domingo, 26 de noviembre de 2023

Relato: La familia Auser

La familia Auser estaba en el funeral de Rosario. Era una niña de ocho años. Murió mientras jugaba con sus amigas a la comba en el patio de la escuela. De repente se desplomó en el suelo y ya no despertó. Los médicos no encontraron la causa. Simplemente su corazón dejó de latir. 

El padre Andrés leía en el altar de la iglesia para la familia. La madre de Rosario, Laura Auser, no paraba de llorar. Su pañuelo estaba totalmente mojado. El padre, Roberto Torres, no articuló palabra en todo el día. Miraba al suelo con cara triste. Todos los demás familiares habían venido de lejos. Rosario era una niña muy alegre a la que todos querían. 


El ataúd estaba abierto. Habían vestido a la pequeña Rosario con un traje blanco y una diadema, como a ella le gustaba ir. A su alrededor había muchos ramos y coronas de flores. Mientras el cura narraba las historias de la Biblia, Rosario se incorporó. Se quedó sentada sobre el ataúd y miró a su alrededor. Vio una enorme sala llena de un montón de gente muy seria. Miró al cura que hablaba sin darse cuenta del milagro. La niña estaba asustada y gritó:

         —¡Mamá! ¡Mamá!

La mayoría no se habían dado cuenta de la niña resucitada hasta que gritó. El cura hizo la señal de la cruz al verla y se quedó callado. Todos los presentes no salían de su asombro. La madre se levantó y se acercó rápida al ataúd. Por un momento se quedó contemplándola. La niña le miraba sin decir nada. Laura no se lo podía creer. La abrazó fuerte y empezó a besarla. Los asistentes se levantaron de su asiento para ver lo que costaba creer. Rosario se sentía abrumada ante tanta gente. También se sentía avergonzada con la exageración de besos de su madre.

         —Vale ya, mamá ¡Déjame! —decía la niña intentando apartarse de ella.

         —¡Roberto, ve a llamar a un medico! —gritaba la madre sin soltar a la niña.

         —¡Pero si ahora está bien! —se quejaba el padre.

         —Sí, pero antes no. Esto no es normal. Ve a buscar un medico, anda.

El padre salió de la iglesia en busca de uno. Los demás familiares se acercaron a la niña para verla de cerca. Ahora todos estaban contentos, menos Rosario que no entendía nada. Se preguntaba porque le habían hecho dormir en una caja de madera y porque tanta gente había venido a verla. No era su cumpleaños ni navidad ni nada similar.

La tía de Laura se acercó a la madre alegre.

         —¿Sabes que a tu abuelo le pasó algo igual? —le soltó.

         —Ah, ¿sí? —respondió sorprendida Laura.

         —Un día nos lo encontramos muerto. Estaba en el suelo del pasillo. Lo metieron en un ataúd y el día que lo iban a enterrar hubo un temporal. Así que lo tuvimos en casa unos días hasta que pudiesen enterrarlo. La cosa es que a los dos días de estar muerto me levanté al lavabo a medianoche. La puerta estaba cerrada, así que piqué con los nudillos en la puerta. Entonces una voz en el interior dijo "Está ocupado". No me lo podía creer. ¡Era mi padre! ¡Estaba vivo!

         —¿Le pasó como a Rosario?

         —Pues sí. Aún duró unos años más hasta que murió finalmente. Esa vez lo tuvimos en un ataúd cuatro días, por si resucitaba. Y tengo entendido que a mi abuelo también le pasó algo parecido.

         —Entonces ¿esto viene de familia o qué? ¿Cómo es que yo no sabía nada?

         —Siempre que lo cuento nadie me cree. Se lo conté a tus padres y se lo tomaron a broma. Ya no lo expliqué más. 

Laura se quedó callada viendo a su hija que movía los ojos y se estaba de pie cuando hacía media hora estaba muerta. También pensó en los familiares que enterraron y quizás resucitaron una vez ya bajo tierra. Se alegró mucho de volver a tener a su hija, pero ahora no sabía que hacer con tantas flores y familiares. Se preguntó si le devolverían el dinero del ataúd. Pensó en montar una comida con toda la familia para celebrar la resurrección de su hija. Entonces llegó el padre con un medico. Este comprobó a Rosario y dictaminó que estaba sanísima, como si no hubiese pasado nada. Todos continuaron sus vidas, pero la familia Auser llegó a un acuerdo. A partir de ahora cualquier familiar que muriese le darían una semana por si regresara. No le hizo mucha gracia a todo el mundo, pero así empezó una extraña tradición en la familia Auser.

