un chirrido. Ya no se me ocurría que más podía chirriar. En ese momento escuché además extraños ruidos que me condujeron hasta la cocina. Pensé en Mufi. Encendí la luz y allí había un perro cenando en mi cubo de basura restos de carne. Paró de comer y se me quedó mirando serio. Lo reconocí; era un perro abandonado que solía merodear mi casa. ¡¿Precisamente hoy me tengo que encontrar un chucho a oscuras?! Casi me da algo. Posiblemente se había estado colando estos días atrás y volviéndome loco con los chirridos. Decidió salir corriendo por mi lado, correteó por el pasillo y se coló sin despedirse por la gatera. Empujé una estantería para tapiar la puertecilla y que no me molestara el chucho.

Al correr el mueble vi un papel en el suelo. Encendí la luz y lo recogí. Era una foto que daba por perdida. Era de mi mujer y yo cuando vinimos a vivir a esta casa. Ella tenía la melena al viento. La estoy viendo ahora mientras escribo en mi habitación. Viéndola me ha entrado una gran duda. ¿Sera posible que a lo que tenga miedo sea al viento? El jueves se lo comentaré al doctor, a ver qué le parece.

martes, 4 de octubre de 2011

Relato: Impacto mortal

Salí del cine con mi novia Eva después de ver una emocionante película de acción, "Impacto mortal". No me solían gustar este tipo de películas pero esta era muy buena. Tenía de todo. El protagonista, John Kramer, peleaba con los malos con artes marciales, con pistolas y hasta con nunchakus. Después corría con un cochazo por las calles de una ciudad para atrapar al malo. Además aparecían helicópteros, motos, explosiones,... Total, que al final, por supuesto, ganaba el bueno con la cara hecha un cristo. La policía siempre solía llegar cuando todo había acabado.

Ya en la calle comentaba lo mucho que me había gustado a Eva. Fue un poco larga pero pasé un buen rato. Por lo menos me había hecho olvidar que hacía tres días murió mi padre, al que le tenía mucho cariño. Eva me sugirió que saliésemos un rato de casa, que llevaba recluido varios días algo tristón. Miré que hora era y volví a acordarme de mi padre al ver el reloj. Lo heredé de él. Era un reloj antiguo que todavía funcionaba a pesar de los años que había marcado. Lo volví a guardar y le dije a Eva de volver a casa. Ella no puso pegas.

Por desgracia el coche estaba algo lejos del cine. Era difícil aparcar cerca de la zona de los cines y lo dejé en los alrededores de una zona industrial. A esas horas no pasaba nadie por aquellas calles. Yo bromeaba con Eva recordando las escenas de la película mientras llegábamos al coche. Entonces lo vi a lo lejos. Estaba al final de la calle que empezábamos a recorrer. Nunca vi una calle tan silenciosa como aquella en una ciudad. Un hombre salió de la nada. Se plantó ante nosotros. Vestía oscuro con gorra negra, gafas negras y se tapaba media cara con una bufanda verde o algo parecido. Nos paramos en seco ante él. Unos segundos después me di cuenta de que iba armado con una navaja cuya hoja tendría doce centímetros. Nos temíamos lo peor. Lo que más me asustaba era que no decía nada. No sabía si salir corriendo o empujarlo tal vez. Me vinieron mil planes a la cabeza. Pensé que haría John Kramer en esta situación. Pero con un poco de cordura le dije con tono desafiante:
         —¿Que quieres? —Eva me agarró con fuerza el brazo.
         —Dadme lo que tengáis —dijo el friolero.
         —¡No te daré nada! —le grité. Eva me miró con cara de decir "¿Que haces?"
El hombre hizo una estocada veloz como un rayo a un dedo de mi estomago y volvió a retirarla. Acercó su cara a la mía casi a punto de besarme.
         —Vas a hacer que la manché, con lo limpia que está.
Eva estaba muy asustada. Me metió la mano en el bolsillo y me sacó la cartera. Se la ofreció sabiendo que yo no se la daría. También se sacó y ofreció su bolso. El ladrón los cogió con la mano vacía y se quedó de nuevo ante nosotros observándonos. Me preguntaba porque no nos dejaba ya en paz.
         —Enséñame el reloj —me dijo señalando mi muñeca. "No, por favor" pensé. Aun así se lo enseñé lentamente.
         —Dámelo —dijo el avaricioso con tranquilidad.
         —Dáselo —me dijo Eva sabiendo que no podría dárselo ella. Por un segundo pensé que estaban compinchados. Me lo quité con tranquilidad y enfado. Se lo entregué de mala gana.

