Cuando a alguien se le plantó una
montaña en medio del itinerario a su destino, se le presentaron tres opciones:
si era valiente la escalaría para traspasarla, si era prudente iría rodeándola
hasta dejarla atrás, o si era inteligente la agujerearía para atravesar su interior. Tras el paso del inteligente, los demás aprovecharon su idea.
Traspasé la boca pétrea para adentrarme
en su oscuro esófago. Se acabó escuchar la radio. La manada de espeologos mantenían
un ritmo constante. Tanto en el suelo como en el techo un sinfín de líneas
blancas discontinuas. El horizonte permanecía oculto entre tanto metal. Había
escuchado que este era el túnel de carretera más largo de Europa. ¿Cuanto
tardaría en atravesarlo?
En dirección contraria apenas
venían coches. Era como un viaje sin retorno. Decenas de luces volaban alejándose
de mí. Poco a poco aminoraban y se intensificaban; como si temieran aquella
creciente oscuridad. Los coches fueron frenando hasta pararse. Al poco frené
yo; atrapado entre otros coches y un enorme camión a mi derecha. Éramos una
indigestión en el intestino montañés. Me gustaba imaginar cuando me aburría.
Estar sin radio ayudaba. Me imaginé al primer coche llegando al final y que no
encontrase la salida. Que una enorme pared le encarcelase. Que bajase del
coche, andase unos pasos y rozase con las manos la roca. Que los coches se
acumulasen uno detrás del otro. Que no parasen de llegar, formando un enorme
atasco y que algún desesperado, sin saber qué ocurría delante, tocase el claxon
esperando que el ruido solucionase el problema.
Cinco o seis minutos estuvimos
parados. Había puesto algo de música para entretenerme de la trampa. Algunos
motores rugieron de nuevo. Con marcha lenta se empezaron a mover los vehículos.
Apenas a veinte por hora recorrimos medio kilómetro para pararnos de nuevo.
Busqué de nuevo el horizonte sin éxito. Quizás sí había una pared al final de
todo. Pensé en lo de siempre; que habría
sido un accidente. Al minuto reanudamos la marcha. Las luces del túnel parecían
oscurecerse suavemente. Ya no venían coches en dirección contraria. Aceleré.
Adelanté un coche yendo por el carril contrario. No quería seguir más tiempo
bajo la montaña. Me venían ideas terribles sobre desprendimientos de techo,
fallos eléctricos, falta de oxigeno, etc.
Me faltó el aire por un momento y abrí la ventanilla. Un olor a aceite
quemado me invitó a volver a cerrarla. Sí, debería ser algo sobre un accidente.
Volvíamos a estar parados. Imaginé que un desprendimiento de techo chafó el
capó de un coche, frenándolo al instante, y otros coches chocaron con él,
provocando un accidente múltiple. Ambulancias y policía deberían estar ya al
cargo de ellos. El carril en contra dirección se estaría habilitando para que
los de mi carril puedan esquivar la obra de arte abstracto de metal, vidrio y
humo. O eso es lo que imaginaba.
¿Porque me comía la cabeza con
desgracias? Seguro que no era para tanto. Escuché de nuevo un claxon
solucionador de atascos por atrás. Quizá solo fuera un coche que se ha
averiado. O algún control policial. O simplemente un atasco. Hice memoria por
si hoy había alguna vuelta ciclista o algo parecido que hiciese cortar
carreteras. Si funcionase la radio sabría qué ocurría. Aunque era una costumbre
fea, me mordía las uñas. Atrás y delante presentaban un paisaje idéntico de
coches apelotonados y caras de aburrimiento. Canté una canción que me gustaba y
apareció sin aviso. Después dejó de funcionar. No pude entender porqué.
Toqueteé los botones, giré las ruedecitas y aquello ya no cantaba. Me quedé sin
radio ni música. Los coches volvieron a la marcha y dejé por imposible el
aparato.
Empezaba la procesión otra vez a
ir algo deprisa. Íbamos a sesenta por hora. Aquel túnel no tenía final. Me
convencí de que no vería la salida. Según mis cálculos, habríamos pasado la
mitad del túnel. Miraba el techo por si estaba en mal estado y cayese algún
trozo. Abrí un poco la ventana y entonces no olí nada raro. La mantuve abierta
un palmo. Me hicieron luces. Me aparté y un coche potente me adelantó sin problemas.
Otro le siguió. Al poco rato, varios más me pidieron paso. Entonces yo pedí
paso también al de delante. Adelanté a dos coches. Tres me siguieron por el
carril contrario. Volví a adelantar. Entonces me di cuenta que querían
adelantarme incluso por el carril contrario. Mirando por el retrovisor, y
delante también pasaba, vi que todos se adelantaban unos a otros como en una
desesperada carrera por sobrevivir. Cláxones, acelerones, luces e insultos
provocaron lo que me temía: un nuevo atasco.
Abrí la guantera pero no había
nada allí para entretenerme. Entonces no tenía uñas para morder ni canciones
que cantar. Si imaginaba solo se me ocurrían desgracias. Miré de nuevo el
techo. Busqué el horizonte. ¿Pero cuanto intestino faltaba por atravesar? Me
imaginé como sería un laxante para montañas. Un hombre gritaba algo que no
entendí unos coches más atrás. Otro que iba en moto puso el caballete y se levantó.
Se quitó el casco y se peinó su melena rubia canosa. Se colocó encima de la
línea central del túnel. Igual que yo, buscaba el horizonte. Se puso de
cuclillas mirando al suelo; claramente cansado. Se levantó al rato. Los de los
cláxones solucionadores tiraron la toalla. Me entretuve encendiendo y apagando
la luz interior del coche; como en una discoteca, aunque sin música. O salíamos
ya o me daría algo.
Un viento sopló. Algo se movía
delante. Motores se encendían y rugían. Las luces rojas volvían a volar.
Arranqué y aceleré. Aquello prometía. Íbamos rápido. La gente aprendió y no
intentó locos adelantamientos. Poco a poco y con buena letra, desfilábamos
hasta el final del túnel. A saber si había allí una salida o no. Entonces lo
vi: el horizonte iluminado con forma de puerta enorme. Aceleré de nuevo. Todos
lo hacían. El laxante hizo efecto y salimos todos a toda velocidad. El sol me
cegó durante unos instantes. Me alegré de salir pero no vi nada parecido a un
accidente ni ningún trozo de techo o pared. ¿Qué nos retenía? No vi tampoco
ningún policía ni ambulancia ni grúa. Quizá la oscuridad se apoderó de quienes
la atravesaban. Quizá encogía sus corazones, engullía su valor y temían lo que
hubiese al final del túnel. Quizá, al no ver el fondo, se fueron frenando hasta
quedarse parados. Quizá la montaña les susurraba que el túnel no tenía final y
jamás lo atravesarían. Quizá los pocos que iban en dirección contraria eran
conductores que se creyeron sus amenazas. Otra vez empezaba a pensar tonterías.
Encendí la radio y continué mi camino bajo un sol naranja.
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