domingo, 17 de marzo de 2024

Relato corto: El ladrón

Un grupo de hombres y mujeres se habían refugiado en una cueva. Apenas vestían pequeños pellejos de animales. Se abrazaban los unos a los otros mientras temblaban y moqueaban sus narices. Afuera nevaba. El viento, de vez en cuando, traía más polvo helado al interior de su refugio. Entonces se empujaron para alcanzar un poco más de espacio al fondo, donde solo había oscuridad. 

Una luz apareció entre la ventisca blanca. Bailaba con el viento. Venía hacia la cueva. La portaba lo que parecía la sombra de un hombre. Todos contemplaron aquella lucecita. Al poco, vieron la figura más clara de un hombre. Con un brazo y con parte del manto protegía la luz de las embestidas del invierno. En la otra mano llevaba el tallo de una cañaheja del que prendía una hermosa llama anaranjada. 

Entró en la cueva. Todos le miraron embobados. Lucía una gran barba y melena blanca como la nieve. Él echó una mirada por el interior de la cueva. Se acercó a un montón de ramas que guardaban en un rincón. Con pericia las amontonó y llevó su llama a las ramas más finas. El fuego se expandió rápido. Fue atacando otras ramas y volviéndose tan fuerte como para iluminar y calentar la estancia. Los ojos de mujeres y hombres brillaban con colores anaranjados. Al notar calor se acercaron por necesidad y curiosidad. Uno de ellos quiso tocarlo y aprendió enseguida que no debía hacerlo. Al cabo de un rato nadie temblaba.

            —¿Quién eres? —le preguntó un hombre de los más mayores.

            —Soy Prometeo. Os he traído el fuego. No dejéis que se apague nunca.

Tras pronunciar estas palabras volvió a salir por donde había entrado. Desapareció entre la nevada. 

Prometeo andaba por el lateral de una colina cuando el cielo nublado se abrió.

            —¿De dónde vienes, Prometeo? —preguntó una voz que provenía de aquella ventana redonda.

            —He dado un paseo por el valle.

            —Entonces el fuego que te llevaste era para no pasar frío, ¿verdad? —Apareció Zeus, con su cabeza laureada, asomándose desde arriba. A su lado estaba Hefesto, apoyado en un palo y con cadenas en la otra mano.

            —Así es.

            —Prometeo, eso no está bien. Primero nos robas y ahora nos mientes. Debería castigarte. —Con un dedo le hizo una señal a Hefesto. Este bajó de las nubes para aterrizar al lado de Prometeo.

            —¡Los humanos no tenían con qué defenderse! Hubiesen muerto todos.

            —Pero no con nuestro fuego. ¡Encadénalo! 

Hefesto lo enrolló por el torso y brazos con cuatro vueltas de una gruesa cadena de hierro. El ladrón apenas opuso resistencia. Por orden de Zeus lo llevó hasta la cima del monte Caucaso, donde cumpliría condena encadenado a una gran roca. El dios envío un águila que se alimentó de su hígado. Con su pico escarbó en su abdomen hasta encontrarlo y devorarlo a picotazos. Al ser de origen divino, el hígado de Prometeo se regeneraba cada noche. Al día siguiente el águila volvía y repetía su tarea. Así debería cumplir su condena hasta el final de los tiempos. 

Pasó mucho tiempo. Un día le despertó el sol del amanecer. Sabía cuando aparecería su comensal. En cuanto el sol se elevaba a una cierta distancia del pico de una lejana montaña, solía venir la bestia a almorzar. No tardó mucho. Se elevó bien alto, abrió sus alas y bajó en picado hacia el encadenado. Pero a medio camino, una flecha la interceptó en la cabeza. Chocó contra el pecho de Prometeo ya muerta. El preso se incorporó como pudo. Vio, entre las rocas puntiagudas de aquella cima, un joven, vestido con la piel de un león, que se colgaba el arco al hombro.

            —¿Eres Heracles?

            —Sí. No te preocupes. Te liberaré.

Se acercó a las cadenas. Las agarró con ambas manos y mostró su fuerza rompiéndolas como si fuesen de arcilla. Prometeo le agradeció su ayuda. Heracles le ayudó soltándole del resto de cadenas. 

Mientras intentaba ponerse en pie, de una nube se asomó un dios. Su rostro mostraba enfado.

            —¿Qué estás haciendo, hijo mío?

            —Libero a Prometeo de su condena, padre. Ya ha sufrido demasiado.

            —¿Con que derecho te atreves a liberarle? —Zeus se veía encolerizado.

            —Los hombres le deben mucho. Al regalarles el fuego pudieron soportar el frío y refugiarse de las bestias de la noche. Ellos lo vieron aquí y me pidieron ayuda.

Zeus se quedó mirando fijamente a Prometeo. Apretó uno de sus puños con fuerza. La nube sobre la que se posaba relampagueaba.

            —Padre, libéralo — imploró Heracles.

            —¡No puedo! Soy el dios de la justicia. Dicté sentencia y no puedo desdecirme.

            —Te lo pido yo. Jamás te pido nada.

Prometeo se adelantó unos pasos.

            —Mi sentencia era que debía permanecer encadenado al monte Caucaso por siempre ¿verdad? —preguntó mirando a los cielos.

             —Así es.

            —¿Y si solo estuviese encadenado a parte de él? Yo podría andar por donde me plazca y el dios de la justicia cumpliría la sentencia dictada.

El de la nube se rascó la barba. Heracles no parecía comprender qué sucedía. Miraba a Prometeo y a su padre esperando respuesta.

            —¡Pues así será! —exclamó Zeus.

Le lanzó un anillo a sus pies con una pequeña piedra del monte Caucaso engarzada. Prometeo se la ajustó a su dedo y juró portarla siempre. Así podría andar por donde quisiese y siempre estaría encadenado a aquel monte. 

Mucho tiempo después, en Atenas, se celebraba una carrera todos los años en honor a Prometeo. Ganaba el corredor que llegaba con la antorcha encendida a meta. Era la manera de recordar al que robó el fuego de los dioses para regalarlo a los hombres.

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