Me asomé al
abismo. El amuleto caía, rebotaba por las paredes terrosas y se perdía en la
oscuridad de las profundidades. Sabía que por el fondo había un riachuelo y que
se lo llevaría muy lejos. Difícilmente podría recuperarlo. Si tenía pocas
posibilidades de salir vivo de aquí, ahora eran casi nulas. Me encontraba allí,
en las alturas, con vértigo y un nudo en la garganta. Enfrente un precipicio y
a mi espalda un lobo.
Cuando cumplí la
mayoría de edad, mi padre me regaló un amuleto. Estaba tallado en madera. Tenía
formas circulares que formaban lunas, colmillos o cuchillos en una base
triangular. La pintura estaba desgastada y con desconchones. En algunas partes
no lograba adivinar el color con el que se pintó. Colgaba de un cordel que me
ató al cuello. Me dijo que me protegería del mal y propiciaría mi bien. Yo no
creía en esas cosas pero empecé a sentirme extraño. Fui de caza con un amigo y
conseguí más presas de lo normal. Mi puntería con el arco parecía haber
mejorado. Practicando con la espada me sentía más fuerte, más ágil; incluso
gané a adversarios a los que no vencía nunca. Una chica del pueblo que me
gustaba apenas sabía que yo existía y, pocos días atrás, la descubrí mirándome
a escondidas un par de veces. Mi padre tenía razón sobre aquel amuleto. No me
lo quitaba ni para dormir. Así me lo pidió él y así lo deseaba yo.
Pocos días
después él desapareció. Temía que se hubiera perdido. Solo le tenía a él. La
edad le empezaba a afectar la memoria. Lo busqué por el río, el bosque y otros
lugares donde se me ocurrió que podría estar. En el pueblo también echaban en
falta a dos niños y a una chica. Estaban asustados. Al anochecer escuché gritos
en la calle. Un hombre pedía auxilio. Llevaba un brazo sangrando. Su cara era
pálida, como si hubiera visto un demonio. Salí de casa y me acerqué al montón
de gente que se aglomeró a su alrededor. Gritaba que le había atacado una gran
bestia peluda, que iba andando a dos patas. Nos contó que escapó de milagro.
Aconsejaba que no pisáramos jamás el bosque. Los hombres del pueblo se
apresuraron en culpar a la bestia peluda de las ultimas desapariciones. Una
mujer acompañó al herido a su casa para curarle. Se formó espontáneamente un
grupo de hombres que querían dar caza a la bestia. Corrí a casa, agarré la
espada de mi padre y me junté con ellos. Mi amuleto me daba valor. Me miraron
con extrañeza pero sabían que mi padre andaba ahí fuera. Sus silencios me
otorgaban permiso para ir con ellos. Mi determinación les debió convencer.
El herido nos
dio señas. Se topó con ella en el bosque, cerca del barranco. Éramos un grupo
de ocho, más o menos armados. Nos iluminaban dos antorchas aunque la luz de la
luna llena ayudaba. Llegamos al barranco que nos mencionaron pero no
encontramos ningún rastro. Nos separamos. Cuatro fueron al este, por un camino
que hacía bajada. Los demás bordeamos el barranco cuesta arriba. El camino se
volvió abrupto. Cuidaba donde pisar para no caer rodando.
Me entró hambre.
Me había saltado la cena para explorar un bosque aparentemente vacío. Entonces
escuchamos un aullido. Voló por encima de nosotros. Aligeramos el paso hasta
llegar a la parte más alta del barranco: una estrecha cornisa con una vista
esplendida del valle. Vigilábamos los alrededores. Unos hablaban que la bestia
peluda no sería más que un lobo perdido; que pronto le daríamos caza. Se
escuchó un grito, unos golpes, otro grito parecido y silencio. Nos dimos cuenta
de que nos faltaba uno.
Fuimos al
encuentro. Una enorme sombra apareció ante nosotros. El más grande de los
hombres atacó temerariamente. No atinó al enemigo. De la oscuridad surgió una
garra que golpeó y rasgó el costado del hombre. Cayó de lado. Perdió su espada.
