Era Domingo y nos congregamos varios familiares para comer juntos. Más que para comer nos juntábamos para hablar. Siempre llegaba un punto en el que se acababan los temas de conversación y se volvía a empezar de nuevo. Como en una película que había visto cientos de veces, me sabía ya los diálogos de memoria. Podía casi predecir la respuesta exacta de mi tía a la queja de mi padre sobre la crisis, la velocidad en las autopistas o lo que fuese. A mi solo me preguntaban que como estaba, como me iba y yo siempre les contestaba lo mismo, año tras año. Después prefería no variar la obra teatral de cada reencuentro familiar. Solo callaba y comía para entretenerme.
Esta vez me fijé en mi sobrino de seis años. Él no entendía las conversaciones de los mayores pero su madre no le dejaba irse a jugar. Había acabado de comer y estaba aburrido sentado a la mesa. Lo vi que miraba fijamente el vaso. Eran nuevos, los había comprado mi madre hace poco y los estrenábamos justo ese día con la familia. Tenían unos detalles de cristal con formas piramidales en la parte baja. Una ventana medio abierta dirigía un rayo de sol hacia el vaso. El sol había estado secuestrado toda la mañana. De vez en cuando se asomaba por la ventana que le permitía la pared de nubes grises. Los adornos del vaso desviaban la trayectoria de la luz unos grados. Mi sobrino Luis lo fue rotando y veía los diferentes efectos que producían los rayos solares proyectados sobre el mantel granate. Se bebió toda el agua que contenía y lo volcó. Fue jugando cruzando el rayo de sol con el fondo de cristal y con los bordes. Observaba como la luz se adaptaba a cualquier forma y huía por diferentes direcciones. Yo lo miraba como se maravillaba de ver algo tan sencillo.
Tras varias pruebas consiguió desviar la luz hasta el vaso de su madre. Estirando el brazo desde su sitio lo rotaba mientras su madre hablaba con mi prima sobre algo de cosméticos. La luz, de nuevo, se desviaba y llegaba hasta otro vaso más lejano, el de mi padre. Mi tía y mi padre discutían acaloradamente con un nuevo tema de conversación del que nunca habían hablado. Aún así yo prefería ver la obra de ingeniería de Luisito. Este saltó de su silla y se coló, gracias a su pequeña estatura, entre su madre y su abuelo. Giró el vaso de mi padre para que el rayo llegará al mío. Estaba tentado de girarlo yo mismo pero le dejé los honores al conductor solar. Me aparté. Luisito se acercó y condujo la luz hasta un vaso muy alejado.
Entonces el niño notó algo extraño. Todos le miraban. Se habían callado. Observaban la curiosa forma de entretenerse del más pequeño. Todos empezaron a comentar la extraña obra artística y como podrían mejorarla. Entre todos le fuimos ayudando dándole nuestros vasos y botellas. Él las iba colocando lo mejor posible y la luz llegó a viajar por tres caminos diferentes. Mi madre fue a la cocina a por una jarra grande de cristal. La íbamos a colocar al final de la mesa, donde los rayos convergían.
Pero en cuanto llegó con la jarra, el sol se escondió. Luisito fue a la ventana buscándolo. Se quedó mirando aquellas malditas nubes que estropeaban su obra. Sin el sol solo eran un montón de objetos de cristal desordenados en la mesa. Mi madre mientras tanto puso al final la jarra con la ayuda de mi hermano. Luego se sentó. Mirábamos a la ventana esperando la luz. Luis suspiró. "¡Ya viene, ya viene!", gritaba mientras volvía a su sitio corriendo. La luz llegó y unió con rayos la formación de objetos cristalinos. Parecía un árbol con varias ramas. Entonces, al verlo, nos alegró a todos y aplaudimos. "¡Como mola!" gritaba Luis contentísimo. Mi tía sacó la cámara de fotos para inmortalizar la obra del chavalín. Por desgracia en la foto no acabó de verse toda la mesa pero aquel día lo recordaremos todos por la obra del pequeño artista.
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