domingo, 17 de marzo de 2024

Relato corto: El ladrón

Un grupo de hombres y mujeres se habían refugiado en una cueva. Apenas vestían pequeños pellejos de animales. Se abrazaban los unos a los otros mientras temblaban y moqueaban sus narices. Afuera nevaba. El viento, de vez en cuando, traía más polvo helado al interior de su refugio. Entonces se empujaron para alcanzar un poco más de espacio al fondo, donde solo había oscuridad. 

Una luz apareció entre la ventisca blanca. Bailaba con el viento. Venía hacia la cueva. La portaba lo que parecía la sombra de un hombre. Todos contemplaron aquella lucecita. Al poco, vieron la figura más clara de un hombre. Con un brazo y con parte del manto protegía la luz de las embestidas del invierno. En la otra mano llevaba el tallo de una cañaheja del que prendía una hermosa llama anaranjada. 

Entró en la cueva. Todos le miraron embobados. Lucía una gran barba y melena blanca como la nieve. Él echó una mirada por el interior de la cueva. Se acercó a un montón de ramas que guardaban en un rincón. Con pericia las amontonó y llevó su llama a las ramas más finas. El fuego se expandió rápido. Fue atacando otras ramas y volviéndose tan fuerte como para iluminar y calentar la estancia. Los ojos de mujeres y hombres brillaban con colores anaranjados. Al notar calor se acercaron por necesidad y curiosidad. Uno de ellos quiso tocarlo y aprendió enseguida que no debía hacerlo. Al cabo de un rato nadie temblaba.

            —¿Quién eres? —le preguntó un hombre de los más mayores.

            —Soy Prometeo. Os he traído el fuego. No dejéis que se apague nunca.

Tras pronunciar estas palabras volvió a salir por donde había entrado. Desapareció entre la nevada. 

Prometeo andaba por el lateral de una colina cuando el cielo nublado se abrió.

            —¿De dónde vienes, Prometeo? —preguntó una voz que provenía de aquella ventana redonda.

            —He dado un paseo por el valle.

            —Entonces el fuego que te llevaste era para no pasar frío, ¿verdad? —Apareció Zeus, con su cabeza laureada, asomándose desde arriba. A su lado estaba Hefesto, apoyado en un palo y con cadenas en la otra mano.

            —Así es.

            —Prometeo, eso no está bien. Primero nos robas y ahora nos mientes. Debería castigarte. —Con un dedo le hizo una señal a Hefesto. Este bajó de las nubes para aterrizar al lado de Prometeo.

            —¡Los humanos no tenían con qué defenderse! Hubiesen muerto todos.

            —Pero no con nuestro fuego. ¡Encadénalo! 

Hefesto lo enrolló por el torso y brazos con cuatro vueltas de una gruesa cadena de hierro. El ladrón apenas opuso resistencia. Por orden de Zeus lo llevó hasta la cima del monte Caucaso, donde cumpliría condena encadenado a una gran roca. El dios envío un águila que se alimentó de su hígado. Con su pico escarbó en su abdomen hasta encontrarlo y devorarlo a picotazos. Al ser de origen divino, el hígado de Prometeo se regeneraba cada noche. Al día siguiente el águila volvía y repetía su tarea. Así debería cumplir su condena hasta el final de los tiempos. 

Pasó mucho tiempo. Un día le despertó el sol del amanecer. Sabía cuando aparecería su comensal. En cuanto el sol se elevaba a una cierta distancia del pico de una lejana montaña, solía venir la bestia a almorzar. No tardó mucho. Se elevó bien alto, abrió sus alas y bajó en picado hacia el encadenado. Pero a medio camino, una flecha la interceptó en la cabeza. Chocó contra el pecho de Prometeo ya muerta. El preso se incorporó como pudo. Vio, entre las rocas puntiagudas de aquella cima, un joven, vestido con la piel de un león, que se colgaba el arco al hombro.

            —¿Eres Heracles?

