domingo, 14 de enero de 2024

Relato: Tierras polvorientas

   El joven le dio a la manivela. El motor arrancó y expulsó repetitivos gruñidos. El tubo que apuntaba al cielo parecía una chimenea pero no funcionaba como tal. Aspiraba el aire del cielo y entraba en el armatoste que el chico trajo y montó en medio de la plaza. Luego, una manguera del grosor de un hombre, se llevaba lo que absorbía muy lejos, detrás del monte, a las afueras del pueblo. La máquina había causado gran expectación. Casi todo el pueblo formó un corrillo alrededor de ella y el científico. Los niños miraban al cielo aunque no se apreciaba aún ningún cambio. Las personas mayores se sentaron a la sombra y mantenían un ojo al cielo. Otros simplemente no iban a aparecer porque aquello les parecía una tontería. El joven aguantó el tipo de pie, junto a su cacharro, ajustándose el sombrero para que el sol lo molestase lo menos posible. Comprobaba de tanto en tanto que todo funcionase correctamente. Abrió una puertecilla e introdujo un par de paladas de carbón. Temía que el excesivo calor afectara a los pistones. Miraba a la máquina con los bazos cruzados y golpeando varias veces la parte delantera de la suela de su zapato contra el suelo de piedra.

   El joven científico Luis Valdemora vino de la ciudad al saber del concurso que montaron en el pueblo de Montecillo. Este sufría una gran sequía que duraba casi un año. Los huertos se secaron, las plantas murieron chamuscadas y la tierra se volvió polvo; se desmenuzaba con solo tocarla. Los campesinos estaban indignados y protestaron ante al alcalde. Algunos, los que pudieron permitírselo, marcharon a donde hubiera tierras mejores. Los que quedaron presionaron al alcalde. Era un hombre mayor pero con buena cabeza. Se le ocurrió ofrecer dinero, el que pudieron recolectar entre todos, unos diez mil reales, a cambio de que trajeran la lluvia al pueblo.

   Mucha gente se había ido ya de la plaza al atardecer. Luis había parado la máquina y la estaba engrasando por dentro. Los niños correteaban alrededor. A uno le echaron bronca por tocar el tubo de salida. El alcalde se acercó al trasto.

   —Muchacho, ¿Cómo va?

   —Bien. Estoy engrasándola y dándole un respiro —dijo el chico con la cabeza metida dentro del motor. Salió de allí algo manchado de aceite—. Enseguida la pongo en marcha de nuevo, señor.

   —Bien, bien. Pero, oye, ¿esto, de verdad, está haciendo... algo?

   —Sí, ya lo vera. No le podría decir cuanto tardaré pero ya vera.

   —Bueno. Sigue con lo tuyo.

El alcalde se marchó. Más tarde, al joven le trajeron una mesa y una silla al lado del aspirador. También le llevaron cena, hecha con lo poco que les sobraba. Tras terminársela, se quedó dormido en aquella misma silla. El sombrero se estrelló contra el suelo. La máquina continuó aspirando el aire por la noche.   

   El concurso del llovedor, así lo llamaron, atrajo al pueblo a varios personajes estrafalarios. Vino un sacerdote que gritaba mucho. Montó una procesión y mandó sacar a los montecillanos todos sus santos, santas, vírgenes, crucifijos y cualquier reliquia sagrada que tuvieran por casa a la calle. Dieron doce vueltas al pueblo, una por apóstol, mientras el cura rezaba a gritos mirando al cielo. Finalizaron la procesión sacrificando un cordero en una hoguera que montaron en la plaza. Al día siguiente ni una nube pasó a visitarlos pero el cura se hinchó a chuletas. Otro hombre vino y estudió el terreno. Subió a todas las montañas y montes. Juró que encontraría a las nubes y las traería de vuelta. Los del pueblo no comprendieron cómo lo iba a hacer. Marchó a caballo y no volvieron a saber de él. Finalmente apareció el joven Luis. Se reunió con el alcalde y con algunos de los hombres del pueblo. Les mostró varios esquemas y dibujos de su máquina y de lo que pretendía hacer si le daban permiso. Explicó su plan con palabras bastante técnicas que confundieron a aquellos campesinos. Por aquellos lares el joven aparentaba hablar en otra lengua. Tras simplificarles el plan comprendieron que el chico quería absorber el aire que volaba por encima del pueblo y sus huertas. Según él, el vacío que formaría su ausencia atraería a las nubes de los alrededores. Varios se rieron de él. Al alcalde y a otro hombre no les pareció una idea tan absurda. Se reunieron en privado y decidieron darle una oportunidad. La situación les obligaba a aceptar lo que fuese.

