martes, 24 de junio de 2025

Plata, escorpiones y coraje

Perdigones de cerveza impactaban en la cara de Julio Gómez. Apretaba con mucha fuerza, sufría su mano, se hinchaban algunos músculos del brazo, sudaba su frente y sus oídos eran castigados por gritos de ánimo. Con la mano libre deseaba beber el resto fresquito de su botella y así librarse del calor. El sudor le empapaba su camisa blanquinegra de manga corta. No podía desconcentrarse o lo perdería todo. 

Roberto Gómez solía encontrarse al salir del portal de su casa con una chica morena que vivía en el edificio de enfrente. Si no la veía disimulaba con cualquier tontería un par de minutos mientras esperaba a que saliese. Él andaba por su acera mientras miraba la larga melena negra en la otra orilla. No sabía su nombre ni nunca había hablado con ella. Iba a su mismo instituto pero era un año mayor. Se imaginaba hablándole, cómo contestaría, cómo se reiría de sus bromas... Cada día llegaban al interior del centro. Ella giraba a la derecha y él a la izquierda. Se despedía de ella mentalmente y moviendo sus labios. El sábado deseaba que fuese lunes. 

En una libreta guardaba lo que pensaba decirle. Escribía diálogos de los que hablar. Temía quedarse sin tema o sin habla si alguna vez conseguía decirle algo. No sabía con quién hablar de esto. Quería pedir ayuda porque se sentía incapaz. Un temblor le agitaba solo de pensarlo. Sus amigos no le ayudaban. No quería hablar con su madre porque le daba corte. Debería hablar con su padre pero este apenas sabía nada. Nunca le enseñó, por ejemplo, a montar en bici, pescar, jugar a fútbol, ligar con chicas... Y era que el abuelo Julio no le enseñó nada de eso. Para mi padre solo era importante su trabajo y que yo no le molestase mientras veía el televisor repanchigado en su sillón con una cerveza en la mano. Un escorpión tuvo la culpa. 

Otro lunes llegó y volvería a verla. Roberto abrió el mueble-bar mientras su madre le preparaba el desayuno en la cocina. Hacía ruido, así que lo abrió con cuidado. Había escuchado alguna vez a su padre que el tequila te volvía más valiente de lo que eras. Agarró una botella de tequila "Escorpión". Desenroscó el tapón y pegó un buen trago. Sintió como si tragase fuego. El quinceañero no había probado apenas el alcohol. De su boca se derramó por el suelo parte de liquido. Aguantó como pudo para no quejarse del coraje ingerido. Tosió un par de veces y le lloraban los ojos. Cogió un cojín para secar rápidamente el charquito del suelo restregándolo y que no se enterara su madre. Lo colocó en el sofá como si nada hubiese ocurrido. Volvió a guardar la botella tal y como la encontró. Tosió de nuevo y fue a desayunar. 

La botella fue enviada por el abuelo Julio desde México. Era la marca que él bebía. Allí trabajaba en una mina de plata. Abandonó a su mujer y su hijo por rumores de gran riqueza en el país de los burritos y el tequila. Algo había ganado pero menos de lo esperado. Enviaba dinero a su familia cuando podía. También alguna botella de tequila y alguna postal o souvenir. Cuando le quedaba poco, se lo jugaba en apuestas. Ganó bastantes monedas apostando en peleas de gallos pero donde verdaderamente ganaba más era en las vencidas. Era como allí llamaban a los pulsos. Julio, tras varios años picando piedra en varias minas, tenía brazos fuertes con manos capaces de desmenuzar rocas. Ganó sin problemas a más de un mejicano grandote. El españolito le llamaban. Tenía un pequeño club de fans que le animaban y ganaban dinero apostando por él. Le invitaron a pasar a la parte trasera de la taberna, donde se jugaba con escorpiones a cada lado. Perdía al que le picase el escorpión o se rindiera. Preguntó si esos bichos tenían veneno y no le supieron contestar. No pensaba perder y la cantidad de plata que le ofrecían era sustanciosa. 

