Un monje caminaba
por un bosque del reino de Chu, pateando la hojarasca que el otoño trajo. Contemplaba
los árboles altos y los pájaros cantores. Perdió el equilibrio de un pie al
hundirse más allá del suelo. Estiró los brazos hacía delante y su otra pierna
hacía atrás. Su cuerpo quedó colgando como un puente sobre una gran obertura
que apareció en el suelo. En el fondo de aquel agujero esperaban, ansiosas de
sangre, cañas de bambú clavadas en el suelo y cortadas con forma puntiaguda. Donde
se apoyaba el hombre no era firme y luchaba por salir de allí mientras iba
cayendo tierra al fondo del agujero. Una mano se agarró a unos hierbajos
arraigados y la otra resbalaba por la tierra. Una cuchilla cayó de las alturas que
se clavaron en la mano que agarraba y le obligó a abrirla. Hizo una mueca de
dolor pero no lanzó ni un quejido. Él consiguió desclavarse del suelo,
sujetarse a un saliente rocoso y, mediante una voltereta poco ortodoxa, llegó a
tierra firme por un lateral de la trampa. Con una acrobacia se puso en pie; en
posición de defensa. Buscaba en las alturas de donde cayó aquella hoja
metálica. Solo escuchaba el viento silbando entre las ramas y el sol en el horizonte
del oeste le cegaba.
Se sacó la
cuchilla del dorso de la mano, se giró a su espalda y la lanzó contra un hombre
que se abalanzaba contra él. Este la golpeó con su espada y se perdió entre la
hojarasca. Mandó un par de estocadas y tajos contra el monje pero él los
esquivó con gran agilidad. Finalmente el hombre rapado saltó hacia un tronco,
se apoyó con un pie y alcanzó una rama en lo alto. Con ello perdió una sandalia
y el viento hizo bailar su kesa marrón claro. Desde allí observó a su
adversario. Vestía un traje de batalla con protecciones de cuero negro, una
larga melena negra con coleta y un bigote largo que llegaba a la comisura de
sus labios.
—Ukin Dah Po, ¿verdad? ¿Qué puede
querer un asesino tan famoso de un simple monje como yo?
El monje recordó
lo que contaban de él. Ukin Dah Po era un célebre asesino de aquella zona. El
rey ofreció una gran recompensa por su cabeza pero pocos se aventuraron a
conseguirla. Se decía que solo podías verle si él te encontraba a ti, pero él
solo buscaba a alguien con información sobre algo que perseguía. Si no quedaba
complacido con lo que le contaban, los aniquilaba. Todos tenían miedo de
cualquier extranjero que fuese preguntando. Se tenía una ligera idea de su
descripción pero eran solo rumores.
Ukin le miró sin
parpadear. Hizo un gesto con la mano. Aparecieron cuatro hombres de negro con
sombrero picudo que habían permanecido ocultos en el bosque. Uno lanzó
cuchillas que se clavaron en la rama, ya que el monje las esquivó con un salto.
Otro saltó y le golpeó con la pierna en el aire en su costado. El saltarín cayó
al suelo pero se incorporó rápido. Dos hombres lo atacaron allí, con puños y
pies. El monje rapado se defendía con su arte marcial y gran soltura, y el
asesino permanecía atento al combate. Un pie sin sandalia golpeó en el pecho a
uno de los hombres de negro. Cayó al foso y el bambú lo silenció. El monje
marrón consiguió una rama del suelo con la que pudo lidiar con el resto de sus
asaltantes. Noqueó a otro con un fuerte ramazo. Luchó con los otros dos con
gran maestría durante un rato largo, hasta que consiguió zafarse de ellos
dejándolos inconscientes en el suelo. Ukin seguía en el mismo lugar. Por un
momento le vino el recuerdo de su esposa en una escena cotidiana. Le servía un
cucharón de sopa en un cuenco. Él esperaba ansioso comenzar a tomar la sopa y su
delicioso aroma invadió su nariz.
—Estaba seguro de que eras tú —le
dijo señalando al monje con su espada.
La hoja de esta
se enrojeció con llamas que ondulaban sobre ella.
El asesino se
lanzó contra él a espadazos. El monje
seguía esquivándole sin problemas y contraatacando con la rama. El fuego de la
espada hizo arder las hojas del suelo, algún tronco que fue golpeado y la rama
del monje. Comenzaba a anochecer pero las llamas iluminaron tenuemente el duelo.
Se esparció el humo gris y el olor a hojas quemadas. Ukin recibió un par de
golpes de rama en cabeza y piernas. Tras decenas de tajos y estocadas, el
asesino logró alcanzar su antebrazo derecho con la espada. El monje apenas
gesticuló. La fea herida escupió sangre y fuego. Las llamas se expandían;
rompían y quemaban trozos de piel. El rapado continuó atacando con la rama
mientras el fuego alcanzaba su brazo. Cruzaron armas varias veces; midiendo sus
fuerzas y descubriendo que eran parecidas.