   Cuando amaneció de nuevo, los montecillanos despertaron con un cielo completamente nublado. Todos fueron asomándose a los balcones y a las ventanas para ver el cielo lanudo. Pero aquellas nubes eran blancas, el calor era el mismo y la única buena noticia era que el sol estaba tapado. Las gentes se acercaron a la plaza, pero allí solo se encontraron con la maquina en funcionamiento. Luis no estaba. Entre ellos fueron preguntándose si alguien sabía de su paradero.

   A media mañana del día siguiente llegó al pueblo un carro tirado por dos caballos. Lo conducía el joven. Lo llevó hasta la plaza y lo detuvo a un lateral de la máquina. Se bajó. La gente se reunió a su alrededor expectante por ver qué traía. Destapó una gran sábana blanca y pudieron ver que traía muchísimos bloques de hielo. Nadie supo nunca de dónde los trajo. Debió ser de muy lejos. Luis pidió ayuda a los montecillanos. Entre él y tres más bajaron otra máquina que también trajo con el carro. La colocaron cerca de la otra. El joven abrió varios compartimientos y añadió unos polvos blancos. Cerró y abrió otro mucho más grande. Organizó una cadena con varios hombres a los que mandó envolverse las manos con trapos. Así podían traerle bloques de hielo que se iban pasando unos a otros hasta meterlos en una de las bocas del nuevo trasto. Era más pequeño, pero mucho más ruidoso. Se comunicaba con el grande mediante un tubo. Luis lo encendió y éste comenzó a tragarse los bloques de hielo. Del armatoste grande giró varias válvulas y tiró de una gran palanca. Aquello revertió el proceso de la máquina haciendo que expulsara en vez de absorber. El tubo que apuntaba al cielo hacía entonces de chimenea. Surgía hacia el cielo una alta columna de polvo blanquecino. Restos de cristales de hielo se desperdigaron por la plaza. Los más jóvenes correteaban por allí gritando que llovía. Las gotas de agua se deshacían antes de llegar al suelo y las pocas que lo alcanzaban ni cambiaban el color del suelo. El alcalde alargó la mano pero ni la sentía mojada si un punto de hielo caía en ella.

   —Muchacho, está muy bien esta lluvia, pero no va a hacer nada —le dijo al joven.

    —Tiene que ser paciente. Ésta no es la lluvia que os prometí.

    Movió más palancas y continuó alimentando la máquina con el hielo. La columna que salía de la chimenea alcanzó mucha más altura. En el ambiente se notaba más frescor, o al menos, no tanto calor. Todos contemplaban las nubes. Se iban volviendo grises y se oscurecían con el paso del tiempo. Luis pidió más hielo y alimentaba su máquina tragona a toda prisa. El hombre que lo recogía del carro avisó que ya quedaban pocos. Al chico no le importó; siguió pidiendo más, alimentando la boca hasta agotar el suministro.

   La chimenea cesó de expulsar polvo blanco. Todos seguían contemplando las nubes y cómo se expandía el gris oscuro por las alturas. Luis golpeaba muy rápido el zapato contra el suelo y soplaba al cielo, como si quisiera esparcirlo más. Un niño gritó de dolor. Algo le golpeó en la espalda. Se agachó a cogerlo y descubrió que era un pequeño trozo de hielo. Se lo enseñó a los demás. Entonces sonó un gran clonc. Otro trozo cayó contra la chapa de la máquina. Pronto apretó y cayó una gran cantidad de hielo. Al alcalde le dio en la calva. Todos corrieron a ponerse a resguardo ante aquella terrible granizada.

   Los montecillanos se asomaron desde sus ventanas. Una cortina de hielo sembraba el pueblo de humedad. No había cosechas que el hielo pudiera destrozar, solo quizás un par de almendros, arriba del monte, que aún aguantaban en pie. Lo peor se lo llevaron los tejados, que tras el granizo, tendrían que ser reparados. El calor se fue del lugar espantado. El granizo no paró de caer en todo el día pero si menguaba su tamaño. Por la noche se volvió agua y continuó cayendo varios días.

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