Su enemigo en la siguiente vencida era al que llamaban el bajito. Era un hombre de piel oscura sonriente que siempre llevaba sombrero negro de ala corta. No se lo quitaba jamás; decía que le daba suerte. Era bajito pero casi tan ancho como alto. Sus brazos se veían muy gruesos. Iba vestido con una camisa roja con las mangas recortadas; como si fuese un chaleco. Saludó amablemente al españolito una vez sentado. Julio se sentó ante su sonriente enemigo. El público había apostado ya. Apareció entonces un camarero que hacía de árbitro. Dio un par de normas al españolito y al bajito. Destapó unos recipientes donde unos escorpiones aparecieron muy quietos. Los dos se pusieron en posición defensiva; con las pinzas abiertas y el aguijón en alto. El gentío gritando los alteraba. El borracho Marcos le echó por encima un chorro de su cerveza a uno de ellos. El insecto se movía inquieto. El arbitro mandó al fondo del público a Marcos; aunque luego volvió al frente. Los contrincantes se cogieron de la mano. A la orden del camarero comenzó el duelo. 

Roberto no sabía que el tequila era un alcohol tan fuerte. Mientras desayunaba sintió mareos. Su madre lo miraba extrañada. La cabeza del chaval se movía ligeramente. Llevaba los ojos rojos de haber llorado. Su madre lo achacó a no dormir bien y lo mandó a lavarse bien la cara. A Roberto le pareció buena idea. Al andar por el pasillo notó cierto desequilibrio. Se colgó a la espalda su mochila y salió de casa. 

Su morena iba adelantada. Estaba casi al final de la calle. Anduvo deprisa para alcanzarla. Puso un pie en la calzada para intentar cruzar pero venía una moto. Guardó el pie. Cruzó corriendo cuando pasó de largo. Su corazón iba a galope. Puede que por correr, por el tequila, por ver a su morena o una mezcla de las tres. Se colocó a su derecha. De cerca aún le gustaba más. De pronto le costó respirar.

            –¡Hola! –le soltó. Ella se giró sin cesar de andar. Le miró con extrañeza. Continuó su camino mirando hacia adelante. A Roberto le saltó algo por dentro; como si tuviese dentro una rana. Se giró hacia atrás para que no le viese y lanzó una horrible y maloliente papilla. Se manchó una de las zapatillas. Un trago de tequila en ayunas para un quinceañero no iniciado en el arte de beber era un golpe durísimo. Se mareó y se sentó en el suelo.  Desde allí vio como la morena le observa. Llevaba cara de preocupación. Tras un par de segundos allí parada decidió acercarse. El chico intentaba esconderse tras su mano.

            –¿Estás bien? –le preguntó. Roberto se moría de vergüenza. Ella acercó su cara a la suya. Le miró con curiosidad. Le ofreció una mano. Él la aceptó. La chica le ayudó a levantarse.

            –No me encuentro muy bien –admitió el chico.

            –Deberías volver a casa. ¿Puedes?

            –No sé... –mintió mientras miraba a su portal.

Ella le agarró por el hombro. Le guio.

            –Bueno, yo te llevo. 

Julio lo tenía mal. El bajito era muy fuerte. Le tenía con el dorso de la mano a medio palmo del mal bicho. Su frente chorreaba, como si le hubiesen acercado una estufa. Su cara se enrojecía. Marcos le animaba con gritos a su oreja izquierda. Al españolito le daba la impresión de que el escorpión era de los que te picaban y te mataban. Había escuchado en los bares a los mejicanos hablar de las picaduras de escorpión. Algunos hablaban como si solo te escociera un par de días y nada más; pero otros contaban lo contrario. Algunos hasta afirmaban que en las pinzas tenía veneno. Un anciano dijo que picaba mucho; como comer cuatro guindillas de golpe. 

El bajito apretó. El dorso de la mano estaba en situación de ser aguijoneado a placer. Julio se pudo haber rendido aquí pero no lo hizo. Había ganado más de una vencida estando en las últimas. Estaba dispuesto a hacer un último impulso cuando el escorpión atacó. Le picó un poco más abajo del meñique. Julio gritó, se desenganchó de la mano del bajito, se puso en pie y se sacudió. El escorpión cayó por el suelo. Marcos le gritó indignado porque apostó fuerte por él. Otros se rieron, otros gritaron. El españolito salió de allí corriendo, apartando a la gente. Pidió ayuda pero nadie contestaba. Pensó dónde quedaba la consulta del medico. Salió del bar. La mano se le hinchaba por la parte afectada. Empezaba a sentirse raro y le asustaba la rapidez del veneno. Le costaba respirar. Un mal presentimiento le atormentaba mientras corría calle arriba. Cayó de rodillas al suelo. Su estomago se revolvía. Cada momento iba a peor. Pensó en lo idiota que había sido, en su mujer, en cómo sonreía, en su hijo, en lo que le gustaría haber hecho con él, a lo que se debería afrontar en su vida sin ayuda de su padre; pero sobre todo en la maldita ambición que le llevó a abandonar a su familia por un sueño plateado que lo estaba asesinando en la calle de un pueblo de mala muerte al otro lado del charco. Cayó bocabajo ya muerto. 