            —Sí. No te preocupes. Te liberaré.

Se acercó a las cadenas. Las agarró con ambas manos y mostró su fuerza rompiéndolas como si fuesen de arcilla. Prometeo le agradeció su ayuda. Heracles le ayudó soltándole del resto de cadenas. 

Mientras intentaba ponerse en pie, de una nube se asomó un dios. Su rostro mostraba enfado.

            —¿Qué estás haciendo, hijo mío?

            —Libero a Prometeo de su condena, padre. Ya ha sufrido demasiado.

            —¿Con que derecho te atreves a liberarle? —Zeus se veía encolerizado.

            —Los hombres le deben mucho. Al regalarles el fuego pudieron soportar el frío y refugiarse de las bestias de la noche. Ellos lo vieron aquí y me pidieron ayuda.

Zeus se quedó mirando fijamente a Prometeo. Apretó uno de sus puños con fuerza. La nube sobre la que se posaba relampagueaba.

            —Padre, libéralo — imploró Heracles.

            —¡No puedo! Soy el dios de la justicia. Dicté sentencia y no puedo desdecirme.

            —Te lo pido yo. Jamás te pido nada.

Prometeo se adelantó unos pasos.

            —Mi sentencia era que debía permanecer encadenado al monte Caucaso por siempre ¿verdad? —preguntó mirando a los cielos.

             —Así es.

            —¿Y si solo estuviese encadenado a parte de él? Yo podría andar por donde me plazca y el dios de la justicia cumpliría la sentencia dictada.

El de la nube se rascó la barba. Heracles no parecía comprender qué sucedía. Miraba a Prometeo y a su padre esperando respuesta.

            —¡Pues así será! —exclamó Zeus.

Le lanzó un anillo a sus pies con una pequeña piedra del monte Caucaso engarzada. Prometeo se la ajustó a su dedo y juró portarla siempre. Así podría andar por donde quisiese y siempre estaría encadenado a aquel monte. 

Mucho tiempo después, en Atenas, se celebraba una carrera todos los años en honor a Prometeo. Ganaba el corredor que llegaba con la antorcha encendida a meta. Era la manera de recordar al que robó el fuego de los dioses para regalarlo a los hombres.

domingo, 25 de febrero de 2024

Relato corto: Un par de músicos

Pedro fue atraído por una extraña música hacia un frondoso bosque. El joven estaba buscando setas. Apenas había encontrado cuatro que portaba sueltas en su cesto de mimbre. Escaseaban porque había llegado poca agua a esta primavera. Se aventuró a entrar en la espesura del monte, donde nunca había pisado, por ver si tendría más suerte, cuando unos tonos agudos y entrecortados le sorprendieron. Intentaban asemejarse a una melodía. La curiosidad le pudo. Tanteó con la mirada entre árboles y matorrales el origen de esos sonidos. Fue en su búsqueda. 

Al acercarse se apreciaba una melodía preciosa, pero le seguía más tarde una horrenda. Pedro se colocó tras un árbol, rodeado de matas, las cuales dejaban un hueco por el que mirar a través. Dejó el cesto en el suelo, se agachó y descubrió boquiabierto a dos extraños y pequeños seres. Uno estaba en pie, sobre sus pezuñas de cabra mientras sus dedos de hombre bailaban sobre los agujeros de una flauta que soplaba. Por el bosque se esparció una música dulce y alegre. Por desgracia fue muy breve. El otro ser, sentado sobre una gruesa raíz sobresaliente, se colocó su flauta en los labios y sopló. Sus dedos tropezaban entre ellos, no tapaba bien los agujeros y el resultado fue una horrible tonada que apenas se parecía a la anterior. El que estaba de pie cerró los ojos con fuerza, posó su mano en la cima de su cabeza, entre los dos cuernecillos, y se encorvó. El intérprete paró y comenzó de nuevo con poca mejora.

