sábado, 15 de enero de 2011

Relato: El camino de la cruz

Se tardaba aproximadamente una hora de casa a la estación de tren, y además, se me estropeó el coche antes de ayer, y tenía que ir andando. Tampoco pasaban taxis ni buses porque había huelga de transportes. Debía ir a recoger a la hermana de mi mujer, Josefina. Intenté librarme con mil excusas, pero mi mujer se las conocía todas y no me quedó más remedio que ir a por ella. La bruja se sabe el camino de memoria pero insiste en que alguien venga a recogerla. Con lo poco que me soporta, que llegue sin coche, y tarde como voy; hará que este más insoportable aún conmigo. Además tendré que llevarle las mil maletas que se trae siempre.

Me odiaba desde el día que, según ella, espanté a su novio y la dejó. Solo bromeé con él y le conté cuatro idioteces sobre ella mientras estaba algo afectado por el vino en una comida familiar. Era un chaval bastante ingenuo, feote y muy callado. Era más bien un pardillo que se creyó todas las tonterías que se me ocurrieron. La verdad es que, en parte, me vengué de mi cuñada. Siempre hablaba durante horas con mi mujer y la ponía en mi contra. No supe nunca que le decía pero, hiciera lo que hiciera después, se enfadaba conmigo como un volcán en erupción. Hubo un tiempo que pensé que me odiaba por llevarme su hermana a una ciudad tan lejana de donde vivían ellas, y le privaba de verla tan a menudo como solía hacerlo. Josefina no tenía muchas amigas, y su hermana era su gran amiga. Aunque, en verdad, creo que me odiaba de siempre. No le caería bien.
 
Llegué al quiosco, miré el periódico pero ni siquiera me paré. No tenía tiempo de pararme a comprarlo. Si llegaba tarde me esperaba una hora de calvario con la cuñada que me odia. El sol de mediodía apretaba pero, por suerte, me había traído la gorra. Me la puse y me venia un poco justa. “Se me habrá hinchado la cabeza de pensar en la cuñada” pensé.

Cambié de calle, giré a la izquierda y un semáforo me hizo parar. El señor rojo de los peatones no se quería marchar. Allí estaba yo, imitando su postura. Mientras estaba parado, notaba el calor. El sudor comenzaba a salir, y notaba ya un cierto cansancio debido a la falta de andar, el tabaco y el usar demasiado el coche para todo. Miré el reloj y faltaban diez minutos para que llegara el tren. Salió el muñeco verde y comencé a andar tan deprisa como podía. Tenía la boca seca. Solo tenía que andar hasta el final de una larga calle para llegar a la estación.

Mientras tanto me imaginaba lo que pasaría si llegase tarde. Me imagine a mi mismo como Jesucristo de camino al monte Sinai. Los improperios de mi cuñada serian los latigazos, la gorra que me apretaba y el calor, la corona de espinas, y las maletas, la cruz. Entonces intenté andar más deprisa, pero no pude.

Por fin llegué a la estación. Una gota de sudor recorrió la derecha de mi frente. Solo llegaba tarde por dos minutos, pero allí no vi a nadie. Busqué por toda la estación y no la encontraba. Entonces pregunté en la taquilla si había llegado el tren que venía de Valencia, y me dijeron que aún no había llegado. Esperé sentado en un banco metálico a ver si venía la pesada. A los cinco minutos, me llamaron al móvil. Era mi mujer, que me contó que su hermana no había podido coger el tren por no se que problemas de la huelga. En aquel momento, me alegré mucho y alcé mi puño victorioso, pero enseguida me dijo que vendría mañana. Colgué y me fui directo a un bar que había al lado de la estación. Me compré un paquete de tabaco, pedí una cerveza y me puse a mirar un periódico que había en la barra. Quería saber si la huelga de transporte se pudiera alargar, y comencé a buscar con los dedos cruzados esperando encontrar buenas noticias. Lo de la huelga tenía pinta de ir para largo, así que me alegré levemente y me encendí un cigarro en la calle para celebrarlo.

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