Su nieto no sabía de quién tomar ejemplo. Cogía prestado de los padres de otros amigos, de los héroes de series de televisión, tebeos, cine o de dónde pudo. Con el tiempo pudo hablar más veces con su vecina morena y le acompañaba todas las mañanas al instituto. Aunque con el tiempo consiguió hablar con muchas otras. No quiso volver a probar nunca más el tequila.

domingo, 15 de diciembre de 2024

Relato corto fantástico: Sangre, cadera, bruja hechicera y capricho

Ser el sirviente de una bruja hechicera no era cosa fácil. Cuando tenía el capricho de invocar el rejuvenecimiento de su piel me mandaba al pueblo a por sangre. Aun siendo lo poderosa que era, no me creía que pudiera vencer al tiempo y desterrar a las arrugas que arruinaban su escasa belleza. Se solía empapar la sangre por la cara, se espolvoreaba el pelo con hojas de albahaca y bañaba sus horribles pies en una palangana con algo de la sangre y agua de estanque purificada.

Cuando yo era más joven no tuve problemas de romperle el cuello a algún chico que se alejaba del poblado o de alguna muchachilla que se acercaba a recoger agua del río con una tinaja. Buscaba la oscuridad, me ocultaba, me acercaba sigilosamente a la víctima, con una mano les tapaba la boca y con la otra les callaba para siempre. Entonces cargaba el contenedor de sangre hasta la cabaña donde la asquerosa tenía para un par de baños rejuvenecedores.


Pero últimamente, cuando salía de la cabaña, notaba un dolor que me subía por la izquierda y me rascaba el lateral de la cabeza. Apretaba los dientes y entrecerraba los ojos. A cada paso el dolor de la cadera se aliviaba por momentos, pero volvía con más fuerza cuando menos lo esperaba. Empezó cuando caí sobre una piedra corriendo tras un chico que se me escapó al intentar cazarlo por la espalda. El tiempo me hizo perder agilidad, fuerza, visión y más habilidades. Solo salía acompañado de bastón desde entonces. ¿Y a que muchacho o muchacha va a acechar este vejete en estos tiempos?

Diría que esos baños de sangre de los que se encaprichaba no la rejuvenecían en su aspecto pero sí en su longevidad. Era una arpía asquerosa pero llevaba tiempo sin empeorar por el peso del tiempo. Andaba mejor que yo y eso que su espalda solía encorvarse al caminar. Seguía pidiéndome más sangre pero yo era la sombra de lo que fui. Entre que mi cadera me imposibilitaba correr y la juventud de las víctimas que me exigía, se me hacía cada vez más difícil aplacar sus ansías.

De camino a casa encontré un cervatillo muerto entre el bosque. No había lobos por allí ni ningún otro depredador que no fuese yo. No supe de que murió pero no presentaba herida alguna. Lo agarré una pata y volví a casa. Por ese día ya tenía sangre para mi señora. Yo también tenía cena. Quizás el hechizo de la vieja no tuviese tanto efecto como con la sangre de muchachos, pero pensé que no ocurriese mucha cosa si el tiempo le afectase por un día.

domingo, 9 de junio de 2024

Booktrailer

Hola, como hace tres años de la publicación de mi libro he decidido que ya era hora de hacer un Book tráiler sobre este libro. Pues me puse a hacerlo y aquí lo tenéis.

>>>> https://www.youtube.com/watch?v=X6OBbmLP2BQ <<<<


Espero que os guste.


domingo, 17 de marzo de 2024

Relato corto: El ladrón

Un grupo de hombres y mujeres se habían refugiado en una cueva. Apenas vestían pequeños pellejos de animales. Se abrazaban los unos a los otros mientras temblaban y moqueaban sus narices. Afuera nevaba. El viento, de vez en cuando, traía más polvo helado al interior de su refugio. Entonces se empujaron para alcanzar un poco más de espacio al fondo, donde solo había oscuridad. 