          —¡Basta! ¡Basta! —le detuvo. El otro lo miró perplejo—. He recordado una más sencilla. A ver si puedes con esta.

Sopló de nuevo la flauta. Sonaron cuatro notas. Le miró dándole la vez. El aprendiz tocó. Acertó solamente dos notas.

            —¡Eres malísimo! ¡No he visto a nadie tan malo como tú!

El maestro dio una vuelta sobre sí mismo; como si buscase a alguien en el bosque que pudiera ayudarlo. Se estiró de su delgada barba colgante con rabia. El joven intérprete miró al suelo avergonzado.

            —Estate atento como lo hago yo. Repítelo exactamente.

Marcó con lentitud las cuatro notas. El aprendiz repitió pero solo acertó tres. Le indicó con un gesto del dedo que lo repitiese. Entonces solo acertó dos.

Pedro encontraba divertido como aquel hombrecillo con mezcla de cabra se enfurecía con el inútil de su compañero. Sus gritos espantaban a pequeñas aves. Agitaba la flauta en el aire con amenaza de golpear al intento de músico. El muchacho se acomodó entre hierbajos por la curiosidad de contemplar la escena mientras no descubriesen su presencia.

            —¡Eres la vergüenza de los faunos! —insistió el de mayor tamaño. El joven músico hundió su cabeza entre sus brazos—. ¡Jamás vi a alguien tan torpe!

            —¡Está bien! —le contestó. Alzó la mirada—. No sé tocar la flauta ¿Y qué?

            —¿Y qué? ¿Cómo harás bailar a la hierba, a las flores? ¿Cómo atraerás a las ninfas? Algún día querrás tener cachorros, ¿no?

            —Al menos sé bailar.

            —Si a eso lo llamas bailar —se rió—.  Antes, cuando no eras cojo, ni siquiera lo hacías bien.

            —¡Bailaba bien! —dijo amenazando con el dedo.

            —¿Quién te ha dicho eso? ¿Tu madre? Es su obligación decírtelo. Igualmente ahora no. Como no miras donde pisas...

            —Fue una de esas trampas de dientes de los humanos ¡Malditos sean! Las ocultan muy bien.

Pedro se escondió mejor. El aprendiz se acarició su pata derecha, en lo alto de la pezuña.

            —¿Cómo te libraste de ella?

            —La destrocé a golpes con una piedra.

 Hubo una larga pausa. El mayor dejó de mirar al cielo y soltó:

            —¿Sabes qué? Iremos a ver al anciano.

            —¿Para qué? —contestó el cojo malhumorado sin mirarlo.

            —Bueno, él es más paciente que yo. Quizá te pueda enseñar mejor.

            —No, soy un inútil para eso. Nunca soplaré bien este palo.

Lanzó la flauta. Chocó con un tronco y cayó entre una mata, muy cerca de Pedro.

            —Quizá te pueda dar un instrumento más sencillo.

            —De pequeño tocaba la pandereta —se le iluminó la cara.

            —¿Ves?  Eso creo que podrías hacerlo bien.

            —Aunque pocas ninfas vendrán a verme tocar la pandereta.

            —No te preocupes, tocarás conmigo. Tú pondrás el ritmo y yo la melodía. Vendrán a vernos a pares.

El joven le miró de reojo. Le creció una media sonrisilla.

            —¡Vamos a hablar con el anciano!

De un salto se puso en pie. Fue cojeando por un camino cuesta abajo. Su compañero le siguió. Sopló su flauta. Su música era alegre e invadió aquella zona del bosque. La hierba se estiraba hacia el cielo. Las flores se erguían. Las ramas altas de los árboles se balanceaban. A lo lejos, los pájaros repetían la tonada.

