lunes, 23 de enero de 2012

Relato fantástico: El aprendiz

Apreté los dientes. Fruncí el ceño. ¡Cómo si sirviese de algo para ganarle un pulso a un ogro! Sus manos eran el doble de grandes que las mías. Y eso que Grunk no era de los más grandes. Los músculos de mi brazo derecho temblaban como en un terremoto. La cara sorprendida del rival me animaba a seguir. Nuestras manos entrelazadas estaban a medio camino de ganar o perder.


Y todo esto vino de lo que pasó una hora antes. ¡Me suele meter en cada lio! Mi hermano Vold era un jovencito que quería ser un aventurero. Montaba el caballo de mi padre y exploraba las afueras del pueblo. Se llevaba consigo a su fiel amigo Fenir. Era un cobardica y, gracias a eso, estaba aquí sudando con un monstruo come-niños.

Estaba ordenando las pociones del hechicero cuando aporrearon la puerta de la casa. Fui a abrir y me encontré con Fenir lloriqueando. Nos miramos y parecía temer contarme algo.
  —¿Qué quieres? —le solté con mala leche. Y era que el maestro estaba a punto de volver y no quería a nadie que le molestase.
  —Tu hermano... Está con los ogros —dijo con voz aguda. Se limpió con la mano sus ojos llorosos.
  —¿Cómo? ¡Sabe de sobra que no tiene que andar por allí! ¿Qué buscabais?
  —Solo andábamos cerca de su cueva. Yo le avisé pero no me hizo caso. Nos encontramos con un ogro gordo y dos más pequeños. Yo salí corriendo cuando los vi, pero él se quedó y sacó la espada —contaba Fenir mientras parecía tranquilizarse.

Mientras lo contaba me sabía ya el final. Fui rápido a por mi caballo. Hice montar a Fenir detrás. Debería haber avisado a alguien más pero esperaba arreglarlo antes de que viniera el maestro. Viajé con el amigo de mi hermano de paquete. Me fue indicando adonde se habían cruzado con los monstruos. Después de inspeccionar la zona no encontramos ni rastro de ellos ni de Vold. Solo quedaba una opción: ir a la cueva de los ogros. Tras diez minutos a caballo llegamos. Lo que los monstruos llamaban hogar era una gruta alta y ancha en medio de la montaña, sin apenas vegetación en los alrededores. Fenir quería quedarse a cuidar del caballo, pero le convencí para que me acompañara. En la entrada me susurró:
  —El gordo era aquel del fondo a la derecha.
Asentí con la cabeza. No sabía muy bien qué hacer en aquel momento. Tenía la esperanza de poder dialogar o llegar a algún acuerdo como sea. Me acerqué un poco más y dije:
  —¿Hola?
Fenir se quedó unos pasos más atrás. Cuatro ogros se giraron con cara antipática.
  —Voy buscando a mi hermano Vold ¿lo habéis visto? —continué. He de reconocer que empecé a temblar un poquito por esta parte. El gordo del fondo se acercó y se me quedó mirando con la cabeza ladeada.
  —¿Un humanito de metro y poco, de pelo negro, y muy, muy parlanchín? —le dijo con voz grave.
  —¡Sí, sí, sí! Si os está molestando será un placer llevármelo!
  —¡Nos lo hemos comido!
  —¡Oh, no! —Rieron todos los ogros mientras me llevé las manos a la cabeza.
  —Ja ja. No, era broma. Está con nosotros aún —dijo el gordo.
  —¿Aún? ¿Qué vais a hacer con él? —pregunté con la mano en el pecho. El corazón se me iba a salir por la boca.
  —Ya conoces las normas. No puedo permitir que vuestros cachorros jueguen por aquí cerca. No siempre puedo controlar a los míos.
Me quedé cabizbajo, pensando. Miré atrás a Fenir, al bosque y al ogro grandote. Le propuse entonces:
  —¿Qué quieres a cambio de él?
  —¡Ummm! —Se acarició lo que supuse era su barbilla—. ¿Qué podría pedir yo a cambio de un delicioso cachorro humano?
Los demás rieron falsamente con sus voces roncas, pero el que parecía el jefe les mandó callar con un gesto.
  —Supongo que cien monedas de oro por él estaría bien. ¿Noventa quizás? ¿No pagarías por la vida de tu hermano? —sugirió al fin.
  —¿Qué? ¡No podría conseguir ni diez! ¡Oye! ¿Cómo te llamas?
  —¡Grunk! —exclamó el ogro. Los demás alzaron sus manos y corearon su nombre dos veces más. Temblé de nuevo.
  —Oye, Grunk. ¿Qué te parece si nos lo jugamos?
  —¡Ummm! ¿A qué juego? ¿Y qué ganaría yo? ¿A ese otro humanito?
Señaló a Fenir. Este salió corriendo y gritando al interior del bosque solo con nombrarlo.
  —No, me ganarías a mí. Si gano yo, me llevo a mi hermano. ¡Echemos un pulso!
Los ogros comenzaron a destornillarse de risa. Uno de ellos se cayó de culo de imaginárselo. Me miraban y me veían tan delgaducho que volvían a reírse más fuerte.
  —¿Estás de broma, mondadientes? ¿Crees que me ganarías?
  —Sí, pero necesito hacer primero unos ejercicios de concentración en el bosque. Dame diez minutos y te venceré.
  —Está bien. ¡Trato hecho! Como si quieres estar diez horas levantando barriles.
Me alejé de ellos mientras seguían riéndose. Volví al bosque. Fenir apareció de detrás de un árbol. Le conté mi plan y él accedió a ayudarme. Le pedí su cantimplora y que buscará unas hojas de adrazora. Le expliqué como eran pero no supo encontrarlas. Tuve que buscar yo todos los ingredientes. Por suerte no necesitaba caldero para aquella pócima. La mezclé y agité hasta conseguir un líquido verdoso y espeso. Era amargo al paladar con un toque dulce. Esperaba no haber errado en las proporciones. Me sentí extraño pero estaba seguro que funcionaría. No había tardado diez minutos, sino unos quince. En la entrada se congregaron aquellos monstruos. Todos los de la cueva habían salido fuera para ver al idiota que había retado a un pulso al gran Grunk. Habían preparado ya el escenario. Una enorme roca serviría de mesa y otras más pequeñas, de sillas. Grunk me esperaba sentado con una sonrisa amistosa y su brazo en posición de duelo. Yo me acerqué y les miré a todos.
  —¡Llamad a todos! ¡Que vean cómo venceré a vuestro jefe! —dije a la multitud. Se echaron a reír. En el fondo oía como se repartían ya mis piernas y brazos. Tragué saliva. Me paseé delante de ellos varias veces.
  —Venga ¿Empezamos ya? —gritó el gran Grunk. Me acerqué y me senté en mi piedra. Alargué la mano y agarré la suya. Sin aviso, el ogro empezó a hacer fuerza. Para su sorpresa yo resistía su embiste. La poción hacía efecto pero menos de lo que esperaba. Resistí el empujón de su enorme brazo varias veces.