El otro hombre intentó protegerme. Elevaba el hacha en guardia. Me pidió que me
quedase tras él. Entonces la bestia salió a la luz. Gruñía y salivaba. Era un
enorme lobo, más alto que cualquier hombre, erguido sobre sus dos patas
traseras, de pelo gris y algo encorvado. La luna lo iluminaba por la espalda y
apenas veíamos su cara. El hombre me hacía retroceder pero le avisé que se nos
acababa la cornisa. A dos pasos teníamos el precipicio. Empecé a entender lo
astuta que era esa bestia. Mientras el lobo tomó atención de nosotros, el del
suelo aprovechó para salir huyendo. Mi protector hizo un amago de ataque con su
hacha de cortar leña. Aun así el lobo se acercaba. El leñador atacó pero un
zarpazo rápido lo mandó al abismo. Al poco oí como se golpeaba mientras caía.
Me quedé solo frente a él. Acaricié mi amuleto. Lo saqué de debajo de las ropas
y quedó colgando sobre mi pecho. Deseaba que funcionase mejor que nunca. Alcé
la espada. Le ataqué. Le di en un brazo y retrocedió un poco. Lanzó un leve
quejido. Ataqué de nuevo, pero me esquivó girando el cuerpo. Su garra me
alcanzó. No fue grave; solo me desgarró la camisa. Se rompió el cordel del
amuleto. El triangulo de madera voló, chocó con una piedra, rodó por el suelo y
rebasó el borde de la cornisa.
Me volví hacía
el lobo. La bestia estaba hambrienta. Pretendía morderme pero logré esquivarlo.
Le empujé. Escapé de la cornisa por un lateral. Entonces me iluminó la luz de
la luna llena. Me entró mucha hambre. Mi miedo se volvió ira. Me sentía muy
extraño. Me tuve que arrodillar. Me brotó pelo por donde no solía haber. Mi
cuerpo se ensanchaba. Dolía muchísimo. Miré a la luna. La aullé. Perdí el
sentido.
Cuando lo
recobré estaba bocabajo, desnudo, en medio del bosque, con la boca manchada de
tierra y sangre. Debía ser media mañana. Me dolía la cabeza; como la mañana que
desperté tras probar el vino. A mi alrededor había más sangre y una carnicería
de partes de conejos y otros animales que no lograba reconocer. Me incorporé.
Busqué mi ropa pero no estaba por ahí. Un olor a conejo asado me llamó la
atención. Lo perseguí hasta encontrar una fogata. Un hombre cocinaba conejos
espetados. Para mi sorpresa era mi padre, y estaba también desnudo.
–¿Padre? –pregunté. Ya difícilmente
entendía algo.
–¡Hola, hijo! Ven, que te estoy
preparando el almuerzo.
Me senté a su lado
en una roca que preparó como asiento. Me miró.
–Entonces has perdido el amuleto
¿no? –me preguntó sonriente.
–Así es. Luché con un lobo, se me
cayó por el precipicio y luego creo que me convertí en un lobo. ¿Era un sueño?
–Ojala. No quería que te enteraras
nunca. Quedamos muy pocos. Por la mañana hombres y por la noche lobos. El
amuleto me lo regaló una bruja. Ayudaba a poder vivir entre los hombres. Lo
malo es que solo tenía uno. Ya llegó tu tiempo de transformarte, así que te lo
regalé y te abandoné. Espero que no te enfadaras conmigo.
Me quedé un rato
pensando, asimilando toda la historia como podía.
–¿Y ahora qué? Ya no podremos vivir
en el pueblo.
–No te preocupes. Nos iremos de
aquí. Viviremos en los bosques, muy, muy lejos, donde no nos molesten, donde
seamos felices. No te preocupes.
Mi padre me dio el conejo ya cocinado y acabó de asar el otro.
Almorzamos juntos mientras echábamos de menos la luna redonda.
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