Una luz apareció entre la ventisca blanca. Bailaba con el viento. Venía hacia la cueva. La portaba lo que parecía la sombra de un hombre. Todos contemplaron aquella lucecita. Al poco, vieron la figura más clara de un hombre. Con un brazo y con parte del manto protegía la luz de las embestidas del invierno. En la otra mano llevaba el tallo de una cañaheja del que prendía una hermosa llama anaranjada. 

Entró en la cueva. Todos le miraron embobados. Lucía una gran barba y melena blanca como la nieve. Él echó una mirada por el interior de la cueva. Se acercó a un montón de ramas que guardaban en un rincón. Con pericia las amontonó y llevó su llama a las ramas más finas. El fuego se expandió rápido. Fue atacando otras ramas y volviéndose tan fuerte como para iluminar y calentar la estancia. Los ojos de mujeres y hombres brillaban con colores anaranjados. Al notar calor se acercaron por necesidad y curiosidad. Uno de ellos quiso tocarlo y aprendió enseguida que no debía hacerlo. Al cabo de un rato nadie temblaba.

            —¿Quién eres? —le preguntó un hombre de los más mayores.

            —Soy Prometeo. Os he traído el fuego. No dejéis que se apague nunca.

Tras pronunciar estas palabras volvió a salir por donde había entrado. Desapareció entre la nevada. 

Prometeo andaba por el lateral de una colina cuando el cielo nublado se abrió.

            —¿De dónde vienes, Prometeo? —preguntó una voz que provenía de aquella ventana redonda.

            —He dado un paseo por el valle.

            —Entonces el fuego que te llevaste era para no pasar frío, ¿verdad? —Apareció Zeus, con su cabeza laureada, asomándose desde arriba. A su lado estaba Hefesto, apoyado en un palo y con cadenas en la otra mano.

            —Así es.

            —Prometeo, eso no está bien. Primero nos robas y ahora nos mientes. Debería castigarte. —Con un dedo le hizo una señal a Hefesto. Este bajó de las nubes para aterrizar al lado de Prometeo.

            —¡Los humanos no tenían con qué defenderse! Hubiesen muerto todos.

            —Pero no con nuestro fuego. ¡Encadénalo! 

Hefesto lo enrolló por el torso y brazos con cuatro vueltas de una gruesa cadena de hierro. El ladrón apenas opuso resistencia. Por orden de Zeus lo llevó hasta la cima del monte Caucaso, donde cumpliría condena encadenado a una gran roca. El dios envío un águila que se alimentó de su hígado. Con su pico escarbó en su abdomen hasta encontrarlo y devorarlo a picotazos. Al ser de origen divino, el hígado de Prometeo se regeneraba cada noche. Al día siguiente el águila volvía y repetía su tarea. Así debería cumplir su condena hasta el final de los tiempos. 

Pasó mucho tiempo. Un día le despertó el sol del amanecer. Sabía cuando aparecería su comensal. En cuanto el sol se elevaba a una cierta distancia del pico de una lejana montaña, solía venir la bestia a almorzar. No tardó mucho. Se elevó bien alto, abrió sus alas y bajó en picado hacia el encadenado. Pero a medio camino, una flecha la interceptó en la cabeza. Chocó contra el pecho de Prometeo ya muerta. El preso se incorporó como pudo. Vio, entre las rocas puntiagudas de aquella cima, un joven, vestido con la piel de un león, que se colgaba el arco al hombro.

            —¿Eres Heracles?

            —Sí. No te preocupes. Te liberaré.

Se acercó a las cadenas. Las agarró con ambas manos y mostró su fuerza rompiéndolas como si fuesen de arcilla. Prometeo le agradeció su ayuda. Heracles le ayudó soltándole del resto de cadenas. 

Mientras intentaba ponerse en pie, de una nube se asomó un dios. Su rostro mostraba enfado.

            —¿Qué estás haciendo, hijo mío?

            —Libero a Prometeo de su condena, padre. Ya ha sufrido demasiado.

            —¿Con que derecho te atreves a liberarle? —Zeus se veía encolerizado.

            —Los hombres le deben mucho. Al regalarles el fuego pudieron soportar el frío y refugiarse de las bestias de la noche. Ellos lo vieron aquí y me pidieron ayuda.

Zeus se quedó mirando fijamente a Prometeo. Apretó uno de sus puños con fuerza. La nube sobre la que se posaba relampagueaba.

            —Padre, libéralo — imploró Heracles.

            —¡No puedo! Soy el dios de la justicia. Dicté sentencia y no puedo desdecirme.