Entonces vi a Fenir con mi hermano salir por un lateral de la entrada de puntillas. Me costó mucho convencerlo de que liberase a mi hermano mientras yo distraía a todos los monstruos. Me hizo una señal de que ya podíamos irnos. Entonces solté la mano y Grunk, de la fuerza que ejercía, cayó de morros contra el suelo. Salí corriendo hacía el bosque donde tenía ya preparado el caballo. En correr si que no me ganaría Grunk ni los ogros. Los dos chicos estaban ya montados y yo de un salto me subí atrás. Una palmada en el trasero y el caballo nos llevó lejos de allí. Los ogros no podían perseguirnos. No se aventurarían a venir a nuestro pueblo a por nosotros.

lunes, 2 de enero de 2012

Relato fantástico: Jabalí

Dano perseguía un jabalí por los bosques cercanos al lago. Apuntaba a su lomo con su ballesta mientras su caballo blanco Grolo galopaba con todas sus fuerzas. Su sirviente, muy atrás, les seguía corriendo. La bestia se metía entre los matorrales y los árboles más angostos. El noble y su montura debían optar por ir entre senderos más espaciosos. Cuando lo tenían avistado de nuevo, retomaban la carrera para tenerlo al alcance del virote. El sirviente dio por imposible alcanzar a su amo y continuó andando.