—¡Abandona tu cuerpo! ¡Muéstrate,
maldito! —le gritó a un palmo de la cara al ardiente.
El monje bramó y
una pequeña llamarada surgió de su boca. Ukin se apartó con un pequeño salto
atrás. El hombre de fuego soltó el palo. Se quedó quieto, impasible mientras
las llamas consumían rápidamente su cuerpo y sus ropas. Pedazos de piel
derretida caían sobre las hojas quemadas.
—¡Brujo bastardo! ¿Cuándo me dejaras
en paz? —dijo con voz grave la negra criatura carbonizada que apareció tras
extinguirse el fuego.
—¡Hasta que me lo des! Cada vez eres
más difícil de encontrar, pero siempre lo consigo.
Se irguió y alcanzó
el triple de altura y anchura de lo que era el monje. Alzó el brazo y dejó caer
su enorme puño. El brujo lo esquivó y un par de ataques más del enfurecido monstruo.
—¿Cuantas veces más te tendré que
matar, Ukin?
—¡Ninguna más!
Le clavó la
espada llameante en una pierna y salpicó sangre negra al suelo. Entonces el
grandote sí bramó con fiereza. Después la extrajo con facilidad y la lanzó
lejos de Ukin. Aporreó nervioso el suelo con sus manazas pero Ukin lograba
escaparse de ellas. Hubo un momento que lo engañó y el asesino fue catapultado
de un manotazo contra un tronco algo quemado. El bosque se incendiaba más a
cada momento mientras el duelo continuaba.
El monstruo
paró. Tanto él como Ukin recuperaban el aire.
—Aunque quisiera no te lo podría
devolver. Todo lo que como se queda dentro y me hace más grande. Aún tengo
dentro todos tus cuerpos. ¿Cuantos van ya? ¿Diez?
—Doce. ¡Y no serán trece!
—No conozco nadie tan terco como tú.
Fuiste una vez un samurai, un arquero, un obispo, incluso fuiste general, con
un ejercito y todo, pero te engañé —se rió travieso.
—Esta vez será mío, demonio.
Corrió hacía la
espada. La recogió y se metió entre las llamas del bosque. El demonio lo
persiguió. Se adentraron en donde el incendio era más intenso. Al grandote no
le molestaban las llamas; corrían como ardillas por su piel negra. El humo
negro le molestaba más y le impedía ver qué pasaba por el suelo. Con sus
manazas apartaba los árboles con llamas y rescoldos de brasas. No podía
encontrarle. De repente una cuchilla se clavó en su espalda. El demonio sintió
una leve molestia y estiró el brazo para sacarse lo que para él era una
astillita. Mientras lo hacía una caña de bambú afilada se clavó en su pierna.
Eso lo molestó más. Entonces una lluvia de cuchillas y cañas le atacó por todas
partes. Él agitaba sus manos a su alrededor esperando aplastar aquel molesto
mosquito de tierra. Iba arrancándose todo aquello que le pinchaba. Se agachó
mucho para poder ver por debajo del humo. Cuando tenía la nariz casi a ras de
tierra, Ukin había trepado a un árbol muy alto. En la copa vio dónde debía aterrizar.
Saltó desde allí blandiendo su espada y la hundió en la nuca del demonio. Escuchó
un gran gruñido. La sacó y la clavó de nuevo. Nació un manantial de sangre
negra. Y volvió a sacarla y la hendió en
la cabeza. Y lo repitió varias veces más. La criatura se fue debilitando y,
entre quejidos, cayó desplomada al suelo. No se movía y Ukin paseó su mano por la
frente, quitándose el mar de sudor.
Bajó al suelo.
Empujó por el lateral al demonio hasta que quedó el vientre a la vista. Clavó
la espada en su pecho. Fue cortando, como con una sierra, y creó una ventana
hasta la parte baja de la barriga deforme. Saltó al suelo un festival de sangre
y tripas. También se encontró con algunos esqueletos que le resultaban
familiares. Los fue sacando y amontonando en un lugar apartado. Buscaba en el
cuello de cada uno de ellos. Acabó de rodillas, frente a las tripas demoníacas,
explorando con sus manos. Al alba lo encontró. Era una piedra tallada blanca,
con un grabado de la cara de una mujer. Formaba parte de un collar pero el
resto se debió deshacer en sus entrañas. La talló su esposa, y al verla y
tocarla, logró recordarla. La quería depositar en su tumba, dónde descansaba
ella, hacía ya más de quinientos años.
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