Pedro se aseguró de que estaban lejos, coló su brazo entre las ramas y las hojas y sacó de la mata la flauta abandonada. Estaba adornada con salientes de formas florales. Era de madera clara y blanquecina. Se la colocó en su boca. Sopló y sonó. Probó a tapar varios agujeros y sopló de nuevo. Recordó la melodía de cuatro notas. Hizo varias pruebas. En tres intentos consiguió sacarla. La volvió a repetir victorioso. No entendía cómo no pudo sacarla aquel cojo tan raro. Aquel día Pedro no encontró más setas, pero consiguió un estupendo entretenimiento y un recuerdo de aquel peculiar encuentro con la pareja de músicos.

domingo, 4 de febrero de 2024

Aprender a escribir II

Para escribir hay que practicar la escritura, obviamente. O sea escribir. Me apunté a muchos concursos literarios y envía unas cuantas propuestas entre relatos, mini relatos y hasta una novela. Participé varias veces en un concurso de la radio donde enviaba mini relatos, envíe varios relatos de entre 5 y 20 páginas para concursos de toda España e incluso escribí una pequeña novela juvenil. Pues no gané nada 😞 pero si pillé práctica 🖊 y, quieras que no, aprendes qué funciona y qué no. Aprendes a usar tu voz; tu estilo. La practica hace el maestro.

Incluso hice un pequeño curso de mecanografía para poder escribir mejor como suelo escribir siempre, con teclado y ordenador. No soy rapidísimo pero  no me se da mal.

Aparte de esto y viendo que no ganaba ni un concurso, busqué algún libro que me pudiese ayudar. Os recomendaría el siguiente:


Es más bien para principiantes pero creo que es muy útil. Ya conocí muchas de las técnicas y conocimientos literarios de las que habla pero te da nuevos enfoques sobre cada tema.

También esta este otro de la Gotham Writers' Workshop:
 

Este fue más útil para mi ya que es para un nivel algo más avanzado. Habla de una forma muy amena y con consejos prácticos que a veces no nos damos cuenta que cometemos.

Y como no, también buscando en internet. Podcast literarios, talleres gratuitos, paginas de editoriales y escritores... Internet no te lo acabaras.



domingo, 21 de enero de 2024

Relato: El paso del Sur


Martes, 27 de septiembre de 1513

Nos acercamos al punto más austral de América. Hemos estado bordeando la costa varios meses. Espero encontrar el paso que otros creen imposible para alcanzar las indias. Se toparon con un nuevo mundo y no supieron sortearlo. Mis hombres se están aburriendo de ir al sur aunque pronto variaremos el rumbo. Les había quitado los naipes para evitar trifulcas en los camarotes. 

Miércoles, 28 de septiembre

Hoy Lucas, nuestro vigía, estuvo buscando los nuevos caminos que ansío. Navegamos en dirección suroeste. Como esperaba, la tierra finalizaba. Había quién decía que América estaba unida a la Terra Australis Ignota pero no lo parecía desde donde estábamos. La costa era de terreno rocoso y plagada de farallones. Se abría al sur una llanura aguada. A la tarde una tormenta se nos abalanzó. Ya me hablaron de ellas. Nos empujó a la costa. Nos obligó a navegar entre los farallones. Aminoramos la marcha. Aquellas rocas surgían como dedos de la superficie del agua. Había un farallón largo y alto que parecía un índice señalando el cielo. A su lado otro más bajo y ancho. Los marineros lo llamaron "El pulgar". A otro lo habían denominado "El monje". Decían, aunque yo no supe verlo, que tenía una protuberancia que se semejaba a la capucha encorvada de un monje mientras rezaba. Desde el nido del palo mayor el vigía le avisó al timonel de un pedazo de roca, apenas visible y que sobresalía un palmo de la superficie del agua. Gracias al cielo que lo vio o no lo contaríamos. Tardaríamos más de lo esperado si seguíamos a este ritmo. En cuanto amainé volveremos a aguas profundas. Hoy el cocinero ha guisado decentemente por fin. No volveré a contratarlo en mis viajes. Ha perdido juventud, visión y parte del juicio. 