            —Te lo pido yo. Jamás te pido nada.

Prometeo se adelantó unos pasos.

            —Mi sentencia era que debía permanecer encadenado al monte Caucaso por siempre ¿verdad? —preguntó mirando a los cielos.

             —Así es.

            —¿Y si solo estuviese encadenado a parte de él? Yo podría andar por donde me plazca y el dios de la justicia cumpliría la sentencia dictada.

El de la nube se rascó la barba. Heracles no parecía comprender qué sucedía. Miraba a Prometeo y a su padre esperando respuesta.

            —¡Pues así será! —exclamó Zeus.

Le lanzó un anillo a sus pies con una pequeña piedra del monte Caucaso engarzada. Prometeo se la ajustó a su dedo y juró portarla siempre. Así podría andar por donde quisiese y siempre estaría encadenado a aquel monte. 

Mucho tiempo después, en Atenas, se celebraba una carrera todos los años en honor a Prometeo. Ganaba el corredor que llegaba con la antorcha encendida a meta. Era la manera de recordar al que robó el fuego de los dioses para regalarlo a los hombres.

domingo, 25 de febrero de 2024

Relato corto: Un par de músicos

Pedro fue atraído por una extraña música hacia un frondoso bosque. El joven estaba buscando setas. Apenas había encontrado cuatro que portaba sueltas en su cesto de mimbre. Escaseaban porque había llegado poca agua a esta primavera. Se aventuró a entrar en la espesura del monte, donde nunca había pisado, por ver si tendría más suerte, cuando unos tonos agudos y entrecortados le sorprendieron. Intentaban asemejarse a una melodía. La curiosidad le pudo. Tanteó con la mirada entre árboles y matorrales el origen de esos sonidos. Fue en su búsqueda. 

Al acercarse se apreciaba una melodía preciosa, pero le seguía más tarde una horrenda. Pedro se colocó tras un árbol, rodeado de matas, las cuales dejaban un hueco por el que mirar a través. Dejó el cesto en el suelo, se agachó y descubrió boquiabierto a dos extraños y pequeños seres. Uno estaba en pie, sobre sus pezuñas de cabra mientras sus dedos de hombre bailaban sobre los agujeros de una flauta que soplaba. Por el bosque se esparció una música dulce y alegre. Por desgracia fue muy breve. El otro ser, sentado sobre una gruesa raíz sobresaliente, se colocó su flauta en los labios y sopló. Sus dedos tropezaban entre ellos, no tapaba bien los agujeros y el resultado fue una horrible tonada que apenas se parecía a la anterior. El que estaba de pie cerró los ojos con fuerza, posó su mano en la cima de su cabeza, entre los dos cuernecillos, y se encorvó. El intérprete paró y comenzó de nuevo con poca mejora.

          —¡Basta! ¡Basta! —le detuvo. El otro lo miró perplejo—. He recordado una más sencilla. A ver si puedes con esta.

Sopló de nuevo la flauta. Sonaron cuatro notas. Le miró dándole la vez. El aprendiz tocó. Acertó solamente dos notas.

            —¡Eres malísimo! ¡No he visto a nadie tan malo como tú!

El maestro dio una vuelta sobre sí mismo; como si buscase a alguien en el bosque que pudiera ayudarlo. Se estiró de su delgada barba colgante con rabia. El joven intérprete miró al suelo avergonzado.

            —Estate atento como lo hago yo. Repítelo exactamente.

Marcó con lentitud las cuatro notas. El aprendiz repitió pero solo acertó tres. Le indicó con un gesto del dedo que lo repitiese. Entonces solo acertó dos.

Pedro encontraba divertido como aquel hombrecillo con mezcla de cabra se enfurecía con el inútil de su compañero. Sus gritos espantaban a pequeñas aves. Agitaba la flauta en el aire con amenaza de golpear al intento de músico. El muchacho se acomodó entre hierbajos por la curiosidad de contemplar la escena mientras no descubriesen su presencia.

            —¡Eres la vergüenza de los faunos! —insistió el de mayor tamaño. El joven músico hundió su cabeza entre sus brazos—. ¡Jamás vi a alguien tan torpe!

            —¡Está bien! —le contestó. Alzó la mirada—. No sé tocar la flauta ¿Y qué?

            —¿Y qué? ¿Cómo harás bailar a la hierba, a las flores? ¿Cómo atraerás a las ninfas? Algún día querrás tener cachorros, ¿no?

