jueves, 25 de julio de 2013

Relato fantástico: En las entrañas

Un monje caminaba por un bosque del reino de Chu, pateando la hojarasca que el otoño trajo. Contemplaba los árboles altos y los pájaros cantores. Perdió el equilibrio de un pie al hundirse más allá del suelo. Estiró los brazos hacía delante y su otra pierna hacía atrás. Su cuerpo quedó colgando como un puente sobre una gran obertura que apareció en el suelo. En el fondo de aquel agujero esperaban, ansiosas de sangre, cañas de bambú clavadas en el suelo y cortadas con forma puntiaguda. Donde se apoyaba el hombre no era firme y luchaba por salir de allí mientras iba cayendo tierra al fondo del agujero. Una mano se agarró a unos hierbajos arraigados y la otra resbalaba por la tierra. Una cuchilla cayó de las alturas que se clavaron en la mano que agarraba y le obligó a abrirla. Hizo una mueca de dolor pero no lanzó ni un quejido. Él consiguió desclavarse del suelo, sujetarse a un saliente rocoso y, mediante una voltereta poco ortodoxa, llegó a tierra firme por un lateral de la trampa. Con una acrobacia se puso en pie; en posición de defensa. Buscaba en las alturas de donde cayó aquella hoja metálica. Solo escuchaba el viento silbando entre las ramas y el sol en el horizonte del oeste le cegaba.

Se sacó la cuchilla del dorso de la mano, se giró a su espalda y la lanzó contra un hombre que se abalanzaba contra él. Este la golpeó con su espada y se perdió entre la hojarasca. Mandó un par de estocadas y tajos contra el monje pero él los esquivó con gran agilidad. Finalmente el hombre rapado saltó hacia un tronco, se apoyó con un pie y alcanzó una rama en lo alto. Con ello perdió una sandalia y el viento hizo bailar su kesa marrón claro. Desde allí observó a su adversario. Vestía un traje de batalla con protecciones de cuero negro, una larga melena negra con coleta y un bigote largo que llegaba a la comisura de sus labios.
            —Ukin Dah Po, ¿verdad? ¿Qué puede querer un asesino tan famoso de un simple monje como yo?

El monje recordó lo que contaban de él. Ukin Dah Po era un célebre asesino de aquella zona. El rey ofreció una gran recompensa por su cabeza pero pocos se aventuraron a conseguirla. Se decía que solo podías verle si él te encontraba a ti, pero él solo buscaba a alguien con información sobre algo que perseguía. Si no quedaba complacido con lo que le contaban, los aniquilaba. Todos tenían miedo de cualquier extranjero que fuese preguntando. Se tenía una ligera idea de su descripción pero eran solo rumores.


Ukin le miró sin parpadear. Hizo un gesto con la mano. Aparecieron cuatro hombres de negro con sombrero picudo que habían permanecido ocultos en el bosque. Uno lanzó cuchillas que se clavaron en la rama, ya que el monje las esquivó con un salto. Otro saltó y le golpeó con la pierna en el aire en su costado. El saltarín cayó al suelo pero se incorporó rápido. Dos hombres lo atacaron allí, con puños y pies. El monje rapado se defendía con su arte marcial y gran soltura, y el asesino permanecía atento al combate. Un pie sin sandalia golpeó en el pecho a uno de los hombres de negro. Cayó al foso y el bambú lo silenció. El monje marrón consiguió una rama del suelo con la que pudo lidiar con el resto de sus asaltantes. Noqueó a otro con un fuerte ramazo. Luchó con los otros dos con gran maestría durante un rato largo, hasta que consiguió zafarse de ellos dejándolos inconscientes en el suelo. Ukin seguía en el mismo lugar. Por un momento le vino el recuerdo de su esposa en una escena cotidiana. Le servía un cucharón de sopa en un cuenco. Él esperaba ansioso comenzar a tomar la sopa y su delicioso aroma invadió su nariz.
         —Estaba seguro de que eras tú —le dijo señalando al monje con su espada.
La hoja de esta se enrojeció con llamas que ondulaban sobre ella.