domingo, 19 de noviembre de 2023

Relato: Sangre, cadera, bruja hechicera y capricho

Ser el sirviente de una bruja hechicera no era cosa fácil. Cuando tenía el capricho de invocar el rejuvenecimiento de su piel me mandaba al pueblo a por sangre. Aun siendo lo poderosa que era, no me creía que pudiera vencer al tiempo y desterrar a las arrugas que arruinaban su escasa belleza. Se solía empapar la sangre por la cara, se espolvoreaba el pelo con hojas de albahaca y bañaba sus horribles pies en una palangana con algo de la sangre y agua de estanque purificada.

Cuando yo era más joven no tuve problemas de romperle el cuello a algún chico que se alejaba del poblado o de alguna muchachilla que se acercaba a recoger agua del río con una tinaja. Buscaba la oscuridad, me ocultaba, me acercaba sigilosamente a la víctima, con una mano les tapaba la boca y con la otra les callaba para siempre. Entonces cargaba el contenedor de sangre hasta la cabaña donde la asquerosa tenía para un par de baños rejuvenecedores.

Pero últimamente, cuando salía de la cabaña, notaba un dolor que me subía por la izquierda y me rascaba el lateral de la cabeza. Apretaba los dientes y entrecerraba los ojos. A cada paso el dolor de la cadera se aliviaba por momentos, pero volvía con más fuerza cuando menos lo esperaba. Empezó cuando caí sobre una piedra corriendo tras un chico que se me escapó al intentar cazarlo por la espalda. El tiempo me hizo perder agilidad, fuerza, visión y más habilidades. Solo salía acompañado de bastón desde entonces. ¿Y a que muchacho o muchacha va a acechar este vejete en estos tiempos?

Diría que esos baños de sangre de los que se encaprichaba no la rejuvenecían en su aspecto pero sí en su longevidad. Era una arpía asquerosa pero llevaba tiempo sin empeorar por el peso del tiempo. Andaba mejor que yo y eso que su espalda solía encorvarse al caminar. Seguía pidiéndome más sangre pero yo era la sombra de lo que fui. Entre que mi cadera me imposibilitaba correr y la juventud de las víctimas que me exigía, se me hacía cada vez más difícil aplacar sus ansías.

De camino a casa encontré un cervatillo muerto entre el bosque. No había lobos por allí ni ningún otro depredador que no fuese yo. No supe de que murió pero no presentaba herida alguna. Agarré una pata y volví a casa. Por ese día ya tenía sangre para mi señora. Yo también tenía cena. Quizás el hechizo de la vieja no tuviese tanto efecto como con la sangre de muchachos, pero pensé que no ocurriese mucha cosa si el tiempo le afectase por un día.

Relato: Joaquin, el mago antipático

Apareció tras ser presentado.  Le aplaudieron por ello. Apenas hizo un gesto con la cabeza para devolverles el saludo. Lucía melena rizada y castaña, vestía con pantalón y camisa negra mal ajustados y andaba algo encorvado. Tenía una parte del cuello mal doblada. En su mano derecha agarraba una baraja de naipes. El presentador se marchó entre sombras. Joaquín señaló a uno del público y le dijo:

                —¡Eh, tú!

Uno de las butacas se levantó y se señaló el pecho.

                —Sí —dijo el mago con irritación—. Dime una carta.

Pensó unos segundos y dijo: 

                —El tres de oro.

El melenudo se agarró la barbilla y, tres instantes después, señaló con determinación una mujer del público a la derecha del levantado.

                —En tu bolso encontraras la carta que pide el amigo.

La mujer se quedó parada. Por un momento pensó que, si era verdad, quién había metido mano en su bolso. Lo cogió y rebuscó entre sus cosas. El teatro entero estaba atento a la mujer.  Finalmente vio algo entre un lápiz de labios y las llaves de casa. Era una carta. La sacó, abrió mucho los ojos y la mostró en alto. Era el tres de oros. La gente aplaudió extrañada. La mujer del bolso estaba enfadada. Se preguntaba cuándo y cómo le habían metido la carta. Enseguida comenzó a buscar si todo estaba en su sitio y si faltaba algo. El mago sonrió con vanidad.

                —Gracias, me lo merezco —les soltó con sinceridad.