            —Al menos sé bailar.

            —Si a eso lo llamas bailar —se rió—.  Antes, cuando no eras cojo, ni siquiera lo hacías bien.

            —¡Bailaba bien! —dijo amenazando con el dedo.

            —¿Quién te ha dicho eso? ¿Tu madre? Es su obligación decírtelo. Igualmente ahora no. Como no miras donde pisas...

            —Fue una de esas trampas de dientes de los humanos ¡Malditos sean! Las ocultan muy bien.

Pedro se escondió mejor. El aprendiz se acarició su pata derecha, en lo alto de la pezuña.

            —¿Cómo te libraste de ella?

            —La destrocé a golpes con una piedra.

 Hubo una larga pausa. El mayor dejó de mirar al cielo y soltó:

            —¿Sabes qué? Iremos a ver al anciano.

            —¿Para qué? —contestó el cojo malhumorado sin mirarlo.

            —Bueno, él es más paciente que yo. Quizá te pueda enseñar mejor.

            —No, soy un inútil para eso. Nunca soplaré bien este palo.

Lanzó la flauta. Chocó con un tronco y cayó entre una mata, muy cerca de Pedro.

            —Quizá te pueda dar un instrumento más sencillo.

            —De pequeño tocaba la pandereta —se le iluminó la cara.

            —¿Ves?  Eso creo que podrías hacerlo bien.

            —Aunque pocas ninfas vendrán a verme tocar la pandereta.

            —No te preocupes, tocarás conmigo. Tú pondrás el ritmo y yo la melodía. Vendrán a vernos a pares.

El joven le miró de reojo. Le creció una media sonrisilla.

            —¡Vamos a hablar con el anciano!

De un salto se puso en pie. Fue cojeando por un camino cuesta abajo. Su compañero le siguió. Sopló su flauta. Su música era alegre e invadió aquella zona del bosque. La hierba se estiraba hacia el cielo. Las flores se erguían. Las ramas altas de los árboles se balanceaban. A lo lejos, los pájaros repetían la tonada.

Pedro se aseguró de que estaban lejos, coló su brazo entre las ramas y las hojas y sacó de la mata la flauta abandonada. Estaba adornada con salientes de formas florales. Era de madera clara y blanquecina. Se la colocó en su boca. Sopló y sonó. Probó a tapar varios agujeros y sopló de nuevo. Recordó la melodía de cuatro notas. Hizo varias pruebas. En tres intentos consiguió sacarla. La volvió a repetir victorioso. No entendía cómo no pudo sacarla aquel cojo tan raro. Aquel día Pedro no encontró más setas, pero consiguió un estupendo entretenimiento y un recuerdo de aquel peculiar encuentro con la pareja de músicos.

domingo, 4 de febrero de 2024

Aprender a escribir II

Para escribir hay que practicar la escritura, obviamente. O sea escribir. Me apunté a muchos concursos literarios y envía unas cuantas propuestas entre relatos, mini relatos y hasta una novela. Participé varias veces en un concurso de la radio donde enviaba mini relatos, envíe varios relatos de entre 5 y 20 páginas para concursos de toda España e incluso escribí una pequeña novela juvenil. Pues no gané nada 😞 pero si pillé práctica 🖊 y, quieras que no, aprendes qué funciona y qué no. Aprendes a usar tu voz; tu estilo. La practica hace el maestro.

Incluso hice un pequeño curso de mecanografía para poder escribir mejor como suelo escribir siempre, con teclado y ordenador. No soy rapidísimo pero  no me se da mal.

Aparte de esto y viendo que no ganaba ni un concurso, busqué algún libro que me pudiese ayudar. Os recomendaría el siguiente:


Es más bien para principiantes pero creo que es muy útil. Ya conocí muchas de las técnicas y conocimientos literarios de las que habla pero te da nuevos enfoques sobre cada tema.

También esta este otro de la Gotham Writers' Workshop:
 

Este fue más útil para mi ya que es para un nivel algo más avanzado. Habla de una forma muy amena y con consejos prácticos que a veces no nos damos cuenta que cometemos.