Jueves, 29 de septiembre

La tormenta nos golpeó hoy con fuerza. Diluvió. El agua lleva repicando en la cubierta todo el día. Mis hombres la vacían de tanto en tanto con cubos. Yo me subí esta mañana al nido del palo mayor, con el vigía. Se debieron sorprender de ver lo fuerte y ágil que estoy a mis años. Con la lluvia era difícil distinguir esos malditos farallones. Quería ayudar a Lucas. Tiene buen ojo y no se distrae. De quien no me fío es del mar. 

Al anochecer continuaba la lluvia, pero varió el viento. Aproveché la ocasión para ordenar que saliésemos de la costa dentada. Al poco de movernos, algo estremeció la embarcación. Todos notamos un golpe proveniente de la parte baja del casco. Pensé en un farallón poco profundo, sin embargo, desde la altura, no pude verlo. Sí que vi una oscuridad que se movía bajo el agua. ¿Quizás era un bebé ballena perdido? No sería la primera vez. 

Viernes, 30 de septiembre

La tormenta se fue pero el cielo permaneció cubierto. Por la mañana surcábamos aguas profundas. El viento nos volvió raudos. Comprobaba con mi catalejo que no hubiese ni un palmo de tierra que nos impidiera llegar a las indias. A este paso lo nombraré "El paso de Mendoza". La historia contará que este fue el día en que el capitán Rodrigo Mendoza encontró el paso por el sur. 

En la tarde ocurrió algo de lo que aún no salgo de mi asombro. Nos golpearon de nuevo. Era imposible que fuese una roca. Subí de nuevo al nido. Busqué a esa ballena juguetona. No pude encontrarla. Cuando estaba a punto de desistir y bajar de allí, nos azotaron otra vez. La nave se inclinó bruscamente hacia babor. Mi cuerpo se abalanzaba a la mar. Lucas, por suerte, me agarró de una bota y me recogí a salvo cuando el barco recuperó el equilibrio. Oteamos de nuevo entre las grises aguas. Mi corazón estaba agitado. Agarré fuerte la baranda. Maldije, a grito en el cielo, al monstruo que quería ponerme a remojo. Entonces, como si me hubiera escuchado, un brazo de carne surgió del mar, por el lado de estribor. Era más alto, pero no tan ancho, como el farallón en forma de dedo índice. Cayó sobre la cubierta. Rompió la barandilla y mató a uno de mis hombres aplastándolo. Un joven, al que no le presuponía tanta valentía, se lanzó contra él a golpes de espada. El brazo del mar nos empujaba lateralmente hacía la costa. Otros marineros le atacaron también con la espada. Aquella extremidad acabó huyendo y desapareciendo entre las profundidades líquidas. Ningún hombre más fue herido. Los daños del barco fueron cuantiosos. Decidí volver a la costa. Di la orden. Los farallones nos ayudarían a escudarnos de esa bestia. Al botarate del cocinero no se le ocurrió nada mejor que ponerme pulpo para cenar.

Sábado, 1 de octubre

Oficié el funeral del marino muerto. Le pudo tocar a cualquiera. Todo marino sabe que algún día puede acabar de almuerzo para tiburones. No me entretuve mucho; había tareas por hacer. A unos los mandé a preparar los cañones y tener las armas preparadas, a otros a reparar el lateral del barco, a los más avispados que buscaran posibles fisuras en el casco... Los quería entretenidos; si no se pararían a chismorrear. Anoche unos hablaban de que aquella bestia era un calamar gigante, otros decían que pulpo, otro nombró al kraken... Tomás, el más viejo de la tripulación, contó que sabía lo que era pero parecía no tener agallas para nombrarlo en alto. Otro, que no recuerdo su nombre, me preguntó si no era mejor que nos volviéramos. Su cara estaba más pálida de lo normal. Me reí bien fuerte, que todos me escucharan. Le dije que no conocía al capitán Mendoza. Ningún calamar me haría temblar. Ninguna bestia me arrebataría mi merecida gloria de explorador. 

