domingo, 25 de marzo de 2018

Microrelatos varios


¿Qué hace ahí fuera Lucas arañando la ventana? Quizá no entienda que el cristal es transparente como el aire. A veces cuesta hacer amigos; por eso su padre le regaló lo que le pidió. Quiso ser el mejor ante unos chavales; ganarse su admiración. Se elevó bien alto en aquel semicírculo para acrobacias. Venció a la gravedad por unos instantes. Hay quien dice que para ganar hay que arriesgar. Pero a veces se gana y a veces se pierde.

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De la rutina insípida de su oficina creció la última angustia. Solo el tiempo la mataría. Un ojo en la pantalla y otro en papeles y reloj. La pierna izquierda rebotaba sin parar. Una mano en el teclado y la otra entre las teclas, ratón y formularios. El remo grande nos llevaría a puerto en dos vueltas. El centurión se preparaba para marcharse. Solo una vuelta más. Los dos ojos en el reloj. Con tranquilidad él se fue. Una remada más y, por fin, se acabó el viaje. Entonces debía afrontar que me quedaría en tierra por mucho tiempo.

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Por fin quietas. Pensé en atarlas, graparlas, dormirlas, incluso emborracharlas mientras sonreía. No me hacían ni caso. Cuando logramos que una estuviese quieta, la otra saltaba de las rodillas de su madre para toquetear mis instrumentos. Uno de mis valiosos focos acabó por los suelos. Sus padres no hacían nada y yo ansiaba darle una buena reprimenda. Les pedí de buenas que amarrasen a sus bestias que exploraban mi estudio. Así que abrí el cajón de mi escritorio. Chantajeé a las idénticas con un par de piruletas si conseguíamos acabar con aquella foto familiar. Solo faltaba pulsar el botón.

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Encuentro junto a su reloj unos números grabados en su piel. Lo extraigo y aparece otro número. Aparenta ser una fecha. En el informe de la autopsia no lo apunto.  ¿Sera algún símbolo por ser jefe de la mafia? Debía recoger una camisa en la tintorería. Programo el GPS para llegar allí. Entonces vi la opción de colocar coordenadas. Introduzco los números del cadáver. Me lleva a una curva en las afueras. Excavo en un lugar sin hierba. Me encuentro un baúl con pasaportes, cuentas bancarias y hermosos fajos de billetes. Ya me compraré una camisa en el Caribe.

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Se entrenaban para estar muertos. Jacinto se estiraba en la cama mientras su hermano rezaba por su alma. Al rato le tocaba a José estirarse con los ojos cerrados y Jacinto le rendía duelo. Querían saber como los despediría el mundo. Sabían de sobra que si el cielo los llamase solo su otro hermano les consolaría. Y es que aquellos gemelos se ganaron la enemistad con todo el pueblo con sus palabrotas, engaños y malos modales. Llegó un día en que un camión pinchó un neumático y se llevó por delante a los dos. Entonces nadie lloró por ellos.

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Aquella tarde, papá, regresó a la tumba entristecido. Camuflado de vagabundo, hizo guardia cerca del portal de su casa.  Vio a su familia, un mes después del entierro. Aún seguían tristes. Sus esfuerzos eran en vano. Se coló por una puerta trasera del cementerio, antes de que cerraran. Comenzó a dudar si eligió bien. Abrió su ataúd. Del doble fondo sacó más pastillas y suero. Se estiró dentro. Su cómplice de la pala le encerró, colocó el tubo del aire y le enterró. Él solo deseaba no ser una carga. A oscuras se preguntaba: ¿Pero cuándo vendrá la condenada Parca?

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Y al otro lado de la ventana, nada de nada. Solo noche estrellada, adonde debo ir. Le pego dos golpes a la pecera. Abro la puerta. Escalo por la pared.  Saco la llave inglesa. Desatornillo el panel. Arreglo el empalme de unos cables.  Voy a por la llave pero volaba un par de metros atrás. Me estiro para cogerla. La pared me abandona. La cuerda de emergencia no la até bien. Ya no alcanzo ni la pared ni la llave. Me adentro en la noche. Me acuerdo de mi hijo. Me preguntaría porque en el espacio siempre es de noche.

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Y castiga sin postre al gigante. Así las gasta Doña Antonia cuando me porto mal. Me metió a la fuerza la cuchara en la boca a la vez que decía: “Esta por papá”. Yo respondí mordiéndole un dedo. Y ha sido benévola. Por lo que hice debería estar otros treinta años atado a esta silla. Espero que no esté tan enfadada como para no cambiarme los pañales.

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Yo la abrazaré bien fuerte y me la llevaré conmigo. Antes la veré con un collar rojo con el que estará preciosa. Se quedará escondida en el maletero del coche. El depósito está lleno.  Buscaré un lugar para que nadie nos pueda encontrar. Ya tendré preparada su cama, con vistas a la sierra. Llevo tiempo montando el plan y nadie lo sospecha. Creo que esta noche es la idónea. Antes también afilaré el cuchillo. No querría que me fallase en el momento clave.

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Jack y yo no solíamos hacerlo, así que estábamos alegres de apalizar a nuestros amigos al pádel. Más tarde fuimos a la sauna y al masaje. Comimos un espectacular almuerzo en el club de golf. Luego hierba y whisky.
Henry nos enseñó el nuevo aerocarrito. Su hijo era uno de esos voluntarios que viajan a la realidad para reparar alguna máquina. Tenía entendido que sus cerebros son transportados dentro de robots especializados en reparación. En el mundo virtual se dedicaba a diseñar nuevos prototipos que regalaba a Henry.
En una de las mesas de al lado me pareció oír una conversación sobre la Máquina. Algo filosófico sobre que si el hombre debería mandar al hombre. Sus dos compañeros asentían con la cabeza. Más tarde se fueron. Yo continuaba charlando con mis amigos. Vi andar al filósofo a lo lejos. Entonces fue cuando su imagen tembló y desapareció al instante siguiente. No había visto nunca algo así. No me parecía un mecánico como el hijo de Henry. Habría sido la Máquina. Ella decidía por nosotros. Para el bien mayor debía desconectar aquel cerebro. Celebré con la copa en alto un día más del gobierno de la Máquina.

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