Y como no, también buscando en internet. Podcast literarios, talleres gratuitos, paginas de editoriales y escritores... Internet no te lo acabaras.



domingo, 21 de enero de 2024

Relato: El paso del Sur


Martes, 27 de septiembre de 1513

Nos acercamos al punto más austral de América. Hemos estado bordeando la costa varios meses. Espero encontrar el paso que otros creen imposible para alcanzar las indias. Se toparon con un nuevo mundo y no supieron sortearlo. Mis hombres se están aburriendo de ir al sur aunque pronto variaremos el rumbo. Les había quitado los naipes para evitar trifulcas en los camarotes. 

Miércoles, 28 de septiembre

Hoy Lucas, nuestro vigía, estuvo buscando los nuevos caminos que ansío. Navegamos en dirección suroeste. Como esperaba, la tierra finalizaba. Había quién decía que América estaba unida a la Terra Australis Ignota pero no lo parecía desde donde estábamos. La costa era de terreno rocoso y plagada de farallones. Se abría al sur una llanura aguada. A la tarde una tormenta se nos abalanzó. Ya me hablaron de ellas. Nos empujó a la costa. Nos obligó a navegar entre los farallones. Aminoramos la marcha. Aquellas rocas surgían como dedos de la superficie del agua. Había un farallón largo y alto que parecía un índice señalando el cielo. A su lado otro más bajo y ancho. Los marineros lo llamaron "El pulgar". A otro lo habían denominado "El monje". Decían, aunque yo no supe verlo, que tenía una protuberancia que se semejaba a la capucha encorvada de un monje mientras rezaba. Desde el nido del palo mayor el vigía le avisó al timonel de un pedazo de roca, apenas visible y que sobresalía un palmo de la superficie del agua. Gracias al cielo que lo vio o no lo contaríamos. Tardaríamos más de lo esperado si seguíamos a este ritmo. En cuanto amainé volveremos a aguas profundas. Hoy el cocinero ha guisado decentemente por fin. No volveré a contratarlo en mis viajes. Ha perdido juventud, visión y parte del juicio. 


Jueves, 29 de septiembre

La tormenta nos golpeó hoy con fuerza. Diluvió. El agua lleva repicando en la cubierta todo el día. Mis hombres la vacían de tanto en tanto con cubos. Yo me subí esta mañana al nido del palo mayor, con el vigía. Se debieron sorprender de ver lo fuerte y ágil que estoy a mis años. Con la lluvia era difícil distinguir esos malditos farallones. Quería ayudar a Lucas. Tiene buen ojo y no se distrae. De quien no me fío es del mar. 

Al anochecer continuaba la lluvia, pero varió el viento. Aproveché la ocasión para ordenar que saliésemos de la costa dentada. Al poco de movernos, algo estremeció la embarcación. Todos notamos un golpe proveniente de la parte baja del casco. Pensé en un farallón poco profundo, sin embargo, desde la altura, no pude verlo. Sí que vi una oscuridad que se movía bajo el agua. ¿Quizás era un bebé ballena perdido? No sería la primera vez. 

Viernes, 30 de septiembre

La tormenta se fue pero el cielo permaneció cubierto. Por la mañana surcábamos aguas profundas. El viento nos volvió raudos. Comprobaba con mi catalejo que no hubiese ni un palmo de tierra que nos impidiera llegar a las indias. A este paso lo nombraré "El paso de Mendoza". La historia contará que este fue el día en que el capitán Rodrigo Mendoza encontró el paso por el sur. 

En la tarde ocurrió algo de lo que aún no salgo de mi asombro. Nos golpearon de nuevo. Era imposible que fuese una roca. Subí de nuevo al nido. Busqué a esa ballena juguetona. No pude encontrarla. Cuando estaba a punto de desistir y bajar de allí, nos azotaron otra vez. La nave se inclinó bruscamente hacia babor. Mi cuerpo se abalanzaba a la mar. Lucas, por suerte, me agarró de una bota y me recogí a salvo cuando el barco recuperó el equilibrio. Oteamos de nuevo entre las grises aguas. Mi corazón estaba agitado. Agarré fuerte la baranda. Maldije, a grito en el cielo, al monstruo que quería ponerme a remojo. Entonces, como si me hubiera escuchado, un brazo de carne surgió del mar, por el lado de estribor. Era más alto, pero no tan ancho, como el farallón en forma de dedo índice. Cayó sobre la cubierta. Rompió la barandilla y mató a uno de mis hombres aplastándolo. Un joven, al que no le presuponía tanta valentía, se lanzó contra él a golpes de espada. El brazo del mar nos empujaba lateralmente hacía la costa. Otros marineros le atacaron también con la espada. Aquella extremidad acabó huyendo y desapareciendo entre las profundidades líquidas. Ningún hombre más fue herido. Los daños del barco fueron cuantiosos. Decidí volver a la costa. Di la orden. Los farallones nos ayudarían a escudarnos de esa bestia. Al botarate del cocinero no se le ocurrió nada mejor que ponerme pulpo para cenar.