Tras agarrarlo nos esquivó con rapidez y huyó calle abajo corriendo. Me giré y vi como escapaba.
         —Esperate aquí —dije a Eva y corrí calle arriba.
         —¿Adonde vas? —preguntó confundida tras de mí.
Mientras llegaba a mi coche me saqué las llaves del bolsillo. Me metí y lo encendí tan deprisa como pude. Salí del estacionamiento sin ni siquiera mirar si venían coches y fui calle abajo. Eva me hacía gestos que no comprendía mientras pasaba por su lado. A John Kramer no le hubiera pasado esto. Si llamaba a la policía, entre que viniesen y les explicásemos que un ladrón, al que apenas le habíamos visto la cara y era de estatura media, nos había robado no podrían hacer nada. Tenía que recuperar mi reloj. Por la cartera me daba igual apenas tenía cinco euros. Igual Eva tenía algo más.

Lo vi al final de la calle por la que yo iba. Giró a la izquierda y por unos segundos lo perdí de vista. Por suerte en aquellas calles casi no había coches ni gente. Me salté un semáforo para no perderlo de vista. Giré a la izquierda. No veía al ladrón; era una calle bastante oscura. Aceleré para ver si aún lo podía encontrar. Miraba como un loco por las dos aceras. Al fin lo vi; cruzaba por un paso de cebra al final de la calle. Andaba con una tranquilidad pasmosa. No me lo pensé y aceleré a fondo. Cuando él se dio cuenta era demasiado tarde. Un gran "pum" y el ladrón cayó rodando por el suelo. Al coche no le pasó nada. Se quedó bocabajo inmóvil. Frené, puse el freno de mano y bajé. Me lo quedé mirando unos segundos. En sus manos no llevaba ni la cartera ni el bolso y por un instante pensé que no era él, pero aún llevaba la gorra negra y la bufanda. Posiblemente los había tirado calle atrás mientras corría. Fui a acercarme pero entonces recordé una escena de la película en la que uno de los malos se hacía el muerto y lo atacaba a traición. Con el pie le pegué una patada en la pierna a la que no parecía responder. Me acerqué con cuidado y lo vi muy quieto. Busqué en sus bolsillos. Encontré mi reloj y un buen fajo de billetes, más que lo que teníamos. Volví a buscar por si había algo más cuando una sirena sonó y unas luces azules iluminaron las paredes de alrededor. Como siempre la policía llegaba a ultima hora.

Me levanté rápidamente y vi un coche de policía del que salían dos agentes. Eran un hombre mayor y una joven de muy buen ver. Venían muy serios y no tenía ni idea que contarles. El hombre se me acercó y me dijo:
         —Bueno, ¿que ha pasado aquí?
La agente comprobaba el estado del hombre del suelo.
         —Pues vera, ha sido un accidente. Este hombre cruzó en verde y no lo vi a tiempo. Esperó que este bien —le mentí descaradamente.
         —¡Que curioso! Nosotros estábamos en la otra acera y hemos visto una cosa muy distinta —dijo el agente.
         —Está muerto, Rodríguez —le dijo la agente a su compañero.

Eva venía a lo lejos corriendo por la acera. Cuando llegó al paso de cebra no debió entender nada. Vio como me metían en el coche de policía. Yo me la quedé mirando desde el asiento trasero del coche patrulla. Ella me miró también mientras el coche se fue. Entonces en una papelera al lado del semáforo encontró su bolso y mi cartera.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Relato: El conductor solar

Era Domingo y nos congregamos varios familiares para comer juntos. Más que para comer nos juntábamos para hablar. Siempre llegaba un punto en el que se acababan los temas de conversación y se volvía a empezar de nuevo. Como en una película que había visto cientos de veces, me sabía ya los diálogos de memoria. Podía casi predecir la respuesta exacta de mi tía a la queja de mi padre sobre la crisis, la velocidad en las autopistas o lo que fuese. A mi solo me preguntaban que como estaba, como me iba y yo siempre les contestaba lo mismo, año tras año. Después prefería no variar la obra teatral de cada reencuentro familiar. Solo callaba y comía para entretenerme.

