domingo, 21 de enero de 2024

Relato: El paso del Sur


Martes, 27 de septiembre de 1513

Nos acercamos al punto más austral de América. Hemos estado bordeando la costa varios meses. Espero encontrar el paso que otros creen imposible para alcanzar las indias. Se toparon con un nuevo mundo y no supieron sortearlo. Mis hombres se están aburriendo de ir al sur aunque pronto variaremos el rumbo. Les había quitado los naipes para evitar trifulcas en los camarotes. 

Miércoles, 28 de septiembre

Hoy Lucas, nuestro vigía, estuvo buscando los nuevos caminos que ansío. Navegamos en dirección suroeste. Como esperaba, la tierra finalizaba. Había quién decía que América estaba unida a la Terra Australis Ignota pero no lo parecía desde donde estábamos. La costa era de terreno rocoso y plagada de farallones. Se abría al sur una llanura aguada. A la tarde una tormenta se nos abalanzó. Ya me hablaron de ellas. Nos empujó a la costa. Nos obligó a navegar entre los farallones. Aminoramos la marcha. Aquellas rocas surgían como dedos de la superficie del agua. Había un farallón largo y alto que parecía un índice señalando el cielo. A su lado otro más bajo y ancho. Los marineros lo llamaron "El pulgar". A otro lo habían denominado "El monje". Decían, aunque yo no supe verlo, que tenía una protuberancia que se semejaba a la capucha encorvada de un monje mientras rezaba. Desde el nido del palo mayor el vigía le avisó al timonel de un pedazo de roca, apenas visible y que sobresalía un palmo de la superficie del agua. Gracias al cielo que lo vio o no lo contaríamos. Tardaríamos más de lo esperado si seguíamos a este ritmo. En cuanto amainé volveremos a aguas profundas. Hoy el cocinero ha guisado decentemente por fin. No volveré a contratarlo en mis viajes. Ha perdido juventud, visión y parte del juicio. 


Jueves, 29 de septiembre

La tormenta nos golpeó hoy con fuerza. Diluvió. El agua lleva repicando en la cubierta todo el día. Mis hombres la vacían de tanto en tanto con cubos. Yo me subí esta mañana al nido del palo mayor, con el vigía. Se debieron sorprender de ver lo fuerte y ágil que estoy a mis años. Con la lluvia era difícil distinguir esos malditos farallones. Quería ayudar a Lucas. Tiene buen ojo y no se distrae. De quien no me fío es del mar. 

Al anochecer continuaba la lluvia, pero varió el viento. Aproveché la ocasión para ordenar que saliésemos de la costa dentada. Al poco de movernos, algo estremeció la embarcación. Todos notamos un golpe proveniente de la parte baja del casco. Pensé en un farallón poco profundo, sin embargo, desde la altura, no pude verlo. Sí que vi una oscuridad que se movía bajo el agua. ¿Quizás era un bebé ballena perdido? No sería la primera vez. 

Viernes, 30 de septiembre

La tormenta se fue pero el cielo permaneció cubierto. Por la mañana surcábamos aguas profundas. El viento nos volvió raudos. Comprobaba con mi catalejo que no hubiese ni un palmo de tierra que nos impidiera llegar a las indias. A este paso lo nombraré "El paso de Mendoza". La historia contará que este fue el día en que el capitán Rodrigo Mendoza encontró el paso por el sur. 

En la tarde ocurrió algo de lo que aún no salgo de mi asombro. Nos golpearon de nuevo. Era imposible que fuese una roca. Subí de nuevo al nido. Busqué a esa ballena juguetona. No pude encontrarla. Cuando estaba a punto de desistir y bajar de allí, nos azotaron otra vez. La nave se inclinó bruscamente hacia babor. Mi cuerpo se abalanzaba a la mar. Lucas, por suerte, me agarró de una bota y me recogí a salvo cuando el barco recuperó el equilibrio. Oteamos de nuevo entre las grises aguas. Mi corazón estaba agitado. Agarré fuerte la baranda. Maldije, a grito en el cielo, al monstruo que quería ponerme a remojo. Entonces, como si me hubiera escuchado, un brazo de carne surgió del mar, por el lado de estribor. Era más alto, pero no tan ancho, como el farallón en forma de dedo índice. Cayó sobre la cubierta. Rompió la barandilla y mató a uno de mis hombres aplastándolo. Un joven, al que no le presuponía tanta valentía, se lanzó contra él a golpes de espada. El brazo del mar nos empujaba lateralmente hacía la costa. Otros marineros le atacaron también con la espada. Aquella extremidad acabó huyendo y desapareciendo entre las profundidades líquidas. Ningún hombre más fue herido. Los daños del barco fueron cuantiosos. Decidí volver a la costa. Di la orden. Los farallones nos ayudarían a escudarnos de esa bestia. Al botarate del cocinero no se le ocurrió nada mejor que ponerme pulpo para cenar.