Sábado, 1 de octubre

Oficié el funeral del marino muerto. Le pudo tocar a cualquiera. Todo marino sabe que algún día puede acabar de almuerzo para tiburones. No me entretuve mucho; había tareas por hacer. A unos los mandé a preparar los cañones y tener las armas preparadas, a otros a reparar el lateral del barco, a los más avispados que buscaran posibles fisuras en el casco... Los quería entretenidos; si no se pararían a chismorrear. Anoche unos hablaban de que aquella bestia era un calamar gigante, otros decían que pulpo, otro nombró al kraken... Tomás, el más viejo de la tripulación, contó que sabía lo que era pero parecía no tener agallas para nombrarlo en alto. Otro, que no recuerdo su nombre, me preguntó si no era mejor que nos volviéramos. Su cara estaba más pálida de lo normal. Me reí bien fuerte, que todos me escucharan. Le dije que no conocía al capitán Mendoza. Ningún calamar me haría temblar. Ninguna bestia me arrebataría mi merecida gloria de explorador. 

Domingo, 2 de octubre

Volvimos a estar entre farallones. La tripulación se entretenía nombrando a las nuevas rocas que encontrábamos a nuestro paso. Los he encontrado más calmados. Aun así todos los ojos del barco visitaban, de vez en cuando, el agua, en busca de ese brazo que podría volcarnos.

Pensé que los farallones nos servirían de parapeto, pero la bestia volvió. Apareció en la tarde. Se agarró a nuestro casco y nos hundía sin remedio. Lanzamos al agua los víveres y pertenencias más indispensables. Daba igual; nos hundíamos. Mandé disparar cañonazos al agua, pero no disponíamos del ángulo preciso. Un tentáculo surgió de nuevo. Esparció espuma de mar sobre el lateral reparado y aterrizó sobre la cubierta. Cuando mis hombres se armaban para atacarlo, otro tentáculo creció por estribor. Cayó también sobre la cubierta. El barco crujía como pan duro en mi boca. Ordené disparar los cañones, que atacasen a esa carne extranjera y maldije mil veces al pulpo que nos atacaba. Las balas de cañón no le alcanzaron; los tentáculos se escaparon de su trayectoria. Le aguijoneé con mi espada. Se la clavé hasta el centro de su apéndice. Me pareció oír algún quejido desde lo profundo del agua. Mis hombres también le hicieron daño. Le clavaron arpones, espadas y lanzas hasta agotarlas. Ningún brazo se amedrentó. Es más, tres brazos se añadieron emergiendo del mar. Se apropiaron de la proa y de la popa. El timonel huyó asustado a las bodegas. El vigía temía bajar. Los hombres dudaban qué brazo atacar primero. El "San pedro", la embarcación que tantos mares me permitió visitar, naufragaba. Sus huesos crujieron. El casco se partió en tres trozos. El trinquete cayó a estribor. El agua inundaba las bodegas. El cocinero se lanzó al mar. Algunos marinos murieron en la lucha contra aquellos tentáculos. Otros se esmeraron en poner a flote el barco salvavidas. Me invitaron a gobernarlo mientras mi querida nave estaba herida. Me convencieron para abandonarla mientras aquella bestia la hizo trizas. Es, sin duda, el golpe más duro que me he llevado en la vida. 

Lunes, 3 de octubre

En el barco salvavidas éramos siete donde cabíamos cuatro. No supe qué fue de los otros. Dios los tenga en su gloria. Aún conservaba mi vida, que ya era mucho. Nos dirigíamos a la costa, donde solo había tierra de salvajes. Tras de mí, en el horizonte, pude ver un trozo de mástil flotando a la deriva. 

Tardaría mucho en volver con un barco, una tripulación valiente y mi espíritu indoblegable. El paso del sur era posible pero el camino no era seguro. Debía encontrarlo; siempre que el tiempo se lo permita a este loco y viejo explorador. Cazaré ese pulpo y nos lo cenaremos la tripulación que quedamos. Juro que lo haré. Después lo celebraré en las indias; donde empezaré a ser conocido en el mundo entero.