miércoles, 12 de septiembre de 2012

Relato: Túnel

Cuando a alguien se le plantó una montaña en medio del itinerario a su destino, se le presentaron tres opciones: si era valiente la escalaría para traspasarla, si era prudente iría rodeándola hasta dejarla atrás, o si era inteligente la agujerearía para atravesar su interior. Tras el paso del inteligente, los demás aprovecharon su idea.

Traspasé la boca pétrea para adentrarme en su oscuro esófago. Se acabó escuchar la radio. La manada de espeologos mantenían un ritmo constante. Tanto en el suelo como en el techo un sinfín de líneas blancas discontinuas. El horizonte permanecía oculto entre tanto metal. Había escuchado que este era el túnel de carretera más largo de Europa. ¿Cuanto tardaría en atravesarlo?


En dirección contraria apenas venían coches. Era como un viaje sin retorno. Decenas de luces volaban alejándose de mí. Poco a poco aminoraban y se intensificaban; como si temieran aquella creciente oscuridad. Los coches fueron frenando hasta pararse. Al poco frené yo; atrapado entre otros coches y un enorme camión a mi derecha. Éramos una indigestión en el intestino montañés. Me gustaba imaginar cuando me aburría. Estar sin radio ayudaba. Me imaginé al primer coche llegando al final y que no encontrase la salida. Que una enorme pared le encarcelase. Que bajase del coche, andase unos pasos y rozase con las manos la roca. Que los coches se acumulasen uno detrás del otro. Que no parasen de llegar, formando un enorme atasco y que algún desesperado, sin saber qué ocurría delante, tocase el claxon esperando que el ruido solucionase el problema.

Cinco o seis minutos estuvimos parados. Había puesto algo de música para entretenerme de la trampa. Algunos motores rugieron de nuevo. Con marcha lenta se empezaron a mover los vehículos. Apenas a veinte por hora recorrimos medio kilómetro para pararnos de nuevo. Busqué de nuevo el horizonte sin éxito. Quizás sí había una pared al final de todo.  Pensé en lo de siempre; que habría sido un accidente. Al minuto reanudamos la marcha. Las luces del túnel parecían oscurecerse suavemente. Ya no venían coches en dirección contraria. Aceleré. Adelanté un coche yendo por el carril contrario. No quería seguir más tiempo bajo la montaña. Me venían ideas terribles sobre desprendimientos de techo, fallos eléctricos, falta de oxigeno, etc.  Me faltó el aire por un momento y abrí la ventanilla. Un olor a aceite quemado me invitó a volver a cerrarla. Sí, debería ser algo sobre un accidente. Volvíamos a estar parados. Imaginé que un desprendimiento de techo chafó el capó de un coche, frenándolo al instante, y otros coches chocaron con él, provocando un accidente múltiple. Ambulancias y policía deberían estar ya al cargo de ellos. El carril en contra dirección se estaría habilitando para que los de mi carril puedan esquivar la obra de arte abstracto de metal, vidrio y humo. O eso es lo que imaginaba.

¿Porque me comía la cabeza con desgracias? Seguro que no era para tanto. Escuché de nuevo un claxon solucionador de atascos por atrás. Quizá solo fuera un coche que se ha averiado. O algún control policial. O simplemente un atasco. Hice memoria por si hoy había alguna vuelta ciclista o algo parecido que hiciese cortar carreteras. Si funcionase la radio sabría qué ocurría. Aunque era una costumbre fea, me mordía las uñas. Atrás y delante presentaban un paisaje idéntico de coches apelotonados y caras de aburrimiento. Canté una canción que me gustaba y apareció sin aviso. Después dejó de funcionar. No pude entender porqué. Toqueteé los botones, giré las ruedecitas y aquello ya no cantaba. Me quedé sin radio ni música. Los coches volvieron a la marcha y dejé por imposible el aparato.


Empezaba la procesión otra vez a ir algo deprisa. Íbamos a sesenta por hora. Aquel túnel no tenía final. Me convencí de que no vería la salida. Según mis cálculos, habríamos pasado la mitad del túnel. Miraba el techo por si estaba en mal estado y cayese algún trozo. Abrí un poco la ventana y entonces no olí nada raro. La mantuve abierta un palmo. Me hicieron luces. Me aparté y un coche potente me adelantó sin problemas. Otro le siguió. Al poco rato, varios más me pidieron paso. Entonces yo pedí paso también al de delante. Adelanté a dos coches. Tres me siguieron por el carril contrario. Volví a adelantar. Entonces me di cuenta que querían adelantarme incluso por el carril contrario. Mirando por el retrovisor, y delante también pasaba, vi que todos se adelantaban unos a otros como en una desesperada carrera por sobrevivir. Cláxones, acelerones, luces e insultos provocaron lo que me temía: un nuevo atasco.

Abrí la guantera pero no había nada allí para entretenerme. Entonces no tenía uñas para morder ni canciones que cantar. Si imaginaba solo se me ocurrían desgracias. Miré de nuevo el techo. Busqué el horizonte. ¿Pero cuanto intestino faltaba por atravesar? Me imaginé como sería un laxante para montañas. Un hombre gritaba algo que no entendí unos coches más atrás. Otro que iba en moto puso el caballete y se levantó. Se quitó el casco y se peinó su melena rubia canosa. Se colocó encima de la línea central del túnel. Igual que yo, buscaba el horizonte. Se puso de cuclillas mirando al suelo; claramente cansado. Se levantó al rato. Los de los cláxones solucionadores tiraron la toalla. Me entretuve encendiendo y apagando la luz interior del coche; como en una discoteca, aunque sin música. O salíamos ya o me daría algo.

Un viento sopló. Algo se movía delante. Motores se encendían y rugían. Las luces rojas volvían a volar. Arranqué y aceleré. Aquello prometía. Íbamos rápido. La gente aprendió y no intentó locos adelantamientos. Poco a poco y con buena letra, desfilábamos hasta el final del túnel. A saber si había allí una salida o no. Entonces lo vi: el horizonte iluminado con forma de puerta enorme. Aceleré de nuevo. Todos lo hacían. El laxante hizo efecto y salimos todos a toda velocidad. El sol me cegó durante unos instantes. Me alegré de salir pero no vi nada parecido a un accidente ni ningún trozo de techo o pared. ¿Qué nos retenía? No vi tampoco ningún policía ni ambulancia ni grúa. Quizá la oscuridad se apoderó de quienes la atravesaban. Quizá encogía sus corazones, engullía su valor y temían lo que hubiese al final del túnel. Quizá, al no ver el fondo, se fueron frenando hasta quedarse parados. Quizá la montaña les susurraba que el túnel no tenía final y jamás lo atravesarían. Quizá los pocos que iban en dirección contraria eran conductores que se creyeron sus amenazas. Otra vez empezaba a pensar tonterías. Encendí la radio y continué mi camino bajo un sol naranja.

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