Una plaga de ratas enormes asolaba la ciudad. Nadie sabía de dónde surgieron pero atacaban los contenedores, se colaban dentro de bolsas de basura y llenaban de porquería las calles. Paseaba de camino a casa de madrugada cansado de trabajar. Pateaba algún papel o un envoltorio mientras atravesaba una solitaria calle. Las luces se apagaron. En casas y farolas no se veía ni una lucecita. No ayudaba la luna en cuarto menguante y escondida tras nubes. Algo se movió tras de mí. Supuse que era una de esas alimañas. Tenía miedo de andar hacía adelante. Con mi móvil pude alumbrar pobre y brevemente lo que había enfrente de mí. Fui andando con cautela. En cinco minutos o más alcanzaría mi portal. Pensé que no era normal el apagón; que quizá alguna maldita rata mordió algún cable y se me quedó en la cabeza una imagen de uno de esos bichos quemado y humeante.
Un coche apareció y con sus faros me cegó. Pude ver, cuando me acostumbré al golpe lumínico, que en la acera de enfrente paseaban alegremente unas seis o siete ratas. Las luces pasaron por mi lado como una estrella fugaz, marchándose hasta el final de la calle. Con mi móvil intenté alumbrar la otra orilla de la calle pero ya no vi nada. Iluminé tras de mí y me encontré con una. Me dio un escalofrío. No parecía asustada. Sus ojitos brillaban como perlas negras. Otra más pequeña apareció por su lado; olisqueando el suelo. Entonces empecé a alumbrar mi alrededor y descubrí que me estaban rodeando. Continué mi camino. Esta vez andaba más deprisa. Las farolas empezaron a parpadear. Quizás estuvieran restableciendo la electricidad. Escuchaba extraños soniditos de esas peludas por todas partes. Aprovechando un leve espacio de tiempo en que había luz, eché una mirada a mi espalda. Más de tres docenas de bichejos estaban en mi misma acera. Algunas me prestaban atención y otras solo olisqueaban. La luz se perdió de nuevo. Un bordillo que no había visto me hizo la zancadilla pero logré recuperar el equilibrio. Entonces anduve calle abajo. Me angustiaba saber que tenía tanto bicho atrás de mí. Mis manos iban por delante por si me caía o había algo delante. Me divertía pensar que andaba como un zombi. Con el pie encontré donde terminaba la calle y era la señal para girar a mi derecha. Continué por aquella calle pero me atropelló un coche aparcado. Me reí de lo estúpido que debía parecer. Un agudo chillido me espantó. Nunca oí gritar a una rata y ni siquiera sabía si era posible que proviniese de alguna de ellas. Fui rodeando el coche mientras lo palpaba. Caminé por la calzada, por donde me encontraría menos obstáculos. Si viniese algún coche, vería enseguida las luces. Algo pasó por mi derecha y luego algo que chilló; lo había pisado sin querer con mi pie izquierdo. Preferí no iluminar con el móvil; solo continué. Las farolas parpadearon de nuevo pero no quise mirar bajo mis pies. Vi por unos segundos que aquella calle no era la que debía haber girado. Era el callejón que había justo antes de llegar a mi calle. Un anuncio de un refresco me cerraba el paso.
Me di la vuelta para dar marcha atrás. Otro bordillo me trastabilló, di dos pasos rápidos pero acabé cayendo de lado. Me golpeé la cabeza contra el tapacubos de un neumático. Me quedé brevemente atontado. Algo se me subió a la pierna. Otra cosa se metió por la manga de mi sudadera. Me mordió a la altura del codo. Agité el brazo salvajemente mientras gritaba. La rata debió salir volando contra alguna pared o eso deseaba. Otra peluda me mordió bajo la lengüeta de la zapatilla. Otra me saltó al cuello pero no me hizo nada. Otra se me subió encima de mi paquete. Me puse en pie muy rápido. Un tumulto de ratas gemía. Corrí adonde creí que no había nada con lo que chocarme. Mientras galopaba agarré e iluminé con el móvil para poder orientarme de nuevo. Choqué contra alguien. Mientras caía de culo vi una silueta de un hombre robusto. La luna se dejó ver unos instantes. Los ojitos de las ratas brillaban mientras observaban con devoción a aquella sombra. Un quejido lejano de hombre me asustó. Diría que solté un taco.