Esta vez me fijé en mi sobrino de seis años. Él no entendía las conversaciones de los mayores pero su madre no le dejaba irse a jugar. Había acabado de comer y estaba aburrido sentado a la mesa. Lo vi que miraba fijamente el vaso. Eran nuevos, los había comprado mi madre hace poco y los estrenábamos justo ese día con la familia. Tenían unos detalles de cristal con formas piramidales en la parte baja. Una ventana medio abierta dirigía un rayo de sol hacia el vaso. El sol había estado secuestrado toda la mañana. De vez en cuando se asomaba por la ventana que le permitía la pared de nubes grises. Los adornos del vaso desviaban la trayectoria de la luz unos grados. Mi sobrino Luis lo fue rotando y veía los diferentes efectos que producían los rayos solares proyectados sobre el mantel granate. Se bebió toda el agua que contenía y lo volcó. Fue jugando cruzando el rayo de sol con el fondo de cristal y con los bordes. Observaba como la luz se adaptaba a cualquier forma y huía por diferentes direcciones. Yo lo miraba como se maravillaba de ver algo tan sencillo.

Tras varias pruebas consiguió desviar la luz hasta el vaso de su madre. Estirando el brazo desde su sitio lo rotaba mientras su madre hablaba con mi prima sobre algo de cosméticos. La luz, de nuevo, se desviaba y llegaba hasta otro vaso más lejano, el de mi padre. Mi tía y mi padre discutían acaloradamente con un nuevo tema de conversación del que nunca habían hablado. Aún así yo prefería ver la obra de ingeniería de Luisito. Este saltó de su silla y se coló, gracias a su pequeña estatura, entre su madre y su abuelo. Giró el vaso de mi padre para que el rayo llegará al mío. Estaba tentado de girarlo yo mismo pero le dejé los honores al conductor solar. Me aparté. Luisito se acercó y condujo la luz hasta un vaso muy alejado.

Entonces el niño notó algo extraño. Todos le miraban. Se habían callado. Observaban la curiosa forma de entretenerse del más pequeño. Todos empezaron a comentar la extraña obra artística y como podrían mejorarla. Entre todos le fuimos ayudando dándole nuestros vasos y botellas. Él las iba colocando lo mejor posible y la luz llegó a viajar por tres caminos diferentes. Mi madre fue a la cocina a por una jarra grande de cristal. La íbamos a colocar al final de la mesa, donde los rayos convergían.

Pero en cuanto llegó con la jarra, el sol se escondió. Luisito fue a la ventana buscándolo. Se quedó mirando aquellas malditas nubes que estropeaban su obra. Sin el sol solo eran un montón de objetos de cristal desordenados en la mesa. Mi madre mientras tanto puso al final la jarra con la ayuda de mi hermano. Luego se sentó. Mirábamos a la ventana esperando la luz. Luis suspiró. "¡Ya viene, ya viene!", gritaba mientras volvía a su sitio corriendo. La luz llegó y unió con rayos la formación de objetos cristalinos. Parecía un árbol con varias ramas. Entonces, al verlo, nos alegró a todos y aplaudimos. "¡Como mola!" gritaba Luis contentísimo. Mi tía sacó la cámara de fotos para inmortalizar la obra del chavalín. Por desgracia en la foto no acabó de verse toda la mesa pero aquel día lo recordaremos todos por la obra del pequeño artista.

martes, 17 de mayo de 2011

Relato: Cuarenta euros

Iba por mi tercer whisky. Y eso que solo me iba a tomar una cerveza. De esas me tomado cinco. Era martes y el bar estaba muy vacío. El camarero ojeaba la tele mientras limpiaba los vasos. Otro cliente se puso la chaqueta, se despidió con discreción y se marchó. Yo era el último.

