Ser el sirviente de una bruja hechicera no era cosa fácil. Cuando tenía el capricho de invocar el rejuvenecimiento de su piel me mandaba al pueblo a por sangre. Aun siendo lo poderosa que era, no me creía que pudiera vencer al tiempo y desterrar a las arrugas que arruinaban su escasa belleza. Se solía empapar la sangre por la cara, se espolvoreaba el pelo con hojas de albahaca y bañaba sus horribles pies en una palangana con algo de la sangre y agua de estanque purificada.
Cuando yo era más joven no tuve
problemas de romperle el cuello a algún chico que se alejaba del poblado o de
alguna muchachilla que se acercaba a recoger agua del río con una tinaja. Buscaba
la oscuridad, me ocultaba, me acercaba sigilosamente a la víctima, con una mano
les tapaba la boca y con la otra les callaba para siempre. Entonces cargaba el
contenedor de sangre hasta la cabaña donde la asquerosa tenía para un par de
baños rejuvenecedores.
Pero últimamente, cuando salía de
la cabaña, notaba un dolor que me subía por la izquierda y me rascaba el
lateral de la cabeza. Apretaba los dientes y entrecerraba los ojos. A cada paso
el dolor de la cadera se aliviaba por momentos, pero volvía con más fuerza
cuando menos lo esperaba. Empezó cuando caí sobre una piedra corriendo tras un
chico que se me escapó al intentar cazarlo por la espalda. El tiempo me hizo
perder agilidad, fuerza, visión y más habilidades. Solo salía acompañado de
bastón desde entonces. ¿Y a que muchacho o muchacha va a acechar este vejete en
estos tiempos?
Diría que esos baños de sangre de
los que se encaprichaba no la rejuvenecían en su aspecto pero sí en su
longevidad. Era una arpía asquerosa pero llevaba tiempo sin empeorar por el
peso del tiempo. Andaba mejor que yo y eso que su espalda solía encorvarse al
caminar. Seguía pidiéndome más sangre pero yo era la sombra de lo que fui.
Entre que mi cadera me imposibilitaba correr y la juventud de las víctimas que
me exigía, se me hacía cada vez más difícil aplacar sus ansías.
De camino a casa encontré un
cervatillo muerto entre el bosque. No había lobos por allí ni ningún otro
depredador que no fuese yo. No supe de que murió pero no presentaba herida
alguna. Agarré una pata y volví a casa. Por ese día ya tenía sangre para mi señora.
Yo también tenía cena. Quizás el hechizo de la vieja no tuviese tanto efecto
como con la sangre de muchachos, pero pensé que no ocurriese mucha cosa si el
tiempo le afectase por un día.
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