martes, 17 de mayo de 2011

Relato: Entrevista de trabajo

Luis se citó con el señor Rodríguez para que lo entrevistaran. Quería conseguir un puesto de trabajo en el prestigioso banco Moneybank. Debía encontrarse con él a las once en punto en las oficinas de la segunda planta del rascacielos de treinta pisos que el banco posee en una de las calles más concurridas de la ciudad.

Ese día, un lunes, se levantó temprano aunque no era necesario. Se aseó, se duchó, desayunó fuerte y se vistió. No era lo normal en él, pero se vistió de traje y zapatos nuevos. A las nueve ya estaba preparado. Faltaban dos horas y el edificio de Moneybank estaba solo a media hora de su casa. Paseó por casa de un lado a otro nervioso. Se había preparado para este momento. Después de tantos años de estudio iba a optar a un puesto en un gran banco.

Tras los estudios tuvo sus merecidas vacaciones. Visitó varias ciudades del norte de Europa junto a sus amigos y, aún estando de vacaciones, se fijaba en todos los bancos y cajas de otros países. Estudiaba su sistema económico y comparaba los precios entre distintas naciones. Al día siguiente de llegar de vacaciones, envió por carta varios curriculums a entidades financieras. Para su sorpresa, en menos de una semana le llamaron de dos empresas. Una de ellas era mucho más atractiva que la otra. Siempre deseó trabajar en Moneybank y se citó con José Rodríguez para una entrevista. Por teléfono, le pareció una persona seria con una forma de hablar calmada y elegante. También notó un extraño ceceo que le hizo suponer que podría ser andaluz. Le llamó mientras se duchaba y estuvo a punto de no cogerlo. Por suerte lo hizo y habló con él mientras aguantaba la toalla atada con prisas y poniendo perdido el suelo de agua. La otra oferta era para el banco Cajadinero, no tan prestigioso pero interesante, con el que se citó con Juan Pérez el miércoles. Ésta vez le llamaron mientras desayunaba y con la boca llena.

Nervioso perdido, decidió pasear por la calle hasta que llegase la hora. Pensó que aquella oportunidad no la podía dejar escapar. Debía conseguir aquel puesto como sea. Con su nerviosismo llegó andando deprisa al rascacielos a las diez menos cuarto. Prefirió no entrar y dio unas vueltas al edificio para contemplar aquella enorme estructura. Le dolía el cuello si intentaba ver el último piso desde la acera. Le encantaba su forma arquitectónica. Hasta el logotipo del banco era azul, su color favorito. Mientras paseaba, entrenaba en su cabeza como saludar al señor Rodríguez y se inventaba respuestas a posibles preguntas que hiciese.

Por fin llegó la hora y entró sacando pecho y con grandes zancadas. En el mostrador de recepción, una chica muy guapa le sonreía. Luis, sin darse cuenta, también lo hacia. Se acercó y le dijo:
—¡Hola! Tengo una entrevista con el señor Rodríguez. Soy Luis Torres.
—Sí, suba a la segunda planta a la derecha. Ahora lo avisaré de que usted va —contestó la recepcionista.
—¡Muchas gracias!
A Luis le gustó mucho conocer a su posible futura compañera de trabajo. Miraba a un lado y a otro para aprender por donde estaban las distintas estancias de las oficinas en cuanto consiguiese el trabajo. Fue después al ascensor. Lo llamó y vino enseguida. Nada más subir le asombró lo grande que era. Estaba lleno de detalles plateados y contaba con un enorme espejo. En su corto viaje, aprovechó para una última comprobación de aspecto ante el. Se abrieron las plateadas puertas. En la segunda planta Luis comenzó a sudar.

Dio unos treinta pasos y se paró ante la puerta del despacho del señor Rodríguez. Alzó el puño derecho para picar en la puerta cuando, de repente, la abrió el entrevistador. Entonces se lo encontró en aquella pose, que parecía que le amenazara con pegarle un puñetazo o realizando el saludo comunista. Enseguida bajó el brazo, cambió su cartera de mano y le ofreció la mano izquierda para presentarse.
—¡Buenos días! El señor Rodríguez, supongo —dijo Luis mientras estrechaba su mano.
El señor Rodríguez miró a las manos y puso mala cara. Luis se dio cuenta porqué. Su mano sudaba excesivamente y no era agradable.
—¡Buenoz díaz! Ziénteze, por favor.
Luis y José se sentaron en sus respectivas sillas. José cogió su currículum, se puso las gafas que llevaba en su bolsillo de la chaqueta de su serio traje y remiró los papeles. Luis esperaba mientras intentaba tranquilizarse y no sudar más. Al hablar con él por teléfono, lo imaginó como un hombre viejo canoso y con barba, en cambio era de unos cuarenta y tantos, calvo, delgado e imberbe.


Finalmente le miró y le preguntó lo típico que se suele preguntar: sus expectativas, sus aficiones y cosas por el estilo. Luis estaba preparado y las trajo contestadas de casa. Contestó con decisión y una cara muy seria. El problema era que, en cada pregunta que le hacía, notaba el ceceo. Era bastante gracioso para él y se reprimía de reírse del banquero. Se dio cuenta que no sería cuestión de acento andaluz, sino más bien algún defecto en el habla. Aguantaba la risa apretando los labios. El señor Rodríguez le miraba serio y atento a su respuesta.

Aguantó durante cinco o seis preguntas, hasta que le preguntó:
—¿Zabe uzted algo zobre zubzidios de zalarios?
Luis explotó. Sus labios no aguantaban la presión de aire generada por aquella frase. Se escapó el aire y la sonrisilla de la risa inesperada.
—¿Ze eztá uzted riendo de mi? —continuó el señor José.
El joven volvió a reír al escucharle de nuevo. Quería contenerse pero no podía evitarlo. Aquella situación le puso más nervioso y no podía parar.
—Perdone... Ja ja. Lo siento —se excusaba mientras reía.
Mientras más reía, más nervioso se ponía el banquero y se le entendía aún menos.
—¡Ezfto ezs una fafta de rezfpeto! — continuó el banquero.
Luis se tapó la boca para ocultar su tremenda carcajada, agarró su cartera y se fue corriendo del despacho. El ascensor le esperaba abierto.
Después de aquello jamás lo cogerian, pensó Luis. Seguía riéndose mientras bajaba por el ascensor. En la planta baja ya empezó a calmarse. Nunca le había dado un ataque de risa tan colosal como aquel. Acaba de estropear una gran oportunidad. Quizás fueron los nervios, pensó. Ojalá el señor Juan Pérez de Cajadinero no fuese tartamudo o algo parecido.

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