El camarero se me acercó y dijo:
—Voy a cerrar ya, amigo.
No era verdad. No era mi amigo, y por eso quería cerrar. Me quería echar a paseo por la ciudad. Ni siquiera me había visto por ese feo bar. Me bebí de un golpe el vaso, le pregunté que debía y arreglamos las cuentas. Al hablar con alguien, me di cuenta de mi estado. Aún lo noté más al levantarme del taburete, abrigarme y andar. Tardé como el doble de lo normal. Me marché sin despedirme.
Ya en la calle, no notaba si hacía frío o no. Mis pies apenas se ponían donde yo quería. No estaba precisamente para desfilar por una pasarela de moda. Paré un momento y comprobé mi cartera. Quería saber cuanto dinero me quedaba. Aquellas bebidas las había pagado con el dinero de haber vendido mi coche. Se me estaba acabando más rápido de lo esperado. Después que se vaciará mi cartera, no sabía que pasaría.

Perdí mi empleo de montador de sartenes por idiota. Me lié con la mujer del jefe por culpa de una estupida apuesta con los compañeros de trabajo. Al pasar por una calle cercana al bar, me acordé que tres calles más arriba vivía mi antiguo jefe. Era un buen hombre aunque muchos lo ponían verde por la espalda. A mí me caía bien, pero le estropeé su vida. Debía visitarlo, era mi última esperanza.

La verdad es que ya tenía esa idea rondando por la cabeza hace días, pero no me atrevía a humillarme ante él. Era una idea que guardé en el cajón de las emergencias. Puede que no fuese el mejor momento ni mi mejor estado, pero los cuarenta euros de mi cartera para pasar medio mes, presionaban mi voluntad.

La tercera calle no la recordaba así. De noche las calles parecen diferentes, aparte de más oscuras. Hacía mucho tiempo del día que invitó a varios empleados, entre los que yo estaba, para ir a ver un partido de fútbol en su casa. Tenía una casa menos ostentosa de lo que pensaba. Su tele era unos palmos más grandes de lo normal, por lo menos de la mía. Aparte de eso, tenía un piso tan grande como el mío.

Llegué a su portal que recordé perfectamente, pero el piso se me había olvidado. Era un segundo o tercero primera o algo así. Di unos pasos atrás en la acera para ver las ventanas y balcones. Desde fuera, apenas había luces encendidas. Era ya medianoche y pico. Intentaba ver los comedores iluminados solo por luces provenientes de las teles, y averiguar cual podría ser. El techo del comedor del tercero primera estaba iluminado por la luz de una tele de gran tamaño. Me decidí a probar en ese piso.
Piqué y esperé. Tardó un rato pero contesto.
—¿Sí? —dijo una voz de hombre.
Era él sin duda.
—Hola, soy Miguel. Ábreme —dije.
—¿Qué Miguel?
—Soy Miguel, de la fábrica. Por favor, ábreme. Quiero hablar contigo.
Esta frase costó pronunciarla bien. Él no dijo nada. Yo esperé sin decir nada tampoco. Tardó, pero acabó abriendo la puerta.