Sábado, 1 de octubre

Oficié el funeral del marino muerto. Le pudo tocar a cualquiera. Todo marino sabe que algún día puede acabar de almuerzo para tiburones. No me entretuve mucho; había tareas por hacer. A unos los mandé a preparar los cañones y tener las armas preparadas, a otros a reparar el lateral del barco, a los más avispados que buscaran posibles fisuras en el casco... Los quería entretenidos; si no se pararían a chismorrear. Anoche unos hablaban de que aquella bestia era un calamar gigante, otros decían que pulpo, otro nombró al kraken... Tomás, el más viejo de la tripulación, contó que sabía lo que era pero parecía no tener agallas para nombrarlo en alto. Otro, que no recuerdo su nombre, me preguntó si no era mejor que nos volviéramos. Su cara estaba más pálida de lo normal. Me reí bien fuerte, que todos me escucharan. Le dije que no conocía al capitán Mendoza. Ningún calamar me haría temblar. Ninguna bestia me arrebataría mi merecida gloria de explorador. 

Domingo, 2 de octubre

Volvimos a estar entre farallones. La tripulación se entretenía nombrando a las nuevas rocas que encontrábamos a nuestro paso. Los he encontrado más calmados. Aun así todos los ojos del barco visitaban, de vez en cuando, el agua, en busca de ese brazo que podría volcarnos.

Pensé que los farallones nos servirían de parapeto, pero la bestia volvió. Apareció en la tarde. Se agarró a nuestro casco y nos hundía sin remedio. Lanzamos al agua los víveres y pertenencias más indispensables. Daba igual; nos hundíamos. Mandé disparar cañonazos al agua, pero no disponíamos del ángulo preciso. Un tentáculo surgió de nuevo. Esparció espuma de mar sobre el lateral reparado y aterrizó sobre la cubierta. Cuando mis hombres se armaban para atacarlo, otro tentáculo creció por estribor. Cayó también sobre la cubierta. El barco crujía como pan duro en mi boca. Ordené disparar los cañones, que atacasen a esa carne extranjera y maldije mil veces al pulpo que nos atacaba. Las balas de cañón no le alcanzaron; los tentáculos se escaparon de su trayectoria. Le aguijoneé con mi espada. Se la clavé hasta el centro de su apéndice. Me pareció oír algún quejido desde lo profundo del agua. Mis hombres también le hicieron daño. Le clavaron arpones, espadas y lanzas hasta agotarlas. Ningún brazo se amedrentó. Es más, tres brazos se añadieron emergiendo del mar. Se apropiaron de la proa y de la popa. El timonel huyó asustado a las bodegas. El vigía temía bajar. Los hombres dudaban qué brazo atacar primero. El "San pedro", la embarcación que tantos mares me permitió visitar, naufragaba. Sus huesos crujieron. El casco se partió en tres trozos. El trinquete cayó a estribor. El agua inundaba las bodegas. El cocinero se lanzó al mar. Algunos marinos murieron en la lucha contra aquellos tentáculos. Otros se esmeraron en poner a flote el barco salvavidas. Me invitaron a gobernarlo mientras mi querida nave estaba herida. Me convencieron para abandonarla mientras aquella bestia la hizo trizas. Es, sin duda, el golpe más duro que me he llevado en la vida. 

Lunes, 3 de octubre

En el barco salvavidas éramos siete donde cabíamos cuatro. No supe qué fue de los otros. Dios los tenga en su gloria. Aún conservaba mi vida, que ya era mucho. Nos dirigíamos a la costa, donde solo había tierra de salvajes. Tras de mí, en el horizonte, pude ver un trozo de mástil flotando a la deriva. 

