A Jesús le comprobaba el pulso un paramédico calvo. Otro con más pelo le paseaba la luz de una linterna por sus pupilas. Entre ellos hablaron y al tumbado en el suelo de gres le preocupó lo que comentaban sobre su posible arritmia. Se pusieron de acuerdo para llevárselo al hospital. Jesús era delgado y muy alto pero la fuerza de los paramédicos era suficiente para subirlo a la camilla portátil. Sus pies sobresalían por un extremo. La pareja agarró cada uno las asas de su lado y lo condujeron por el pasillo de la oficina hasta el ascensor.
El de la camilla abría levemente los ojos de tanto en tanto. Tras una larga espera se abrió la puerta del ascensor. Once pisos después volvieron a conducir la camilla hasta la ambulancia. Metieron la carga, portazo y encendieron el motor. El calvo iba en la parte trasera acompañándolo y el otro conducía. El tumbado no abrió los ojos durante el trayecto. Durante el viaje debatían sobre las extrañas circunstancias del desmayo. También de la final de la Champions de aquella noche. La sirena les iba abriendo paso por la ciudad.
Un cuarto de hora tardó en llegar al hospital. Allí le conectaron a varias máquinas. Una enfermera rellenita le probó la tensión, le conectó a una de esos aparatos que hacían “bip” cada segundo y le sacó una muestra de sangre. El paciente ya estaba despierto y se dejaba hacer lo que fuese necesario mansamente. Tenía tantos cables conectados como los de la parte trasera del ordenador de su oficina. Le dejaron solo durante un buen rato en aquella cama. Temía moverse y que algún cable se desenganchara. Se quedó mirando el electrocardiógrafo. Había aprendido su nombre gracias a la rellenita. Los bips sonaban casi cada dos segundos pero algo los aceleró. El jefe apareció en la habitación.
—¿Cómo estás, Jesús? —le preguntó acercándose a su lado.
—Bien, supongo. No me han dicho nada aún, pero me siento bien.
—Bueno, esperaba saber algo. Me gustaría que estuvieses en la reunión pero, claro… Supongo que me las tendré que apañar solo.
—No sé qué me dirán pero yo creo que mañana estaré bien. ¿No se puede aplazar a mañana?
—No puedo hacer eso. Vienen expresamente de Alemania para hablar con nosotros. Por eso no te podía dar la tarde libre para ver el partido. Es una reunión importante.
—En la mesa del despacho tengo una carpeta con varios gráficos y documentos preparados. Los puede utilizar.
El jefe se quedó un rato callado, pensando como arreglárselas por si solo.
—Oye, no te preocupes. Tú recupérate. Cuando te digan algo de cuando puedes salir de aquí me avisas. Descansa y ya nos veremos cuando puedas —dijo nervioso el visitante. Sin despedirse abrió la puerta y se marchó.
El paciente contó mentalmente hasta trescientos. Se fue sacando todos los cables del cuerpo, se desvistió de paciente y se vistió con sus ropas. Abrió un hilito la puerta y analizó el pasillo. Salió como si nada de su habitación y fue directo al ascensor. Dos pisos abajo buscó la salida de aquel laberintico hospital. Cuando por fin encontró la salida, vio afuera a su jefe esperando para conseguir un taxi. Jesús se metió en un quiosco. Mientras hacía que ojeaba revistas, vigilaba que su jefe se fuera. En cuanto un taxi lo alejó, dejó la revista en su sitio y salió del hospital. Esperó a otro taxi que lo llevó a casa.
De camino se encontró mil mensajes en su móvil de su desorganizado jefe. Apagó el móvil, pagó la carrera al taxista y se plantó frente a su portal. Subió corriendo por las escaleras hasta el séptimo piso, abrió la puerta y encendió la tele. El partido aún no había empezado. Cerró la puerta de casa, abrió una cerveza que recogió de la nevera y se sentó en el sofá frente al televisor. Se quitó los zapatos y se puso cómodo. El móvil le molestaba en el bolsillo, así que se lo sacó y lo lanzó a la otra punta de la habitación.
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