No encontré el ascensor. Diría que había uno pero no lo encontré. Subí por las escaleras. Noté la falta de ejercicio al llegar al segundo piso. Mientras subía al tercero, mi ex-jefe estaba esperándome con la puerta abierta. Me miraba con cara de sorpresa, incluso sonreía al verme como me balanceaba y me agarraba a la barandilla.
—Hola Jaime ¿Cómo estás? —dije al llegar arriba e intentar disimular que estaba hecho polvo de subir tres pisos.
—No hemos hablado desde que te despedí ¿Qué quieres ahora? —dijo él.
Cogí aire, me concentré y le dije:
—Mira, sé que no son horas, que no nos llevamos muy bien y que no voy muy sereno, pero he de pedirte un favor. Quiero pedirte que me des un puesto de trabajo de nuevo.
Sonó bastante convincente, incluso vocalicé bastante bien.
—¿Y tiene que ser ahora? ¿Por qué no te pasas mañana por la fábrica? —me dijo.
—Estoy en una situación delicada. Necesito una respuesta ya.
—¡Anda entra!
Me hizo pasar a su casa, supongo que no quería un escándalo en su rellano. En el comedor estaba la tele encendida con una película en pausa. Me hizo sentar en una silla. Abrió el mueble bar y sacó el whisky. Me ofreció. Debí decir que no pero dije sí.
—Bueno, Miguel. Así qué quieres volver a la fábrica.
—Sí y quería pedirte perdón por lo que pasó con tu mujer. La verdad es que fue una apuesta con los compañeros que nunca debería haber hecho.
—Sí ya lo sabía. Tú solo fuiste el primero.
—¿Qué? —dije sorprendido.
—Después de ti, estuvo con varios. Ya me he divorciado de aquella guarra. No hacía mas que insinuarse con todos y, que yo sepa, estuvo con tres empleados míos.
—Bueno, sí. Algo se insinuaba, sí.
Me bebí de trago el whisky.
—No te preocupes, tú no tuviste la culpa —me dijo.
—Bueno y, ¿lo del trabajo? Haré lo que sea. Si he venido aquí es por que estoy en las últimas.
—La verdad es que ahora mismo, no te puedo hacer sitio. A final de mes es posible que se quede una plaza libre y, ya veremos.
—¡Gracias!¡Muchísimas gracias! No te fallaré.
—Oye, aún no te lo he dado. Pásate mañana por la fábrica y lo hablamos, cuando estés sobrio. Ahora mejor vete a casa a dormir. No bebas tanto, que te sienta mal.
—Vale, no te molesto más. Me voy y te dejo viendo la película. —Me levante y abrí la puerta. —Oye, ¿esta no era la película que el poli gordo, al final, les había engañado a todos y se queda con la pasta?— dije señalando a la tele.
—Pues no lo sé. Estaba a punto de saberlo —dijo Jaime sarcásticamente.
—¡Hasta mañana!

Me fui corriendo antes de que pudiese estropearlo más. De camino a casa pensé en regalarle, con mis cuarenta euros, la mejor botella de whisky que pudiese comprarle por la segunda oportunidad.

Relato: Entrevista de trabajo

Luis se citó con el señor Rodríguez para que lo entrevistaran. Quería conseguir un puesto de trabajo en el prestigioso banco Moneybank. Debía encontrarse con él a las once en punto en las oficinas de la segunda planta del rascacielos de treinta pisos que el banco posee en una de las calles más concurridas de la ciudad.

Ese día, un lunes, se levantó temprano aunque no era necesario. Se aseó, se duchó, desayunó fuerte y se vistió. No era lo normal en él, pero se vistió de traje y zapatos nuevos. A las nueve ya estaba preparado. Faltaban dos horas y el edificio de Moneybank estaba solo a media hora de su casa. Paseó por casa de un lado a otro nervioso. Se había preparado para este momento. Después de tantos años de estudio iba a optar a un puesto en un gran banco.

Tras los estudios tuvo sus merecidas vacaciones. Visitó varias ciudades del norte de Europa junto a sus amigos y, aún estando de vacaciones, se fijaba en todos los bancos y cajas de otros países. Estudiaba su sistema económico y comparaba los precios entre distintas naciones. Al día siguiente de llegar de vacaciones, envió por carta varios curriculums a entidades financieras. Para su sorpresa, en menos de una semana le llamaron de dos empresas. Una de ellas era mucho más atractiva que la otra. Siempre deseó trabajar en Moneybank y se citó con José Rodríguez para una entrevista. Por teléfono, le pareció una persona seria con una forma de hablar calmada y elegante. También notó un extraño ceceo que le hizo suponer que podría ser andaluz. Le llamó mientras se duchaba y estuvo a punto de no cogerlo. Por suerte lo hizo y habló con él mientras aguantaba la toalla atada con prisas y poniendo perdido el suelo de agua. La otra oferta era para el banco Cajadinero, no tan prestigioso pero interesante, con el que se citó con Juan Pérez el miércoles. Ésta vez le llamaron mientras desayunaba y con la boca llena.

Nervioso perdido, decidió pasear por la calle hasta que llegase la hora. Pensó que aquella oportunidad no la podía dejar escapar. Debía conseguir aquel puesto como sea. Con su nerviosismo llegó andando deprisa al rascacielos a las diez menos cuarto. Prefirió no entrar y dio unas vueltas al edificio para contemplar aquella enorme estructura. Le dolía el cuello si intentaba ver el último piso desde la acera. Le encantaba su forma arquitectónica. Hasta el logotipo del banco era azul, su color favorito. Mientras paseaba, entrenaba en su cabeza como saludar al señor Rodríguez y se inventaba respuestas a posibles preguntas que hiciese.