Tardaría mucho en volver con un barco, una tripulación valiente y mi espíritu indoblegable. El paso del sur era posible pero el camino no era seguro. Debía encontrarlo; siempre que el tiempo se lo permita a este loco y viejo explorador. Cazaré ese pulpo y nos lo cenaremos la tripulación que quedamos. Juro que lo haré. Después lo celebraré en las indias; donde empezaré a ser conocido en el mundo entero.

domingo, 14 de enero de 2024

Relato: Tierras polvorientas

   El joven le dio a la manivela. El motor arrancó y expulsó repetitivos gruñidos. El tubo que apuntaba al cielo parecía una chimenea pero no funcionaba como tal. Aspiraba el aire del cielo y entraba en el armatoste que el chico trajo y montó en medio de la plaza. Luego, una manguera del grosor de un hombre, se llevaba lo que absorbía muy lejos, detrás del monte, a las afueras del pueblo. La máquina había causado gran expectación. Casi todo el pueblo formó un corrillo alrededor de ella y el científico. Los niños miraban al cielo aunque no se apreciaba aún ningún cambio. Las personas mayores se sentaron a la sombra y mantenían un ojo al cielo. Otros simplemente no iban a aparecer porque aquello les parecía una tontería. El joven aguantó el tipo de pie, junto a su cacharro, ajustándose el sombrero para que el sol lo molestase lo menos posible. Comprobaba de tanto en tanto que todo funcionase correctamente. Abrió una puertecilla e introdujo un par de paladas de carbón. Temía que el excesivo calor afectara a los pistones. Miraba a la máquina con los bazos cruzados y golpeando varias veces la parte delantera de la suela de su zapato contra el suelo de piedra.

   El joven científico Luis Valdemora vino de la ciudad al saber del concurso que montaron en el pueblo de Montecillo. Este sufría una gran sequía que duraba casi un año. Los huertos se secaron, las plantas murieron chamuscadas y la tierra se volvió polvo; se desmenuzaba con solo tocarla. Los campesinos estaban indignados y protestaron ante al alcalde. Algunos, los que pudieron permitírselo, marcharon a donde hubiera tierras mejores. Los que quedaron presionaron al alcalde. Era un hombre mayor pero con buena cabeza. Se le ocurrió ofrecer dinero, el que pudieron recolectar entre todos, unos diez mil reales, a cambio de que trajeran la lluvia al pueblo.

   Mucha gente se había ido ya de la plaza al atardecer. Luis había parado la máquina y la estaba engrasando por dentro. Los niños correteaban alrededor. A uno le echaron bronca por tocar el tubo de salida. El alcalde se acercó al trasto.

   —Muchacho, ¿Cómo va?

   —Bien. Estoy engrasándola y dándole un respiro —dijo el chico con la cabeza metida dentro del motor. Salió de allí algo manchado de aceite—. Enseguida la pongo en marcha de nuevo, señor.

   —Bien, bien. Pero, oye, ¿esto, de verdad, está haciendo... algo?

   —Sí, ya lo vera. No le podría decir cuanto tardaré pero ya vera.

   —Bueno. Sigue con lo tuyo.

El alcalde se marchó. Más tarde, al joven le trajeron una mesa y una silla al lado del aspirador. También le llevaron cena, hecha con lo poco que les sobraba. Tras terminársela, se quedó dormido en aquella misma silla. El sombrero se estrelló contra el suelo. La máquina continuó aspirando el aire por la noche.   

   El concurso del llovedor, así lo llamaron, atrajo al pueblo a varios personajes estrafalarios. Vino un sacerdote que gritaba mucho. Montó una procesión y mandó sacar a los montecillanos todos sus santos, santas, vírgenes, crucifijos y cualquier reliquia sagrada que tuvieran por casa a la calle. Dieron doce vueltas al pueblo, una por apóstol, mientras el cura rezaba a gritos mirando al cielo. Finalizaron la procesión sacrificando un cordero en una hoguera que montaron en la plaza. Al día siguiente ni una nube pasó a visitarlos pero el cura se hinchó a chuletas. Otro hombre vino y estudió el terreno. Subió a todas las montañas y montes. Juró que encontraría a las nubes y las traería de vuelta. Los del pueblo no comprendieron cómo lo iba a hacer. Marchó a caballo y no volvieron a saber de él. Finalmente apareció el joven Luis. Se reunió con el alcalde y con algunos de los hombres del pueblo. Les mostró varios esquemas y dibujos de su máquina y de lo que pretendía hacer si le daban permiso. Explicó su plan con palabras bastante técnicas que confundieron a aquellos campesinos. Por aquellos lares el joven aparentaba hablar en otra lengua. Tras simplificarles el plan comprendieron que el chico quería absorber el aire que volaba por encima del pueblo y sus huertas. Según él, el vacío que formaría su ausencia atraería a las nubes de los alrededores. Varios se rieron de él. Al alcalde y a otro hombre no les pareció una idea tan absurda. Se reunieron en privado y decidieron darle una oportunidad. La situación les obligaba a aceptar lo que fuese.