—Esta vez no nos desterrareis tan fácilmente —dijo la voz de un joven que provenía de la oscura figura—. Os llevaré adonde he estado llorando todo este tiempo.
No podía parpadear. Me moví hacia atrás arrastrando mi trasero por el áspero asfalto. Lo sentí aun llevando tejanos. El oscuro hizo un gesto con su brazo derecho, como un guardia urbano dando paso. Entonces las ratas se abalanzaron sobre mí. Eran muchas. Me mordían, me rodeaban, me inundaban. Algunas eran muy grandes; notaba su peso cuando se movían sobre mi cuerpo. Rodé por el suelo, como el que está en llamas. Aun así volvían. Una me mordió en el labio, otra en la oreja, otra en la papada y una pretendía arrancarme el pulgar de la mano izquierda. Los tejanos me libraban de mordiscos en las piernas pero una peluda pequeña se coló por dentro. Me agité salvajemente pero regresaban sin remedio. Solo conseguía cansarme. Escuché más gritos lejanos de personas.
Me quedé bocabajo tapándome la cabeza con los brazos. Intenté recordar alguna oración aunque no había sido yo de ir mucho a la iglesia. La herida del labio era profunda. Me escocía y dolía bastante. Una luz parpadeó. Las ratas pararon momentáneamente. Las farolas se encendieron y permanecieron así. Los animalitos se marcharon apresuradamente, como si hubiesen recordado que debían hacer un recado. Me incorporé y miré a mi alrededor. No había ni una rata ni la sombra. Vi un rabo que se escondía debajo de un coche. La luz se apagó un instante y se volvió a encender. Me levanté adolorido, corrí tanto como podía, ni siquiera sabía que pudiera correr tanto, y llegué a mi calle.
Mientras corría me di cuenta que no escuchaba nada. Solo notaba el rápido latir de mi corazón y el hervor de las decenas de heridas. Un silencio reinaba en la calle como nunca había oído. Entonces un estruendo me hizo rotar el cuello. Un contenedor cayó de lado. Entre la penumbra salió un ejemplar enorme de rata dando una voltereta. Era tan grande como un pastor alemán, aunque más gorda y repugnante. Era gris oscura con algo de marrón. Se dio cuenta de mi presencia y se le erizó el lomo. Me fui a la acera contraria de donde ella estaba. La bestia clavó la mirada en mí y enseñaba la dentadura. Veía a lo lejos mi portal. La luz se fue. Oía como la panza de la gorda chocaba contra el suelo mientras me perseguía. No supe si fue mi imaginación o no pero diría que iban detrás algunas pequeñas peludas también. Alcancé la puerta. Busqué las llaves en el bolsillo. Las manos me temblaban. El llavero golpeaba la puerta mientras encauzaba la llave en el ojo de la cerradura. Estaban muy cerca. Di unas patadas al aire. Intercepté algo que se quejó. Sonreí por un instante. Abrí la puerta, solo lo justo, para que entrase de lado por el resquicio. Cerré y noté un gran alivio. Algo chocó por fuera y oí el ruido de unas uñitas rascando la madera. Las ratas gemían insatisfechas.
Me aseguré que no hubiese ninguna puerta ni ventana abiertas. Le di a un par de interruptores pero nada se encendía. Subí a mi cuarto, abrí el armario y saqué la ropa que mi brazo pudo abarcar. La eché sobre la cama. Entré en el armario, cerré la puerta y me senté en el suelo. Intenté recordar aquella oración. La recité mental y torpemente. La repetí unas cinco veces. Se me puso un nudo en la garganta y gimoteaba. Algo me incomodaba. Algo estaba fuera de lugar. Entonces alguien dijo:
—¿Es aquí donde vienes a llorar?
omegalul
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