Domingo, 2 de octubre

Volvimos a estar entre farallones. La tripulación se entretenía nombrando a las nuevas rocas que encontrábamos a nuestro paso. Los he encontrado más calmados. Aun así todos los ojos del barco visitaban, de vez en cuando, el agua, en busca de ese brazo que podría volcarnos.

Pensé que los farallones nos servirían de parapeto, pero la bestia volvió. Apareció en la tarde. Se agarró a nuestro casco y nos hundía sin remedio. Lanzamos al agua los víveres y pertenencias más indispensables. Daba igual; nos hundíamos. Mandé disparar cañonazos al agua, pero no disponíamos del ángulo preciso. Un tentáculo surgió de nuevo. Esparció espuma de mar sobre el lateral reparado y aterrizó sobre la cubierta. Cuando mis hombres se armaban para atacarlo, otro tentáculo creció por estribor. Cayó también sobre la cubierta. El barco crujía como pan duro en mi boca. Ordené disparar los cañones, que atacasen a esa carne extranjera y maldije mil veces al pulpo que nos atacaba. Las balas de cañón no le alcanzaron; los tentáculos se escaparon de su trayectoria. Le aguijoneé con mi espada. Se la clavé hasta el centro de su apéndice. Me pareció oír algún quejido desde lo profundo del agua. Mis hombres también le hicieron daño. Le clavaron arpones, espadas y lanzas hasta agotarlas. Ningún brazo se amedrentó. Es más, tres brazos se añadieron emergiendo del mar. Se apropiaron de la proa y de la popa. El timonel huyó asustado a las bodegas. El vigía temía bajar. Los hombres dudaban qué brazo atacar primero. El "San pedro", la embarcación que tantos mares me permitió visitar, naufragaba. Sus huesos crujieron. El casco se partió en tres trozos. El trinquete cayó a estribor. El agua inundaba las bodegas. El cocinero se lanzó al mar. Algunos marinos murieron en la lucha contra aquellos tentáculos. Otros se esmeraron en poner a flote el barco salvavidas. Me invitaron a gobernarlo mientras mi querida nave estaba herida. Me convencieron para abandonarla mientras aquella bestia la hizo trizas. Es, sin duda, el golpe más duro que me he llevado en la vida. 

Lunes, 3 de octubre

En el barco salvavidas éramos siete donde cabíamos cuatro. No supe qué fue de los otros. Dios los tenga en su gloria. Aún conservaba mi vida, que ya era mucho. Nos dirigíamos a la costa, donde solo había tierra de salvajes. Tras de mí, en el horizonte, pude ver un trozo de mástil flotando a la deriva. 

Tardaría mucho en volver con un barco, una tripulación valiente y mi espíritu indoblegable. El paso del sur era posible pero el camino no era seguro. Debía encontrarlo; siempre que el tiempo se lo permita a este loco y viejo explorador. Cazaré ese pulpo y nos lo cenaremos la tripulación que quedamos. Juro que lo haré. Después lo celebraré en las indias; donde empezaré a ser conocido en el mundo entero.

domingo, 14 de enero de 2024

Relato: Tierras polvorientas

   El joven le dio a la manivela. El motor arrancó y expulsó repetitivos gruñidos. El tubo que apuntaba al cielo parecía una chimenea pero no funcionaba como tal. Aspiraba el aire del cielo y entraba en el armatoste que el chico trajo y montó en medio de la plaza. Luego, una manguera del grosor de un hombre, se llevaba lo que absorbía muy lejos, detrás del monte, a las afueras del pueblo. La máquina había causado gran expectación. Casi todo el pueblo formó un corrillo alrededor de ella y el científico. Los niños miraban al cielo aunque no se apreciaba aún ningún cambio. Las personas mayores se sentaron a la sombra y mantenían un ojo al cielo. Otros simplemente no iban a aparecer porque aquello les parecía una tontería. El joven aguantó el tipo de pie, junto a su cacharro, ajustándose el sombrero para que el sol lo molestase lo menos posible. Comprobaba de tanto en tanto que todo funcionase correctamente. Abrió una puertecilla e introdujo un par de paladas de carbón. Temía que el excesivo calor afectara a los pistones. Miraba a la máquina con los bazos cruzados y golpeando varias veces la parte delantera de la suela de su zapato contra el suelo de piedra.