   Cuando amaneció de nuevo, los montecillanos despertaron con un cielo completamente nublado. Todos fueron asomándose a los balcones y a las ventanas para ver el cielo lanudo. Pero aquellas nubes eran blancas, el calor era el mismo y la única buena noticia era que el sol estaba tapado. Las gentes se acercaron a la plaza, pero allí solo se encontraron con la maquina en funcionamiento. Luis no estaba. Entre ellos fueron preguntándose si alguien sabía de su paradero.

   A media mañana del día siguiente llegó al pueblo un carro tirado por dos caballos. Lo conducía el joven. Lo llevó hasta la plaza y lo detuvo a un lateral de la máquina. Se bajó. La gente se reunió a su alrededor expectante por ver qué traía. Destapó una gran sábana blanca y pudieron ver que traía muchísimos bloques de hielo. Nadie supo nunca de dónde los trajo. Debió ser de muy lejos. Luis pidió ayuda a los montecillanos. Entre él y tres más bajaron otra máquina que también trajo con el carro. La colocaron cerca de la otra. El joven abrió varios compartimientos y añadió unos polvos blancos. Cerró y abrió otro mucho más grande. Organizó una cadena con varios hombres a los que mandó envolverse las manos con trapos. Así podían traerle bloques de hielo que se iban pasando unos a otros hasta meterlos en una de las bocas del nuevo trasto. Era más pequeño, pero mucho más ruidoso. Se comunicaba con el grande mediante un tubo. Luis lo encendió y éste comenzó a tragarse los bloques de hielo. Del armatoste grande giró varias válvulas y tiró de una gran palanca. Aquello revertió el proceso de la máquina haciendo que expulsara en vez de absorber. El tubo que apuntaba al cielo hacía entonces de chimenea. Surgía hacia el cielo una alta columna de polvo blanquecino. Restos de cristales de hielo se desperdigaron por la plaza. Los más jóvenes correteaban por allí gritando que llovía. Las gotas de agua se deshacían antes de llegar al suelo y las pocas que lo alcanzaban ni cambiaban el color del suelo. El alcalde alargó la mano pero ni la sentía mojada si un punto de hielo caía en ella.

   —Muchacho, está muy bien esta lluvia, pero no va a hacer nada —le dijo al joven.

    —Tiene que ser paciente. Ésta no es la lluvia que os prometí.

    Movió más palancas y continuó alimentando la máquina con el hielo. La columna que salía de la chimenea alcanzó mucha más altura. En el ambiente se notaba más frescor, o al menos, no tanto calor. Todos contemplaban las nubes. Se iban volviendo grises y se oscurecían con el paso del tiempo. Luis pidió más hielo y alimentaba su máquina tragona a toda prisa. El hombre que lo recogía del carro avisó que ya quedaban pocos. Al chico no le importó; siguió pidiendo más, alimentando la boca hasta agotar el suministro.

   La chimenea cesó de expulsar polvo blanco. Todos seguían contemplando las nubes y cómo se expandía el gris oscuro por las alturas. Luis golpeaba muy rápido el zapato contra el suelo y soplaba al cielo, como si quisiera esparcirlo más. Un niño gritó de dolor. Algo le golpeó en la espalda. Se agachó a cogerlo y descubrió que era un pequeño trozo de hielo. Se lo enseñó a los demás. Entonces sonó un gran clonc. Otro trozo cayó contra la chapa de la máquina. Pronto apretó y cayó una gran cantidad de hielo. Al alcalde le dio en la calva. Todos corrieron a ponerse a resguardo ante aquella terrible granizada.

   Los montecillanos se asomaron desde sus ventanas. Una cortina de hielo sembraba el pueblo de humedad. No había cosechas que el hielo pudiera destrozar, solo quizás un par de almendros, arriba del monte, que aún aguantaban en pie. Lo peor se lo llevaron los tejados, que tras el granizo, tendrían que ser reparados. El calor se fue del lugar espantado. El granizo no paró de caer en todo el día pero si menguaba su tamaño. Por la noche se volvió agua y continuó cayendo varios días.