El agente Harrison iba de camino en su coche patrulla a la
granja de los Murphy. La carretera que conducía allí desde el pueblo se veía
muy nueva, porque apenas había tráfico y ni la nieve de aquella mañana podía
con ella. Por eso no usaba las sirenas ni cuidaba la velocidad. Los faros
delanteros y la luz del ocaso eran suficientes para distinguir el camino. A lo
lejos encontró la forma de la casa.
Los Murphy habían llamado por un niño inconsciente que
encontraron en los alrededores de su huerta. A Harrison no le dieron más
detalles. Después de aparcar al lado de un tractor viejo, se acercó a la casa y
llamó al timbre. Enseguida la señora le abrió la puerta y le invitó a pasar.
Olía muy bien a sopa. Le condujo a una habitación donde el médico del pueblo diagnosticaba
al chaval. Era de unos ocho años, caucásico, bien vestido y muy pálido. No
llevaba ninguna identificación. Seguía inconsciente tumbado en
la cama de matrimonio. La mujer fue a la cocina en la que estaba preparando
cena por si el chico despertaba. El agente interrogó a Henry Murphy, que estaba
sentado en una vieja silla. Le vino a decir lo mismo pero con más detalles. Se
lo encontró bocarriba encima de la nieve cerca de sus huertos de patatas. Dijo
que habría bajado de las montañas. Se lo encontró ya inconsciente, casi helado
aun con el abrigo que llevaba. No llevaba ni bufanda ni gorro. Nada más
encontrarlo lo tapó con su abrigo, lo trajo a casa y llamó al médico y la
policía. Al agente le pareció sincero. Aquella pareja afroamericana de
granjeros no pudieron tener nunca hijos y trataron al chico como un príncipe.
Más tarde habló con el medico tras examinar al chico. Le contó que tenía una
ligera hipotermia y que no sabía cuándo recuperaría el sentido.
Harrison informó desde su coche a la central del estado del
chico y les informó que buscaría su rastro para comprobar que no hubiese más
posibles víctimas. Volvió con Henry para que le indicase el lugar exacto donde
se lo encontró. El viejo granjero, andando con lentitud, le llevó hasta allí.
El agente buscó por alrededor. Fue en dirección por donde él creyó que había
venido el chaval. Henry vio como se adentraba en la montaña. Enseguida volvió
rápido para dentro porque comenzaba la fría noche.
Un claro rastro de pequeñas huellas sobre la nieve condujo
a Harrison casi un kilómetro arriba, hacía la cima de la montaña. Se lastimaba
de no haber cogido algo más de abrigo para continuar aquella expedición. Iba
iluminando el camino con su linterna. En un llano vio que los pasos del chico
estaban muy separados. Había estado corriendo por algo. Se temió lo peor. Algo
más arriba se encontró más huellas. El agente había estado por aquella montaña
de pequeño cazando con su padre. Conocía perfectamente las huellas que había
cerca de las del niño. Dos lobos jóvenes habían estado siguiéndole el rastro,
pero había un lugar en las que se desviaron hacía una bajada que llevaba a un
espeso bosque. Empezó a cavilar porque los lobos dejaron de perseguirle. Habría
sido una presa fácil para ellos. Quizás se cruzó por medio una presa más
deliciosa y dejaron en paz al niño. O alguna fortuita niebla envolvió al chico
y confundió a los depredadores. No le convencía ninguna razón que él mismo
deducía, así que decidió continuar el rastro.
Más arriba encontró donde había empezado a correr.
Posiblemente después de darse cuenta de los lobos que le seguían. Antes de la
carrera había huellas de paso normal. Continuó y, quince minutos más tarde,
encontró un coche plateado y estrellado. La puerta trasera derecha y la del copiloto
estaban abiertas. Dentro había un hombre inmóvil apoyado en el volante. Se
acercó y era lo que parecía. Estaba muerto. Habían caído de una curva de la
carretera por un barranco hasta llegar adonde se encontraba el coche ya
inservible. Le cogió la cartera y lo pudo identificar como John Parker. El
señor Parker fue muy amable prestándole el abrigo al agente. La guantera estaba
abierta. Aparte de los papeles y cedés de música, encontró la funda negra de
una pistola vacía. Entonces el agente pudo atar cabos a lo qué ocurrió aquel
día por la montaña.
Con la luz de la luna casi llena y la de su linterna, bajó
rápido por la montaña. Llegó abajo antes de lo esperado. Ya cansado y enfriado
llegó a su coche. Informó a la central del coche estrellado y el hombre muerto.
Tras calentarse un rato dentro con la calefacción, decidió visitar de nuevo al
chaval. Llamó a la puerta y la señora le invitó a pasar de nuevo. El medico
seguía allí con el chaval que no había despertado aún. Harrison preguntó por su
estado y él dijo que se recuperaría. El agente cacheó su ropa y luego su
abrigo. En este último encontró la pistola. La comprobó y había sido usada. Se
acercó a la oreja del pistolero y le dijo:
—No sabes la suerte que has tenido, hijo.
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