   El joven científico Luis Valdemora vino de la ciudad al saber del concurso que montaron en el pueblo de Montecillo. Este sufría una gran sequía que duraba casi un año. Los huertos se secaron, las plantas murieron chamuscadas y la tierra se volvió polvo; se desmenuzaba con solo tocarla. Los campesinos estaban indignados y protestaron ante al alcalde. Algunos, los que pudieron permitírselo, marcharon a donde hubiera tierras mejores. Los que quedaron presionaron al alcalde. Era un hombre mayor pero con buena cabeza. Se le ocurrió ofrecer dinero, el que pudieron recolectar entre todos, unos diez mil reales, a cambio de que trajeran la lluvia al pueblo.

   Mucha gente se había ido ya de la plaza al atardecer. Luis había parado la máquina y la estaba engrasando por dentro. Los niños correteaban alrededor. A uno le echaron bronca por tocar el tubo de salida. El alcalde se acercó al trasto.

   —Muchacho, ¿Cómo va?

   —Bien. Estoy engrasándola y dándole un respiro —dijo el chico con la cabeza metida dentro del motor. Salió de allí algo manchado de aceite—. Enseguida la pongo en marcha de nuevo, señor.

   —Bien, bien. Pero, oye, ¿esto, de verdad, está haciendo... algo?

   —Sí, ya lo vera. No le podría decir cuanto tardaré pero ya vera.

   —Bueno. Sigue con lo tuyo.

El alcalde se marchó. Más tarde, al joven le trajeron una mesa y una silla al lado del aspirador. También le llevaron cena, hecha con lo poco que les sobraba. Tras terminársela, se quedó dormido en aquella misma silla. El sombrero se estrelló contra el suelo. La máquina continuó aspirando el aire por la noche.   

   El concurso del llovedor, así lo llamaron, atrajo al pueblo a varios personajes estrafalarios. Vino un sacerdote que gritaba mucho. Montó una procesión y mandó sacar a los montecillanos todos sus santos, santas, vírgenes, crucifijos y cualquier reliquia sagrada que tuvieran por casa a la calle. Dieron doce vueltas al pueblo, una por apóstol, mientras el cura rezaba a gritos mirando al cielo. Finalizaron la procesión sacrificando un cordero en una hoguera que montaron en la plaza. Al día siguiente ni una nube pasó a visitarlos pero el cura se hinchó a chuletas. Otro hombre vino y estudió el terreno. Subió a todas las montañas y montes. Juró que encontraría a las nubes y las traería de vuelta. Los del pueblo no comprendieron cómo lo iba a hacer. Marchó a caballo y no volvieron a saber de él. Finalmente apareció el joven Luis. Se reunió con el alcalde y con algunos de los hombres del pueblo. Les mostró varios esquemas y dibujos de su máquina y de lo que pretendía hacer si le daban permiso. Explicó su plan con palabras bastante técnicas que confundieron a aquellos campesinos. Por aquellos lares el joven aparentaba hablar en otra lengua. Tras simplificarles el plan comprendieron que el chico quería absorber el aire que volaba por encima del pueblo y sus huertas. Según él, el vacío que formaría su ausencia atraería a las nubes de los alrededores. Varios se rieron de él. Al alcalde y a otro hombre no les pareció una idea tan absurda. Se reunieron en privado y decidieron darle una oportunidad. La situación les obligaba a aceptar lo que fuese.