Tenía al cerdo salvaje en la mira cuando Dano se encontró con un anciano en medio del camino. Estiró de las riendas y Grolo frenó con sus pezuñas. Se deslizó por el suelo terroso con hojas secas hasta que se paró del todo. La inercia del frenazo mandó a Dano hacia delante. Dio una voltereta y acabó cayendo con el trasero en el suelo. A un palmo estaba el anciano de pie con el rostro imperturbable. Sostenía una cesta con setas, todas del mismo tipo, verde vivo con bultos amarillentos. Una túnica rojo apagado lo vestía.
—¡Grrr! Maldito anciano, me has hecho perder la presa —le dijo Dano mientras se levantaba.
—Bueno, aún no la ha perdido. Se fue por allí —dijo señalando a lo hondo del bosque con su dedo arrugado. El noble buscó con la mirada pero no la vio. Se sacudió la tierra y el polvo de sus delicados ropajes.
—¿Qué haces en mis dominios? —dijo Dano.
—¡Oh, señor! Me temo que se ha perdido. Este bosque no es de usted.
—¡Te equivocas! Estas son mis tierras. Quiero que te marches. Te puedes quedar esas porquerías del bosque pero no vuelvas por aquí.
—No son porquerías, señor. Con estas setas hago un guiso exquisito. Y, además, le vuelvo a repetir, sin temor a engaño, que este bosque no le pertenece —dijo el anciano sonriéndole.
—¡Ya me tienes harto, viejo! —Fue a su caballo y desenvainó una espada—. O te marchas de mi bosque o mañana no degustaras guisos.
—¡No se atreverá! ¿Contra un anciano recolector de setas usará su espada? ¿Es que no conoce otra manera de llegar a un acuerdo? —arqueó las cejas.
Dano estaba aún más furioso, porque aquel hombre tenía razón. Hizo un tajo con fuerza al aire. Dio varios pasos hacia él y lo agarró del pecho.
—¿Tú sabes quién soy? ¿Acaso sabes quién hablas, barbudo?
El cazador de setas se quedó pensativo unos momentos. Entonces lo miró a los ojos y le dijo:
—Un furioso noble que caza en tierra de otros.
Dano resopló. De un empujón mandó al hombre al suelo que cayó con el trasero. El noble alzó la espada a los cielos. Del dedo arrugado surgió un rayo que impactó en la espada. Grolo se asustó y salió corriendo. Después de un bailoteo doloroso Dano cayó al suelo. Sintió un dolor nuevo que no sabía explicar. Sus caros ropajes tenían algunas zonas quemadas y desprendían algo de humo. El anciano se levantó y contempló a aquel furioso noble. Yacía con la misma postura que estaba antes de atacar. Cuando comenzó a reaccionar vio como le miraba el hombre de los dedos tormentosos. Con los talones fue retrocediendo; arrastrándose por la tierra.
—¿Quién es usted? —preguntó Dano temblando.
—¡Por los dioses! ¿Ahora me trata con respeto? ¿Era necesario que le dañase para que me trate con respeto?
—Lo siento. Es que hoy he tenido un mal día... No se enfade conmigo —sonrió mientras seguía arrastrándose hacia atrás—. Tengo oro. Podemos llegar a un acuerdo... cómo usted decía antes.
—¿Sabe porque decía que estas no eran sus tierras? ¡Pues porque son mías!
—¡Oh, vaya! Pues que confusión más inoportuna —se levantó—. Me disculpo. No volveré a cazar ni a cabalgar por aquí. No sé porque pensé que me pertenecían.
El noble se giró y comenzó a andar rápido hacia donde creía que estaría el caballo.
—¡Un momento! ¿Ha cazado más veces por aquí?
—No, es la primera vez— dijo reverenciando al anciano.
—No me acaba de convencer.
—Si, la primera vez. Se lo juro.
—No me dice la verdad —dijo el mago mirándolo fijamente y muy serio.
—Está bien. Solo vine otra vez más.
—Sigue engañándome —exclamó con voz grave.
—¡Vale! ¡Vale! He estado por aquí tres o cuatro veces más. He perdido la cuenta, pero se lo recompensaré.
—¿Qué cazó?
—¿Qué?
—¡Que qué cazó! —insistió el anciano.
—¡Ah! —Se le puso la voz aguda y le temblaban las piernas—. Jabalís. Solo unos cuantos.
—¿Jabalís? —acarició su barba gris—. Así que ahora por su culpa hay menos jabalís en mi bosque ¿no?
—Sí. No volverá a pasar. Le pido mil disculpas.
—Claro que no. Los jabalís no cazan jabalís.
—¿Cómo?
Cuando Dano lo entendió, se giró rápido y huyo corriendo, pero un rayo del dedo arrugado lo alcanzó en la espalda.


El sirviente de Dano llevaba un buen rato tras su ubicación. Estaba muerto de hambre y de sed. Entonces en la espesura divisó un hermoso ejemplar de jabalí. Estaba como perdido, dudoso de qué camino escoger. Miraba en todas las direcciones sin encontrar nada que le gustara. El chico rebuscó en el zurrón. Allí guardaba una ballesta de repuesto de su amo. La cargó sin perder de vista la bestia enorme. Pensó lo que le felicitaría si le trajese aquel enorme premio. Imaginó incluso qué lugar sería bueno para colgar su cabeza como adorno en la mansión.


Se fue acercando sigilosamente por su trasera. Se escondía tras árboles gruesos que ocultaban su delgada figura. Cuando encontró la mejor ocasión, apuntó y disparó. El virote se clavó en el trasero del animal. Este gritó y corrió a lo hondo del bosque. El sirviente fue detrás a la carrera. A la vez intentaba cargar de nuevo la ballesta. Los gruñidos de dolor le guiaban. Lo perseguía para saciar su hambre y sus ganas de prestigio.