Con este frío invierno, había pocos sitios donde resguardarse. Una loba iba buscando un lugar seguro para sus seis lobeznos. La guarida que tenían ya no era segura. Vieron a los humanos, con sus palos brillantes y ruidosos, matar al padre de los lobeznos y el resto de la manada debió correr la misma suerte porque hacia días que no los veía. Escaparon tras esperar escondidos que se alejaran y fueron en dirección contraria a la de ellos. Atravesaron la zona más espesa del bosque nevado. La loba madre quería atravesar el valle para llegar al otro lado de la montaña, donde pequeños conejos se acercan a beber en riachuelos semihelados. Alguna cueva estaría libre tras la matanza de los nuestros, o al menos, esa era la esperanza de mama loba. Los pequeños seguían a su madre fielmente y, si alguno se desviaba, la madre enseguida lo agarraba del pescuezo y lo juntaba con los demás. Le estresaba tener que estar atenta a la ruta, a los humanos y a sus pequeños, además de resistir el frío, pero era lo que las circunstancias le obligaban.
Todo esto comenzó tras escasear la comida en su zona. Ni conejos, ni ardillas, ni peces eran suficientes para la manada. Tuvieron que atacar a las cabras que cuidaban los humanos, cosa que los enfadaba y tomaban represalias contra ellos. Como habían nacido los pequeños, la poca comida que almacenaban no era suficiente. Toda la manada atacó por la noche a sus ganados y trajeron a la guarida suficiente comida para que todos pasaran el invierno. Mama loba se quedó durante días en la guarida y después de llenar la despensa, creyó que la manada se quedaría a resguardo. El padre y líder de la manada no lo creyó oportuno. Mandó a los demás conseguir mas comida por sí el invierno durase mas de lo normal, cosa que ocurrió el invierno pasado y algunos lobos murieron de hambre.
Los días pasaron lentos, como si el frío los ralentizara, y ningún lobo volvía. Pero todo cambió tras escuchar un lejano estruendo. Mama loba sacó el hocico y los ojos de la guarida. Vio a lo lejos al lobo jefe corriendo como el rayo esquivando árboles y una manada de humanos a caballo le perseguía. El lobo iba a refugiarse en la guarida, cuando un humano hizo frenar a su caballo. Rápidamente, acercó su palo brillante a sus ojos, permaneció un momento inmóvil y un estruendo hizo sangrar el costado del lobo. Este cayó lateralmente en la nieve deslizándose con un quejido de dolor. El humano se bajó del caballo. El lobo miró a la loba y aulló. La loba entendió que le pedía que huyera. El humano se acercó a dos patas al lobo con el palo cerca de su hocico. Otro estruendo calló para siempre al lobo. La loba cogió a sus pequeños dentro de la guarida y salió con ellos por otra salida que no conocían los hombres. Mientras huían, un humano se adentró en la guarida a cuatro patas. Una de las patas la hacía servir para aguantar un palo que emanaba luz del día. La loba se puso delante de sus hijos y le mordió esa pata que le apuntaba con luz. El humano le pegó con la otra pata delantera en el hocico y cayó a un lado tras abrir su boca la loba. Esta aprovechó para salir lo más rápido posible por la otra salida de la guarida. Los pequeños, asustados, siguieron tras ella corriendo. Se escondieron de los humanos tras un árbol de ancho tronco hasta que se fueron.
La pequeña manada seguía a su madre, pero la nieve era cada vez mas profunda. Habían llegado a un claro del bosque con una hendidura donde los pequeños no podían seguir debido a que quedaban completamente cubiertos por la altura de la nieve. La loba tuvo que pasar de uno en uno, cogiendoles del pescuezo, a una zona donde hacían pie. También estaba preocupada por el rastro que iban dejando y, en lo fácil que seria para los “dos patas” seguirlos. Olisqueaba en el viento buscando olor a humano. Los pequeños estaban empapados de nieve y tiritaban, pero seguían sin descanso a su madre.
Comenzó a nevar y soplaba una fuerte ventisca que les helaba la piel con menos pelaje. Por suerte, la nevada ayudaría a borrar sus huellas. Un aullido se oyó a lo lejos y la loba lo escuchó. Apresuró la marcha y fue hacia donde escuchó el ruido. Olisqueó y no encontró nada. De nuevo, otro aullido le guió y siguió hasta donde le llamaban. Los lobeznos, ya cansados, le seguían el ritmo pero de lejos. Ella encontró un lobo que no conocía estirado en el suelo. Su pata se quedó encallada en una boca dentada de piedra gris brillante. Era una trampa que solían poner los humanos. Su pata sangraba mucho y él no paraba de quejarse de dolor. La loba buscó una piedra puntiaguda y la agarró con su boca. La introdujo entre los dientes brillantes e hizo fuerza con el cuello para girarla y, así, ensanchar la obertura. El lobo consiguió sacar la pata, aunque, al sacarla, se hizo un corte profundo. Un gran quejido soltó, pero le dio unos lengüetazos a su pata y pareció reconfortarle. El lobo se quedó mirando a la loba y a sus lobeznos y comprendió su situación. Les hizo señas para que le siguieran. Él fue delante, cojeando y sangrando, y la loba y sus pequeños le siguieron.
Aún nevaba, pero había aflojado. Todo el día había estado nublado pero comenzó a clarear al empezar la tarde. Se encontraban en la otra zona del valle, donde mama loba quería llegar. Subieron y subieron una cuesta sin fin. El aire trajo el olor de humano y la loba miró atrás. No vio nada. Con el hocico golpeó el trasero del lobo cojo para que avanzara más rápido. Atravesaron una pared muy empinada y helada que dificultaría llegar arriba a los humanos. Tras un largo rato y unos matorrales nevados, había una guarida muy bien escondida. Un pequeño embalse semihelado rodeaba parte de la entrada. Allí se resguardaron todos y el lobo les invitó a quedarse. Había dos lobos más y otra loba con tres lobeznos. Los lobos residentes les ofrecieron comida a los recién llegados. Tenían comida suficiente para pasar el invierno. Habían cazado ganado de los humanos también. Decidieron no salir y pasar el invierno en la guarida tras los matorrales. Entre todos jugaron y cuidaron a todos los pequeños. Cuando hiciese menos frío, volverían a pasear y cazar por fuera.
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