   Cuando amaneció de nuevo, los montecillanos despertaron con un cielo completamente nublado. Todos fueron asomándose a los balcones y a las ventanas para ver el cielo lanudo. Pero aquellas nubes eran blancas, el calor era el mismo y la única buena noticia era que el sol estaba tapado. Las gentes se acercaron a la plaza, pero allí solo se encontraron con la maquina en funcionamiento. Luis no estaba. Entre ellos fueron preguntándose si alguien sabía de su paradero.

   A media mañana del día siguiente llegó al pueblo un carro tirado por dos caballos. Lo conducía el joven. Lo llevó hasta la plaza y lo detuvo a un lateral de la máquina. Se bajó. La gente se reunió a su alrededor expectante por ver qué traía. Destapó una gran sábana blanca y pudieron ver que traía muchísimos bloques de hielo. Nadie supo nunca de dónde los trajo. Debió ser de muy lejos. Luis pidió ayuda a los montecillanos. Entre él y tres más bajaron otra máquina que también trajo con el carro. La colocaron cerca de la otra. El joven abrió varios compartimientos y añadió unos polvos blancos. Cerró y abrió otro mucho más grande. Organizó una cadena con varios hombres a los que mandó envolverse las manos con trapos. Así podían traerle bloques de hielo que se iban pasando unos a otros hasta meterlos en una de las bocas del nuevo trasto. Era más pequeño, pero mucho más ruidoso. Se comunicaba con el grande mediante un tubo. Luis lo encendió y éste comenzó a tragarse los bloques de hielo. Del armatoste grande giró varias válvulas y tiró de una gran palanca. Aquello revertió el proceso de la máquina haciendo que expulsara en vez de absorber. El tubo que apuntaba al cielo hacía entonces de chimenea. Surgía hacia el cielo una alta columna de polvo blanquecino. Restos de cristales de hielo se desperdigaron por la plaza. Los más jóvenes correteaban por allí gritando que llovía. Las gotas de agua se deshacían antes de llegar al suelo y las pocas que lo alcanzaban ni cambiaban el color del suelo. El alcalde alargó la mano pero ni la sentía mojada si un punto de hielo caía en ella.

   —Muchacho, está muy bien esta lluvia, pero no va a hacer nada —le dijo al joven.

    —Tiene que ser paciente. Ésta no es la lluvia que os prometí.

    Movió más palancas y continuó alimentando la máquina con el hielo. La columna que salía de la chimenea alcanzó mucha más altura. En el ambiente se notaba más frescor, o al menos, no tanto calor. Todos contemplaban las nubes. Se iban volviendo grises y se oscurecían con el paso del tiempo. Luis pidió más hielo y alimentaba su máquina tragona a toda prisa. El hombre que lo recogía del carro avisó que ya quedaban pocos. Al chico no le importó; siguió pidiendo más, alimentando la boca hasta agotar el suministro.

   La chimenea cesó de expulsar polvo blanco. Todos seguían contemplando las nubes y cómo se expandía el gris oscuro por las alturas. Luis golpeaba muy rápido el zapato contra el suelo y soplaba al cielo, como si quisiera esparcirlo más. Un niño gritó de dolor. Algo le golpeó en la espalda. Se agachó a cogerlo y descubrió que era un pequeño trozo de hielo. Se lo enseñó a los demás. Entonces sonó un gran clonc. Otro trozo cayó contra la chapa de la máquina. Pronto apretó y cayó una gran cantidad de hielo. Al alcalde le dio en la calva. Todos corrieron a ponerse a resguardo ante aquella terrible granizada.

   Los montecillanos se asomaron desde sus ventanas. Una cortina de hielo sembraba el pueblo de humedad. No había cosechas que el hielo pudiera destrozar, solo quizás un par de almendros, arriba del monte, que aún aguantaban en pie. Lo peor se lo llevaron los tejados, que tras el granizo, tendrían que ser reparados. El calor se fue del lugar espantado. El granizo no paró de caer en todo el día pero si menguaba su tamaño. Por la noche se volvió agua y continuó cayendo varios días.