Iba por mi tercer whisky. Y eso que solo me iba a tomar una cerveza. De esas me tomado cinco. Era martes y el bar estaba muy vacío. El camarero ojeaba la tele mientras limpiaba los vasos. Otro cliente se puso la chaqueta, se despidió con discreción y se marchó. Yo era el último.
El camarero se me acercó y dijo:
—Voy a cerrar ya, amigo.
No era verdad. No era mi amigo, y por eso quería cerrar. Me quería echar a paseo por la ciudad. Ni siquiera me había visto por ese feo bar. Me bebí de un golpe el vaso, le pregunté que debía y arreglamos las cuentas. Al hablar con alguien, me di cuenta de mi estado. Aún lo noté más al levantarme del taburete, abrigarme y andar. Tardé como el doble de lo normal. Me marché sin despedirme.
Ya en la calle, no notaba si hacía frío o no. Mis pies apenas se ponían donde yo quería. No estaba precisamente para desfilar por una pasarela de moda. Paré un momento y comprobé mi cartera. Quería saber cuanto dinero me quedaba. Aquellas bebidas las había pagado con el dinero de haber vendido mi coche. Se me estaba acabando más rápido de lo esperado. Después que se vaciará mi cartera, no sabía que pasaría.
Perdí mi empleo de montador de sartenes por idiota. Me lié con la mujer del jefe por culpa de una estupida apuesta con los compañeros de trabajo. Al pasar por una calle cercana al bar, me acordé que tres calles más arriba vivía mi antiguo jefe. Era un buen hombre aunque muchos lo ponían verde por la espalda. A mí me caía bien, pero le estropeé su vida. Debía visitarlo, era mi última esperanza.
La verdad es que ya tenía esa idea rondando por la cabeza hace días, pero no me atrevía a humillarme ante él. Era una idea que guardé en el cajón de las emergencias. Puede que no fuese el mejor momento ni mi mejor estado, pero los cuarenta euros de mi cartera para pasar medio mes, presionaban mi voluntad.
La tercera calle no la recordaba así. De noche las calles parecen diferentes, aparte de más oscuras. Hacía mucho tiempo del día que invitó a varios empleados, entre los que yo estaba, para ir a ver un partido de fútbol en su casa. Tenía una casa menos ostentosa de lo que pensaba. Su tele era unos palmos más grandes de lo normal, por lo menos de la mía. Aparte de eso, tenía un piso tan grande como el mío.
Llegué a su portal que recordé perfectamente, pero el piso se me había olvidado. Era un segundo o tercero primera o algo así. Di unos pasos atrás en la acera para ver las ventanas y balcones. Desde fuera, apenas había luces encendidas. Era ya medianoche y pico. Intentaba ver los comedores iluminados solo por luces provenientes de las teles, y averiguar cual podría ser. El techo del comedor del tercero primera estaba iluminado por la luz de una tele de gran tamaño. Me decidí a probar en ese piso.
Piqué y esperé. Tardó un rato pero contesto.
—¿Sí? —dijo una voz de hombre.
Era él sin duda.
—Hola, soy Miguel. Ábreme —dije.
—¿Qué Miguel?
—Soy Miguel, de la fábrica. Por favor, ábreme. Quiero hablar contigo.
Esta frase costó pronunciarla bien. Él no dijo nada. Yo esperé sin decir nada tampoco. Tardó, pero acabó abriendo la puerta.
No encontré el ascensor. Diría que había uno pero no lo encontré. Subí por las escaleras. Noté la falta de ejercicio al llegar al segundo piso. Mientras subía al tercero, mi ex-jefe estaba esperándome con la puerta abierta. Me miraba con cara de sorpresa, incluso sonreía al verme como me balanceaba y me agarraba a la barandilla.
—Hola Jaime ¿Cómo estás? —dije al llegar arriba e intentar disimular que estaba hecho polvo de subir tres pisos.
—No hemos hablado desde que te despedí ¿Qué quieres ahora? —dijo él.
Cogí aire, me concentré y le dije:
—Mira, sé que no son horas, que no nos llevamos muy bien y que no voy muy sereno, pero he de pedirte un favor. Quiero pedirte que me des un puesto de trabajo de nuevo.
Sonó bastante convincente, incluso vocalicé bastante bien.
—¿Y tiene que ser ahora? ¿Por qué no te pasas mañana por la fábrica? —me dijo.
—Estoy en una situación delicada. Necesito una respuesta ya.
—¡Anda entra!
Me hizo pasar a su casa, supongo que no quería un escándalo en su rellano. En el comedor estaba la tele encendida con una película en pausa. Me hizo sentar en una silla. Abrió el mueble bar y sacó el whisky. Me ofreció. Debí decir que no pero dije sí.
—Bueno, Miguel. Así qué quieres volver a la fábrica.
—Sí y quería pedirte perdón por lo que pasó con tu mujer. La verdad es que fue una apuesta con los compañeros que nunca debería haber hecho.
—Sí ya lo sabía. Tú solo fuiste el primero.
—¿Qué? —dije sorprendido.
—Después de ti, estuvo con varios. Ya me he divorciado de aquella guarra. No hacía mas que insinuarse con todos y, que yo sepa, estuvo con tres empleados míos.
—Bueno, sí. Algo se insinuaba, sí.
Me bebí de trago el whisky.
—No te preocupes, tú no tuviste la culpa —me dijo.
—Bueno y, ¿lo del trabajo? Haré lo que sea. Si he venido aquí es por que estoy en las últimas.
—La verdad es que ahora mismo, no te puedo hacer sitio. A final de mes es posible que se quede una plaza libre y, ya veremos.
—¡Gracias!¡Muchísimas gracias! No te fallaré.
—Oye, aún no te lo he dado. Pásate mañana por la fábrica y lo hablamos, cuando estés sobrio. Ahora mejor vete a casa a dormir. No bebas tanto, que te sienta mal.
—Vale, no te molesto más. Me voy y te dejo viendo la película. —Me levante y abrí la puerta. —Oye, ¿esta no era la película que el poli gordo, al final, les había engañado a todos y se queda con la pasta?— dije señalando a la tele.
—Pues no lo sé. Estaba a punto de saberlo —dijo Jaime sarcásticamente.
—¡Hasta mañana!
Me fui corriendo antes de que pudiese estropearlo más. De camino a casa pensé en regalarle, con mis cuarenta euros, la mejor botella de whisky que pudiese comprarle por la segunda oportunidad.
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