El asesino se lanzó contra él a espadazos.  El monje seguía esquivándole sin problemas y contraatacando con la rama. El fuego de la espada hizo arder las hojas del suelo, algún tronco que fue golpeado y la rama del monje. Comenzaba a anochecer pero las llamas iluminaron tenuemente el duelo. Se esparció el humo gris y el olor a hojas quemadas. Ukin recibió un par de golpes de rama en cabeza y piernas. Tras decenas de tajos y estocadas, el asesino logró alcanzar su antebrazo derecho con la espada. El monje apenas gesticuló. La fea herida escupió sangre y fuego. Las llamas se expandían; rompían y quemaban trozos de piel. El rapado continuó atacando con la rama mientras el fuego alcanzaba su brazo. Cruzaron armas varias veces; midiendo sus fuerzas y descubriendo que eran parecidas.
            —¡Abandona tu cuerpo! ¡Muéstrate, maldito! —le gritó a un palmo de la cara al ardiente.
El monje bramó y una pequeña llamarada surgió de su boca. Ukin se apartó con un pequeño salto atrás. El hombre de fuego soltó el palo. Se quedó quieto, impasible mientras las llamas consumían rápidamente su cuerpo y sus ropas. Pedazos de piel derretida caían sobre las hojas quemadas.
            —¡Brujo bastardo! ¿Cuándo me dejaras en paz? —dijo con voz grave la negra criatura carbonizada que apareció tras extinguirse el fuego.
            —¡Hasta que me lo des! Cada vez eres más difícil de encontrar, pero siempre lo consigo.

Se irguió y alcanzó el triple de altura y anchura de lo que era el monje. Alzó el brazo y dejó caer su enorme puño. El brujo lo esquivó y un par de ataques más del enfurecido monstruo.
            —¿Cuantas veces más te tendré que matar, Ukin?
            —¡Ninguna más!
Le clavó la espada llameante en una pierna y salpicó sangre negra al suelo. Entonces el grandote sí bramó con fiereza. Después la extrajo con facilidad y la lanzó lejos de Ukin. Aporreó nervioso el suelo con sus manazas pero Ukin lograba escaparse de ellas. Hubo un momento que lo engañó y el asesino fue catapultado de un manotazo contra un tronco algo quemado. El bosque se incendiaba más a cada momento mientras el duelo continuaba.

El monstruo paró. Tanto él como Ukin recuperaban el aire.
            —Aunque quisiera no te lo podría devolver. Todo lo que como se queda dentro y me hace más grande. Aún tengo dentro todos tus cuerpos. ¿Cuantos van ya? ¿Diez?
            —Doce. ¡Y no serán trece!
           —No conozco nadie tan terco como tú. Fuiste una vez un samurai, un arquero, un obispo, incluso fuiste general, con un ejercito y todo, pero te engañé —se rió travieso.
            —Esta vez será mío, demonio.
Corrió hacía la espada. La recogió y se metió entre las llamas del bosque. El demonio lo persiguió. Se adentraron en donde el incendio era más intenso. Al grandote no le molestaban las llamas; corrían como ardillas por su piel negra. El humo negro le molestaba más y le impedía ver qué pasaba por el suelo. Con sus manazas apartaba los árboles con llamas y rescoldos de brasas. No podía encontrarle. De repente una cuchilla se clavó en su espalda. El demonio sintió una leve molestia y estiró el brazo para sacarse lo que para él era una astillita. Mientras lo hacía una caña de bambú afilada se clavó en su pierna. Eso lo molestó más. Entonces una lluvia de cuchillas y cañas le atacó por todas partes. Él agitaba sus manos a su alrededor esperando aplastar aquel molesto mosquito de tierra. Iba arrancándose todo aquello que le pinchaba. Se agachó mucho para poder ver por debajo del humo. Cuando tenía la nariz casi a ras de tierra, Ukin había trepado a un árbol muy alto. En la copa vio dónde debía aterrizar. Saltó desde allí blandiendo su espada y la hundió en la nuca del demonio. Escuchó un gran gruñido. La sacó y la clavó de nuevo. Nació un manantial de sangre negra.  Y volvió a sacarla y la hendió en la cabeza. Y lo repitió varias veces más. La criatura se fue debilitando y, entre quejidos, cayó desplomada al suelo.  No se movía y Ukin paseó su mano por la frente, quitándose el mar de sudor.


Bajó al suelo. Empujó por el lateral al demonio hasta que quedó el vientre a la vista. Clavó la espada en su pecho. Fue cortando, como con una sierra, y creó una ventana hasta la parte baja de la barriga deforme. Saltó al suelo un festival de sangre y tripas. También se encontró con algunos esqueletos que le resultaban familiares. Los fue sacando y amontonando en un lugar apartado. Buscaba en el cuello de cada uno de ellos. Acabó de rodillas, frente a las tripas demoníacas, explorando con sus manos. Al alba lo encontró. Era una piedra tallada blanca, con un grabado de la cara de una mujer. Formaba parte de un collar pero el resto se debió deshacer en sus entrañas. La talló su esposa, y al verla y tocarla, logró recordarla. La quería depositar en su tumba, dónde descansaba ella, hacía ya más de quinientos años.

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