Un grupo de
hombres y mujeres se habían refugiado en una cueva. Apenas vestían pequeños
pellejos de animales. Se abrazaban los unos a los otros mientras temblaban y
moqueaban sus narices. Afuera nevaba. El viento, de vez en cuando, traía más
polvo helado al interior de su refugio. Entonces se empujaron para alcanzar un
poco más de espacio al fondo, donde solo había oscuridad.
Una luz apareció
entre la ventisca blanca. Bailaba con el viento. Venía hacia la cueva. La
portaba lo que parecía la sombra de un hombre. Todos contemplaron aquella
lucecita. Al poco, vieron la figura más clara de un hombre. Con un brazo y con parte
del manto protegía la luz de las embestidas del invierno. En la otra mano
llevaba el tallo de una cañaheja del que prendía una hermosa llama anaranjada.
Entró en la
cueva. Todos le miraron embobados. Lucía una gran barba y melena blanca como la
nieve. Él echó una mirada por el interior de la cueva. Se acercó a un montón de
ramas que guardaban en un rincón. Con pericia las amontonó y llevó su llama a
las ramas más finas. El fuego se expandió rápido. Fue atacando otras ramas y
volviéndose tan fuerte como para iluminar y calentar la estancia. Los ojos de
mujeres y hombres brillaban con colores anaranjados. Al notar calor se
acercaron por necesidad y curiosidad. Uno de ellos quiso tocarlo y aprendió
enseguida que no debía hacerlo. Al cabo de un rato nadie temblaba.
—¿Quién eres? —le preguntó un hombre
de los más mayores.
—Soy Prometeo. Os he traído el
fuego. No dejéis que se apague nunca.
Tras pronunciar
estas palabras volvió a salir por donde había entrado. Desapareció entre la
nevada.
Prometeo andaba
por el lateral de una colina cuando el cielo nublado se abrió.
—¿De dónde vienes, Prometeo? —preguntó
una voz que provenía de aquella ventana redonda.
—He dado un paseo por el valle.
—Entonces el fuego que te llevaste
era para no pasar frío, ¿verdad? —Apareció Zeus, con su cabeza laureada,
asomándose desde arriba. A su lado estaba Hefesto, apoyado en un palo y con
cadenas en la otra mano.
—Así
es.
—Prometeo, eso no está bien. Primero
nos robas y ahora nos mientes. Debería castigarte. —Con un dedo le hizo una
señal a Hefesto. Este bajó de las nubes para aterrizar al lado de Prometeo.
—¡Los humanos no tenían con qué
defenderse! Hubiesen muerto todos.
—Pero no con nuestro fuego.
¡Encadénalo!
Hefesto lo
enrolló por el torso y brazos con cuatro vueltas de una gruesa cadena de
hierro. El ladrón apenas opuso resistencia. Por orden de Zeus lo llevó hasta la
cima del monte Caucaso, donde cumpliría condena encadenado a una gran roca. El
dios envío un águila que se alimentó de su hígado. Con su pico escarbó en su
abdomen hasta encontrarlo y devorarlo a picotazos. Al ser de origen divino, el
hígado de Prometeo se regeneraba cada noche. Al día siguiente el águila volvía
y repetía su tarea. Así debería cumplir su condena hasta el final de los
tiempos.
Pasó mucho
tiempo. Un día le despertó el sol del amanecer. Sabía cuando aparecería su comensal.
En cuanto el sol se elevaba a una cierta distancia del pico de una lejana
montaña, solía venir la bestia a almorzar. No tardó mucho. Se elevó bien alto,
abrió sus alas y bajó en picado hacia el encadenado. Pero a medio camino, una
flecha la interceptó en la cabeza. Chocó contra el pecho de Prometeo ya muerta.
El preso se incorporó como pudo. Vio, entre las rocas puntiagudas de aquella
cima, un joven, vestido con la piel de un león, que se colgaba el arco al
hombro.
—¿Eres Heracles?
—Sí. No te preocupes. Te liberaré.
Se acercó a las
cadenas. Las agarró con ambas manos y mostró su fuerza rompiéndolas como si
fuesen de arcilla. Prometeo le agradeció su ayuda. Heracles le ayudó soltándole
del resto de cadenas.
Mientras
intentaba ponerse en pie, de una nube se asomó un dios. Su rostro mostraba
enfado.
—¿Qué estás haciendo, hijo mío?
—Libero a Prometeo de su condena,
padre. Ya ha sufrido demasiado.
—¿Con que derecho te atreves a
liberarle? —Zeus se veía encolerizado.
—Los hombres le deben mucho. Al regalarles
el fuego pudieron soportar el frío y refugiarse de las bestias de la noche.
Ellos lo vieron aquí y me pidieron ayuda.
Zeus se quedó
mirando fijamente a Prometeo. Apretó uno de sus puños con fuerza. La nube sobre
la que se posaba relampagueaba.
—Padre, libéralo — imploró Heracles.
—¡No puedo! Soy el dios de la
justicia. Dicté sentencia y no puedo desdecirme.
—Te lo pido yo. Jamás te pido nada.
Prometeo se
adelantó unos pasos.
—Mi sentencia era que debía
permanecer encadenado al monte Caucaso por siempre ¿verdad? —preguntó mirando a
los cielos.
—Así es.
—¿Y si solo estuviese encadenado a
parte de él? Yo podría andar por donde me plazca y el dios de la justicia
cumpliría la sentencia dictada.
El de la nube se
rascó la barba. Heracles no parecía comprender qué sucedía. Miraba a Prometeo y
a su padre esperando respuesta.
—¡Pues así será! —exclamó Zeus.
Le lanzó un
anillo a sus pies con una pequeña piedra del monte Caucaso engarzada. Prometeo
se la ajustó a su dedo y juró portarla siempre. Así podría andar por donde
quisiese y siempre estaría encadenado a aquel monte.
Mucho tiempo
después, en Atenas, se celebraba una carrera todos los años en honor a
Prometeo. Ganaba el corredor que llegaba con la antorcha encendida a meta. Era
la manera de recordar al que robó el fuego de los dioses para regalarlo a los
hombres.