Hola, como hace tres años de la publicación de mi libro he decidido que ya era hora de hacer un Book tráiler sobre este libro. Pues me puse a hacerlo y aquí lo tenéis.
>>>> https://www.youtube.com/watch?v=X6OBbmLP2BQ <<<<
Relatos y otros escritos con el único afán de entretener un ratejo.
Hola, como hace tres años de la publicación de mi libro he decidido que ya era hora de hacer un Book tráiler sobre este libro. Pues me puse a hacerlo y aquí lo tenéis.
>>>> https://www.youtube.com/watch?v=X6OBbmLP2BQ <<<<
Un grupo de hombres y mujeres se habían refugiado en una cueva. Apenas vestían pequeños pellejos de animales. Se abrazaban los unos a los otros mientras temblaban y moqueaban sus narices. Afuera nevaba. El viento, de vez en cuando, traía más polvo helado al interior de su refugio. Entonces se empujaron para alcanzar un poco más de espacio al fondo, donde solo había oscuridad.
Una luz apareció entre la ventisca blanca. Bailaba con el viento. Venía hacia la cueva. La portaba lo que parecía la sombra de un hombre. Todos contemplaron aquella lucecita. Al poco, vieron la figura más clara de un hombre. Con un brazo y con parte del manto protegía la luz de las embestidas del invierno. En la otra mano llevaba el tallo de una cañaheja del que prendía una hermosa llama anaranjada.
Entró en la cueva. Todos le miraron embobados. Lucía una gran barba y melena blanca como la nieve. Él echó una mirada por el interior de la cueva. Se acercó a un montón de ramas que guardaban en un rincón. Con pericia las amontonó y llevó su llama a las ramas más finas. El fuego se expandió rápido. Fue atacando otras ramas y volviéndose tan fuerte como para iluminar y calentar la estancia. Los ojos de mujeres y hombres brillaban con colores anaranjados. Al notar calor se acercaron por necesidad y curiosidad. Uno de ellos quiso tocarlo y aprendió enseguida que no debía hacerlo. Al cabo de un rato nadie temblaba.
—¿Quién eres? —le preguntó un hombre de los más mayores.
—Soy Prometeo. Os he traído el fuego. No dejéis que se apague nunca.
Tras pronunciar estas palabras volvió a salir por donde había entrado. Desapareció entre la nevada.
Prometeo andaba
por el lateral de una colina cuando el cielo nublado se abrió.
—¿De dónde vienes, Prometeo? —preguntó
una voz que provenía de aquella ventana redonda.
—He dado un paseo por el valle.
—Entonces el fuego que te llevaste
era para no pasar frío, ¿verdad? —Apareció Zeus, con su cabeza laureada,
asomándose desde arriba. A su lado estaba Hefesto, apoyado en un palo y con
cadenas en la otra mano.
—Así
es.
—Prometeo, eso no está bien. Primero
nos robas y ahora nos mientes. Debería castigarte. —Con un dedo le hizo una
señal a Hefesto. Este bajó de las nubes para aterrizar al lado de Prometeo.
—¡Los humanos no tenían con qué
defenderse! Hubiesen muerto todos.
—Pero no con nuestro fuego. ¡Encadénalo!
Hefesto lo enrolló por el torso y brazos con cuatro vueltas de una gruesa cadena de hierro. El ladrón apenas opuso resistencia. Por orden de Zeus lo llevó hasta la cima del monte Caucaso, donde cumpliría condena encadenado a una gran roca. El dios envío un águila que se alimentó de su hígado. Con su pico escarbó en su abdomen hasta encontrarlo y devorarlo a picotazos. Al ser de origen divino, el hígado de Prometeo se regeneraba cada noche. Al día siguiente el águila volvía y repetía su tarea. Así debería cumplir su condena hasta el final de los tiempos.
Pasó mucho tiempo. Un día le despertó el sol del amanecer. Sabía cuando aparecería su comensal. En cuanto el sol se elevaba a una cierta distancia del pico de una lejana montaña, solía venir la bestia a almorzar. No tardó mucho. Se elevó bien alto, abrió sus alas y bajó en picado hacia el encadenado. Pero a medio camino, una flecha la interceptó en la cabeza. Chocó contra el pecho de Prometeo ya muerta. El preso se incorporó como pudo. Vio, entre las rocas puntiagudas de aquella cima, un joven, vestido con la piel de un león, que se colgaba el arco al hombro.
—¿Eres Heracles?
—Sí. No te preocupes. Te liberaré.
Se acercó a las cadenas. Las agarró con ambas manos y mostró su fuerza rompiéndolas como si fuesen de arcilla. Prometeo le agradeció su ayuda. Heracles le ayudó soltándole del resto de cadenas.
Mientras
intentaba ponerse en pie, de una nube se asomó un dios. Su rostro mostraba
enfado.
—¿Qué estás haciendo, hijo mío?
—Libero a Prometeo de su condena,
padre. Ya ha sufrido demasiado.
—¿Con que derecho te atreves a
liberarle? —Zeus se veía encolerizado.
—Los hombres le deben mucho. Al regalarles
el fuego pudieron soportar el frío y refugiarse de las bestias de la noche.
Ellos lo vieron aquí y me pidieron ayuda.
Zeus se quedó
mirando fijamente a Prometeo. Apretó uno de sus puños con fuerza. La nube sobre
la que se posaba relampagueaba.
—Padre, libéralo — imploró Heracles.
—¡No puedo! Soy el dios de la
justicia. Dicté sentencia y no puedo desdecirme.
—Te lo pido yo. Jamás te pido nada.
Prometeo se
adelantó unos pasos.
—Mi sentencia era que debía
permanecer encadenado al monte Caucaso por siempre ¿verdad? —preguntó mirando a
los cielos.
—Así es.
—¿Y si solo estuviese encadenado a
parte de él? Yo podría andar por donde me plazca y el dios de la justicia
cumpliría la sentencia dictada.
El de la nube se
rascó la barba. Heracles no parecía comprender qué sucedía. Miraba a Prometeo y
a su padre esperando respuesta.
—¡Pues así será! —exclamó Zeus.
Le lanzó un anillo a sus pies con una pequeña piedra del monte Caucaso engarzada. Prometeo se la ajustó a su dedo y juró portarla siempre. Así podría andar por donde quisiese y siempre estaría encadenado a aquel monte.
Mucho tiempo
después, en Atenas, se celebraba una carrera todos los años en honor a
Prometeo. Ganaba el corredor que llegaba con la antorcha encendida a meta. Era
la manera de recordar al que robó el fuego de los dioses para regalarlo a los
hombres.
Pedro fue atraído por una extraña música hacia un frondoso bosque. El joven estaba buscando setas. Apenas había encontrado cuatro que portaba sueltas en su cesto de mimbre. Escaseaban porque había llegado poca agua a esta primavera. Se aventuró a entrar en la espesura del monte, donde nunca había pisado, por ver si tendría más suerte, cuando unos tonos agudos y entrecortados le sorprendieron. Intentaban asemejarse a una melodía. La curiosidad le pudo. Tanteó con la mirada entre árboles y matorrales el origen de esos sonidos. Fue en su búsqueda.
Al acercarse se apreciaba una melodía preciosa, pero le seguía más tarde una horrenda. Pedro se colocó tras un árbol, rodeado de matas, las cuales dejaban un hueco por el que mirar a través. Dejó el cesto en el suelo, se agachó y descubrió boquiabierto a dos extraños y pequeños seres. Uno estaba en pie, sobre sus pezuñas de cabra mientras sus dedos de hombre bailaban sobre los agujeros de una flauta que soplaba. Por el bosque se esparció una música dulce y alegre. Por desgracia fue muy breve. El otro ser, sentado sobre una gruesa raíz sobresaliente, se colocó su flauta en los labios y sopló. Sus dedos tropezaban entre ellos, no tapaba bien los agujeros y el resultado fue una horrible tonada que apenas se parecía a la anterior. El que estaba de pie cerró los ojos con fuerza, posó su mano en la cima de su cabeza, entre los dos cuernecillos, y se encorvó. El intérprete paró y comenzó de nuevo con poca mejora.
—¡Basta! ¡Basta! —le detuvo. El otro
lo miró perplejo—. He recordado una más sencilla. A ver si puedes con esta.
Sopló de nuevo
la flauta. Sonaron cuatro notas. Le miró dándole la vez. El aprendiz tocó.
Acertó solamente dos notas.
—¡Eres malísimo! ¡No he visto a
nadie tan malo como tú!
El maestro dio una vuelta sobre sí mismo; como si buscase a alguien en el bosque que pudiera ayudarlo. Se estiró de su delgada barba colgante con rabia. El joven intérprete miró al suelo avergonzado.
—Estate atento como lo hago yo. Repítelo exactamente.
Marcó con lentitud las cuatro notas. El aprendiz repitió pero solo acertó tres. Le indicó con un gesto del dedo que lo repitiese. Entonces solo acertó dos.
Pedro encontraba divertido como aquel hombrecillo con mezcla de cabra se enfurecía con el inútil de su compañero. Sus gritos espantaban a pequeñas aves. Agitaba la flauta en el aire con amenaza de golpear al intento de músico. El muchacho se acomodó entre hierbajos por la curiosidad de contemplar la escena mientras no descubriesen su presencia.
—¡Eres la vergüenza de los faunos! —insistió el de mayor tamaño. El joven músico hundió su cabeza entre sus brazos—. ¡Jamás vi a alguien tan torpe!
—¡Está bien! —le contestó. Alzó la
mirada—. No sé tocar la flauta ¿Y qué?
—¿Y qué? ¿Cómo harás bailar a la
hierba, a las flores? ¿Cómo atraerás a las ninfas? Algún día querrás tener
cachorros, ¿no?
—Al menos sé bailar.
—Si a eso lo llamas bailar —se rió—.
Antes, cuando no eras cojo, ni siquiera
lo hacías bien.
—¡Bailaba bien! —dijo amenazando con
el dedo.
—¿Quién te ha dicho eso? ¿Tu madre?
Es su obligación decírtelo. Igualmente ahora no. Como no miras donde pisas...
—Fue una de esas trampas de dientes
de los humanos ¡Malditos sean! Las ocultan muy bien.
Pedro se escondió
mejor. El aprendiz se acarició su pata derecha, en lo alto de la pezuña.
—¿Cómo te libraste de ella?
—La destrocé a golpes con una
piedra.
—¿Sabes qué? Iremos a ver al anciano.
—¿Para qué? —contestó el cojo
malhumorado sin mirarlo.
—Bueno, él es más paciente que yo.
Quizá te pueda enseñar mejor.
—No, soy un inútil para eso. Nunca
soplaré bien este palo.
Lanzó la flauta.
Chocó con un tronco y cayó entre una mata, muy cerca de Pedro.
—Quizá te pueda dar un instrumento más
sencillo.
—De pequeño tocaba la pandereta —se
le iluminó la cara.
—¿Ves? Eso creo que podrías hacerlo bien.
—Aunque pocas ninfas vendrán a verme
tocar la pandereta.
—No te preocupes, tocarás conmigo.
Tú pondrás el ritmo y yo la melodía. Vendrán a vernos a pares.
El joven le miró
de reojo. Le creció una media sonrisilla.
—¡Vamos a hablar con el anciano!
De un salto se
puso en pie. Fue cojeando por un camino cuesta abajo. Su compañero le siguió.
Sopló su flauta. Su música era alegre e invadió aquella zona del bosque. La
hierba se estiraba hacia el cielo. Las flores se erguían. Las ramas altas de
los árboles se balanceaban. A lo lejos, los pájaros repetían la tonada.
Pedro se aseguró de que estaban lejos, coló su brazo entre las ramas y las hojas y sacó de la mata la flauta abandonada. Estaba adornada con salientes de formas florales. Era de madera clara y blanquecina. Se la colocó en su boca. Sopló y sonó. Probó a tapar varios agujeros y sopló de nuevo. Recordó la melodía de cuatro notas. Hizo varias pruebas. En tres intentos consiguió sacarla. La volvió a repetir victorioso. No entendía cómo no pudo sacarla aquel cojo tan raro. Aquel día Pedro no encontró más setas, pero consiguió un estupendo entretenimiento y un recuerdo de aquel peculiar encuentro con la pareja de músicos.
Para escribir hay que practicar la escritura, obviamente. O sea escribir. Me apunté a muchos concursos literarios y envía unas cuantas propuestas entre relatos, mini relatos y hasta una novela. Participé varias veces en un concurso de la radio donde enviaba mini relatos, envíe varios relatos de entre 5 y 20 páginas para concursos de toda España e incluso escribí una pequeña novela juvenil. Pues no gané nada 😞 pero si pillé práctica 🖊 y, quieras que no, aprendes qué funciona y qué no. Aprendes a usar tu voz; tu estilo. La practica hace el maestro.
Incluso hice un pequeño curso de mecanografía para poder escribir mejor como suelo escribir siempre, con teclado y ordenador. No soy rapidísimo pero no me se da mal.
Aparte de esto y viendo que no ganaba ni un concurso, busqué algún libro que me pudiese ayudar. Os recomendaría el siguiente:
Martes, 27 de septiembre de 1513
Nos acercamos al punto más austral de América. Hemos estado bordeando la costa varios meses. Espero encontrar el paso que otros creen imposible para alcanzar las indias. Se toparon con un nuevo mundo y no supieron sortearlo. Mis hombres se están aburriendo de ir al sur aunque pronto variaremos el rumbo. Les había quitado los naipes para evitar trifulcas en los camarotes.
Miércoles, 28 de septiembre
Hoy Lucas, nuestro vigía, estuvo buscando los nuevos caminos que ansío. Navegamos en dirección suroeste. Como esperaba, la tierra finalizaba. Había quién decía que América estaba unida a la Terra Australis Ignota pero no lo parecía desde donde estábamos. La costa era de terreno rocoso y plagada de farallones. Se abría al sur una llanura aguada. A la tarde una tormenta se nos abalanzó. Ya me hablaron de ellas. Nos empujó a la costa. Nos obligó a navegar entre los farallones. Aminoramos la marcha. Aquellas rocas surgían como dedos de la superficie del agua. Había un farallón largo y alto que parecía un índice señalando el cielo. A su lado otro más bajo y ancho. Los marineros lo llamaron "El pulgar". A otro lo habían denominado "El monje". Decían, aunque yo no supe verlo, que tenía una protuberancia que se semejaba a la capucha encorvada de un monje mientras rezaba. Desde el nido del palo mayor el vigía le avisó al timonel de un pedazo de roca, apenas visible y que sobresalía un palmo de la superficie del agua. Gracias al cielo que lo vio o no lo contaríamos. Tardaríamos más de lo esperado si seguíamos a este ritmo. En cuanto amainé volveremos a aguas profundas. Hoy el cocinero ha guisado decentemente por fin. No volveré a contratarlo en mis viajes. Ha perdido juventud, visión y parte del juicio.
Jueves, 29 de septiembre
La tormenta nos golpeó hoy con fuerza. Diluvió. El agua lleva repicando en la cubierta todo el día. Mis hombres la vacían de tanto en tanto con cubos. Yo me subí esta mañana al nido del palo mayor, con el vigía. Se debieron sorprender de ver lo fuerte y ágil que estoy a mis años. Con la lluvia era difícil distinguir esos malditos farallones. Quería ayudar a Lucas. Tiene buen ojo y no se distrae. De quien no me fío es del mar.
Al anochecer continuaba la lluvia, pero varió el viento. Aproveché la ocasión para ordenar que saliésemos de la costa dentada. Al poco de movernos, algo estremeció la embarcación. Todos notamos un golpe proveniente de la parte baja del casco. Pensé en un farallón poco profundo, sin embargo, desde la altura, no pude verlo. Sí que vi una oscuridad que se movía bajo el agua. ¿Quizás era un bebé ballena perdido? No sería la primera vez.
Viernes, 30 de septiembre
La tormenta se fue pero el cielo permaneció cubierto. Por la mañana surcábamos aguas profundas. El viento nos volvió raudos. Comprobaba con mi catalejo que no hubiese ni un palmo de tierra que nos impidiera llegar a las indias. A este paso lo nombraré "El paso de Mendoza". La historia contará que este fue el día en que el capitán Rodrigo Mendoza encontró el paso por el sur.
En la tarde
ocurrió algo de lo que aún no salgo de mi asombro. Nos golpearon de nuevo. Era
imposible que fuese una roca. Subí de nuevo al nido. Busqué a esa ballena
juguetona. No pude encontrarla. Cuando estaba a punto de desistir y bajar de
allí, nos azotaron otra vez. La nave se inclinó bruscamente hacia babor. Mi
cuerpo se abalanzaba a la mar. Lucas, por suerte, me agarró de una bota y me
recogí a salvo cuando el barco recuperó el equilibrio. Oteamos de nuevo entre las
grises aguas. Mi corazón estaba agitado. Agarré fuerte la baranda. Maldije, a
grito en el cielo, al monstruo que quería ponerme a remojo. Entonces, como si
me hubiera escuchado, un brazo de carne surgió del mar, por el lado de
estribor. Era más alto, pero no tan ancho, como el farallón en forma de dedo
índice. Cayó sobre la cubierta. Rompió la barandilla y mató a uno de mis
hombres aplastándolo. Un joven, al que no le presuponía tanta valentía, se
lanzó contra él a golpes de espada. El brazo del mar nos empujaba lateralmente
hacía la costa. Otros marineros le atacaron también con la espada. Aquella
extremidad acabó huyendo y desapareciendo entre las profundidades líquidas.
Ningún hombre más fue herido. Los daños del barco fueron cuantiosos. Decidí
volver a la costa. Di la orden. Los farallones nos ayudarían a escudarnos de
esa bestia. Al botarate del cocinero no se le ocurrió nada mejor que ponerme pulpo
para cenar.
Sábado, 1 de octubre
Oficié el funeral del marino muerto. Le pudo tocar a cualquiera. Todo marino sabe que algún día puede acabar de almuerzo para tiburones. No me entretuve mucho; había tareas por hacer. A unos los mandé a preparar los cañones y tener las armas preparadas, a otros a reparar el lateral del barco, a los más avispados que buscaran posibles fisuras en el casco... Los quería entretenidos; si no se pararían a chismorrear. Anoche unos hablaban de que aquella bestia era un calamar gigante, otros decían que pulpo, otro nombró al kraken... Tomás, el más viejo de la tripulación, contó que sabía lo que era pero parecía no tener agallas para nombrarlo en alto. Otro, que no recuerdo su nombre, me preguntó si no era mejor que nos volviéramos. Su cara estaba más pálida de lo normal. Me reí bien fuerte, que todos me escucharan. Le dije que no conocía al capitán Mendoza. Ningún calamar me haría temblar. Ninguna bestia me arrebataría mi merecida gloria de explorador.
Domingo, 2 de octubre
Volvimos a estar
entre farallones. La tripulación se entretenía nombrando a las nuevas rocas que
encontrábamos a nuestro paso. Los he encontrado más calmados. Aun así todos los
ojos del barco visitaban, de vez en cuando, el agua, en busca de ese brazo que
podría volcarnos.
Pensé que los farallones nos servirían de parapeto, pero la bestia volvió. Apareció en la tarde. Se agarró a nuestro casco y nos hundía sin remedio. Lanzamos al agua los víveres y pertenencias más indispensables. Daba igual; nos hundíamos. Mandé disparar cañonazos al agua, pero no disponíamos del ángulo preciso. Un tentáculo surgió de nuevo. Esparció espuma de mar sobre el lateral reparado y aterrizó sobre la cubierta. Cuando mis hombres se armaban para atacarlo, otro tentáculo creció por estribor. Cayó también sobre la cubierta. El barco crujía como pan duro en mi boca. Ordené disparar los cañones, que atacasen a esa carne extranjera y maldije mil veces al pulpo que nos atacaba. Las balas de cañón no le alcanzaron; los tentáculos se escaparon de su trayectoria. Le aguijoneé con mi espada. Se la clavé hasta el centro de su apéndice. Me pareció oír algún quejido desde lo profundo del agua. Mis hombres también le hicieron daño. Le clavaron arpones, espadas y lanzas hasta agotarlas. