lunes, 2 de enero de 2012

Relato fantástico: Jabalí

Dano perseguía un jabalí por los bosques cercanos al lago. Apuntaba a su lomo con su ballesta mientras su caballo blanco Grolo galopaba con todas sus fuerzas. Su sirviente, muy atrás, les seguía corriendo. La bestia se metía entre los matorrales y los árboles más angostos. El noble y su montura debían optar por ir entre senderos más espaciosos. Cuando lo tenían avistado de nuevo, retomaban la carrera para tenerlo al alcance del virote. El sirviente dio por imposible alcanzar a su amo y continuó andando.


Tenía al cerdo salvaje en la mira cuando Dano se encontró con un anciano en medio del camino. Estiró de las riendas y Grolo frenó con sus pezuñas. Se deslizó por el suelo terroso con hojas secas hasta que se paró del todo. La inercia del frenazo mandó a Dano hacia delante. Dio una voltereta y acabó cayendo con el trasero en el suelo. A un palmo estaba el anciano de pie con el rostro imperturbable. Sostenía una cesta con setas, todas del mismo tipo, verde vivo con bultos amarillentos. Una túnica rojo apagado lo vestía.
—¡Grrr! Maldito anciano, me has hecho perder la presa —le dijo Dano mientras se levantaba.
—Bueno, aún no la ha perdido. Se fue por allí —dijo señalando a lo hondo del bosque con su dedo arrugado. El noble buscó con la mirada pero no la vio. Se sacudió la tierra y el polvo de sus delicados ropajes.
—¿Qué haces en mis dominios? —dijo Dano.
—¡Oh, señor! Me temo que se ha perdido. Este bosque no es de usted.
—¡Te equivocas! Estas son mis tierras. Quiero que te marches. Te puedes quedar esas porquerías del bosque pero no vuelvas por aquí.
—No son porquerías, señor. Con estas setas hago un guiso exquisito. Y, además, le vuelvo a repetir, sin temor a engaño, que este bosque no le pertenece —dijo el anciano sonriéndole.
—¡Ya me tienes harto, viejo! —Fue a su caballo y desenvainó una espada—. O te marchas de mi bosque o mañana no degustaras guisos.
—¡No se atreverá! ¿Contra un anciano recolector de setas usará su espada? ¿Es que no conoce otra manera de llegar a un acuerdo? —arqueó las cejas.
Dano estaba aún más furioso, porque aquel hombre tenía razón. Hizo un tajo con fuerza al aire. Dio varios pasos hacia él y lo agarró del pecho.
—¿Tú sabes quién soy? ¿Acaso sabes quién hablas, barbudo?
El cazador de setas se quedó pensativo unos momentos. Entonces lo miró a los ojos y le dijo:
—Un furioso noble que caza en tierra de otros.
Dano resopló. De un empujón mandó al hombre al suelo que cayó con el trasero. El noble alzó la espada a los cielos. Del dedo arrugado surgió un rayo que impactó en la espada. Grolo se asustó y salió corriendo. Después de un bailoteo doloroso Dano cayó al suelo. Sintió un dolor nuevo que no sabía explicar. Sus caros ropajes tenían algunas zonas quemadas y desprendían algo de humo. El anciano se levantó y contempló a aquel furioso noble. Yacía con la misma postura que estaba antes de atacar. Cuando comenzó a reaccionar vio como le miraba el hombre de los dedos tormentosos. Con los talones fue retrocediendo; arrastrándose por la tierra.
—¿Quién es usted? —preguntó Dano temblando.
—¡Por los dioses! ¿Ahora me trata con respeto? ¿Era necesario que le dañase para que me trate con respeto?
—Lo siento. Es que hoy he tenido un mal día... No se enfade conmigo —sonrió mientras seguía arrastrándose hacia atrás—. Tengo oro. Podemos llegar a un acuerdo... cómo usted decía antes.
—¿Sabe porque decía que estas no eran sus tierras? ¡Pues porque son mías!
—¡Oh, vaya! Pues que confusión más inoportuna —se levantó—. Me disculpo. No volveré a cazar ni a cabalgar por aquí. No sé porque pensé que me pertenecían.
El noble se giró y comenzó a andar rápido hacia donde creía que estaría el caballo.
—¡Un momento! ¿Ha cazado más veces por aquí?
—No, es la primera vez— dijo reverenciando al anciano.
—No me acaba de convencer.
—Si, la primera vez. Se lo juro.
—No me dice la verdad —dijo el mago mirándolo fijamente y muy serio.
—Está bien. Solo vine otra vez más.
—Sigue engañándome —exclamó con voz grave.
—¡Vale! ¡Vale! He estado por aquí tres o cuatro veces más. He perdido la cuenta, pero se lo recompensaré.
—¿Qué cazó?
—¿Qué?
—¡Que qué cazó! —insistió el anciano.
—¡Ah! —Se le puso la voz aguda y le temblaban las piernas—. Jabalís. Solo unos cuantos.
—¿Jabalís? —acarició su barba gris—. Así que ahora por su culpa hay menos jabalís en mi bosque ¿no?
—Sí. No volverá a pasar. Le pido mil disculpas.
—Claro que no. Los jabalís no cazan jabalís.
—¿Cómo?
Cuando Dano lo entendió, se giró rápido y huyo corriendo, pero un rayo del dedo arrugado lo alcanzó en la espalda.


El sirviente de Dano llevaba un buen rato tras su ubicación. Estaba muerto de hambre y de sed. Entonces en la espesura divisó un hermoso ejemplar de jabalí. Estaba como perdido, dudoso de qué camino escoger. Miraba en todas las direcciones sin encontrar nada que le gustara. El chico rebuscó en el zurrón. Allí guardaba una ballesta de repuesto de su amo. La cargó sin perder de vista la bestia enorme. Pensó lo que le felicitaría si le trajese aquel enorme premio. Imaginó incluso qué lugar sería bueno para colgar su cabeza como adorno en la mansión.


Se fue acercando sigilosamente por su trasera. Se escondía tras árboles gruesos que ocultaban su delgada figura. Cuando encontró la mejor ocasión, apuntó y disparó. El virote se clavó en el trasero del animal. Este gritó y corrió a lo hondo del bosque. El sirviente fue detrás a la carrera. A la vez intentaba cargar de nuevo la ballesta. Los gruñidos de dolor le guiaban. Lo perseguía para saciar su hambre y sus ganas de prestigio.

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