Por fin llegó la hora y entró sacando pecho y con grandes zancadas. En el mostrador de recepción, una chica muy guapa le sonreía. Luis, sin darse cuenta, también lo hacia. Se acercó y le dijo:
—¡Hola! Tengo una entrevista con el señor Rodríguez. Soy Luis Torres.
—Sí, suba a la segunda planta a la derecha. Ahora lo avisaré de que usted va —contestó la recepcionista.
—¡Muchas gracias!
A Luis le gustó mucho conocer a su posible futura compañera de trabajo. Miraba a un lado y a otro para aprender por donde estaban las distintas estancias de las oficinas en cuanto consiguiese el trabajo. Fue después al ascensor. Lo llamó y vino enseguida. Nada más subir le asombró lo grande que era. Estaba lleno de detalles plateados y contaba con un enorme espejo. En su corto viaje, aprovechó para una última comprobación de aspecto ante el. Se abrieron las plateadas puertas. En la segunda planta Luis comenzó a sudar.

Dio unos treinta pasos y se paró ante la puerta del despacho del señor Rodríguez. Alzó el puño derecho para picar en la puerta cuando, de repente, la abrió el entrevistador. Entonces se lo encontró en aquella pose, que parecía que le amenazara con pegarle un puñetazo o realizando el saludo comunista. Enseguida bajó el brazo, cambió su cartera de mano y le ofreció la mano izquierda para presentarse.
—¡Buenos días! El señor Rodríguez, supongo —dijo Luis mientras estrechaba su mano.
El señor Rodríguez miró a las manos y puso mala cara. Luis se dio cuenta porqué. Su mano sudaba excesivamente y no era agradable.
—¡Buenoz díaz! Ziénteze, por favor.
Luis y José se sentaron en sus respectivas sillas. José cogió su currículum, se puso las gafas que llevaba en su bolsillo de la chaqueta de su serio traje y remiró los papeles. Luis esperaba mientras intentaba tranquilizarse y no sudar más. Al hablar con él por teléfono, lo imaginó como un hombre viejo canoso y con barba, en cambio era de unos cuarenta y tantos, calvo, delgado e imberbe.


Finalmente le miró y le preguntó lo típico que se suele preguntar: sus expectativas, sus aficiones y cosas por el estilo. Luis estaba preparado y las trajo contestadas de casa. Contestó con decisión y una cara muy seria. El problema era que, en cada pregunta que le hacía, notaba el ceceo. Era bastante gracioso para él y se reprimía de reírse del banquero. Se dio cuenta que no sería cuestión de acento andaluz, sino más bien algún defecto en el habla. Aguantaba la risa apretando los labios. El señor Rodríguez le miraba serio y atento a su respuesta.

Aguantó durante cinco o seis preguntas, hasta que le preguntó:
—¿Zabe uzted algo zobre zubzidios de zalarios?
Luis explotó. Sus labios no aguantaban la presión de aire generada por aquella frase. Se escapó el aire y la sonrisilla de la risa inesperada.
—¿Ze eztá uzted riendo de mi? —continuó el señor José.
El joven volvió a reír al escucharle de nuevo. Quería contenerse pero no podía evitarlo. Aquella situación le puso más nervioso y no podía parar.
—Perdone... Ja ja. Lo siento —se excusaba mientras reía.
Mientras más reía, más nervioso se ponía el banquero y se le entendía aún menos.
—¡Ezfto ezs una fafta de rezfpeto! — continuó el banquero.
Luis se tapó la boca para ocultar su tremenda carcajada, agarró su cartera y se fue corriendo del despacho. El ascensor le esperaba abierto.
Después de aquello jamás lo cogerian, pensó Luis. Seguía riéndose mientras bajaba por el ascensor. En la planta baja ya empezó a calmarse. Nunca le había dado un ataque de risa tan colosal como aquel. Acaba de estropear una gran oportunidad. Quizás fueron los nervios, pensó. Ojalá el señor Juan Pérez de Cajadinero no fuese tartamudo o algo parecido.