¿Qué hace ahí fuera Lucas arañando la ventana? Quizá no
entienda que el cristal es transparente como el aire. A veces cuesta hacer
amigos; por eso su padre le regaló lo que le pidió. Quiso ser el mejor ante unos
chavales; ganarse su admiración. Se elevó bien alto en aquel semicírculo para
acrobacias. Venció a la gravedad por unos instantes. Hay quien dice que para
ganar hay que arriesgar. Pero a veces se gana y a veces se pierde.
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De la rutina insípida de su oficina creció la última
angustia. Solo el tiempo la mataría. Un ojo en la pantalla y otro en papeles y
reloj. La pierna izquierda rebotaba sin parar. Una mano en el teclado y la otra
entre las teclas, ratón y formularios. El remo grande nos llevaría a puerto en
dos vueltas. El centurión se preparaba para marcharse. Solo una vuelta más. Los
dos ojos en el reloj. Con tranquilidad él se fue. Una remada más y, por fin, se
acabó el viaje. Entonces debía afrontar que me quedaría en tierra por mucho
tiempo.
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Por fin quietas. Pensé en
atarlas, graparlas, dormirlas, incluso emborracharlas mientras sonreía. No me
hacían ni caso. Cuando logramos que una estuviese quieta, la otra saltaba de
las rodillas de su madre para toquetear mis instrumentos. Uno de mis valiosos
focos acabó por los suelos. Sus padres no hacían nada y yo ansiaba darle una
buena reprimenda. Les pedí de buenas que amarrasen a sus bestias que exploraban
mi estudio. Así que abrí el cajón de mi escritorio. Chantajeé a las idénticas
con un par de piruletas si conseguíamos acabar con aquella foto familiar. Solo
faltaba pulsar el botón.
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Encuentro junto a su reloj unos números grabados en su piel. Lo extraigo
y aparece otro número. Aparenta ser una fecha. En el informe de la autopsia no
lo apunto. ¿Sera algún símbolo por ser
jefe de la mafia? Debía recoger una camisa en la tintorería. Programo el GPS
para llegar allí. Entonces vi la opción de colocar coordenadas. Introduzco los
números del cadáver. Me lleva a una curva en las afueras. Excavo en un lugar
sin hierba. Me encuentro un baúl con pasaportes, cuentas bancarias y hermosos
fajos de billetes. Ya me compraré una camisa en el Caribe.
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Se
entrenaban para estar muertos. Jacinto se estiraba en la cama mientras su
hermano rezaba por su alma. Al rato le tocaba a José estirarse con los ojos
cerrados y Jacinto le rendía duelo. Querían saber como los despediría el mundo.
Sabían de sobra que si el cielo los llamase solo su otro hermano les
consolaría. Y es que aquellos gemelos se ganaron la enemistad con todo el
pueblo con sus palabrotas, engaños y malos modales. Llegó un día en que un
camión pinchó un neumático y se llevó por delante a los dos. Entonces nadie
lloró por ellos.
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Aquella tarde, papá, regresó a la tumba entristecido. Camuflado de
vagabundo, hizo guardia cerca del portal de su casa. Vio a su familia, un mes después del
entierro. Aún seguían tristes. Sus esfuerzos eran en vano. Se coló por una
puerta trasera del cementerio, antes de que cerraran. Comenzó a dudar si eligió
bien. Abrió su ataúd. Del doble fondo sacó más pastillas y suero. Se estiró
dentro. Su cómplice de la pala le encerró, colocó el tubo del aire y le
enterró. Él solo deseaba no ser una carga. A oscuras se preguntaba: ¿Pero
cuándo vendrá la condenada Parca?
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Y al otro lado de la ventana, nada de nada. Solo
noche estrellada, adonde debo ir. Le pego dos golpes a la pecera. Abro la
puerta. Escalo por la pared. Saco la
llave inglesa. Desatornillo el panel. Arreglo el empalme de unos cables. Voy a por la llave pero volaba un par de
metros atrás. Me estiro para cogerla. La pared me abandona. La cuerda de
emergencia no la até bien. Ya no alcanzo ni la pared ni la llave. Me adentro en
la noche. Me acuerdo de mi hijo. Me preguntaría porque en el espacio siempre es
de noche.
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Y castiga sin postre
al gigante. Así las gasta Doña Antonia cuando me porto mal. Me metió a la
fuerza la cuchara en la boca a la vez que decía: “Esta por papá”. Yo respondí
mordiéndole un dedo. Y ha sido benévola. Por lo que hice debería estar otros
treinta años atado a esta silla. Espero que no esté tan enfadada como para no
cambiarme los pañales.
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Yo la abrazaré bien fuerte y me la llevaré conmigo. Antes la veré con un
collar rojo con el que estará preciosa. Se quedará escondida en el maletero del
coche. El depósito está lleno. Buscaré
un lugar para que nadie nos pueda encontrar. Ya tendré preparada su cama, con
vistas a la sierra. Llevo tiempo montando el plan y nadie lo sospecha. Creo que
esta noche es la idónea. Antes también afilaré el cuchillo. No querría que me
fallase en el momento clave.
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Jack y yo no solíamos hacerlo, así que estábamos alegres
de apalizar a nuestros amigos al pádel. Más tarde fuimos a la sauna y al
masaje. Comimos un espectacular almuerzo en el club de golf. Luego hierba y whisky.
Henry nos enseñó el nuevo aerocarrito. Su hijo era uno de
esos voluntarios que viajan a la realidad para reparar alguna máquina. Tenía
entendido que sus cerebros son transportados dentro de robots especializados en
reparación. En el mundo virtual se dedicaba a diseñar nuevos prototipos que
regalaba a Henry.
En una de las mesas de al lado me pareció oír una
conversación sobre la Máquina. Algo filosófico sobre que si el hombre debería
mandar al hombre. Sus dos compañeros asentían con la cabeza. Más tarde se
fueron. Yo continuaba charlando con mis amigos. Vi andar al filósofo a lo
lejos. Entonces fue cuando su imagen tembló y desapareció al instante
siguiente. No había visto nunca algo así. No me parecía un mecánico como el
hijo de Henry. Habría sido la Máquina. Ella decidía por nosotros. Para el bien mayor
debía desconectar aquel cerebro. Celebré con la copa en alto un día más del
gobierno de la Máquina.
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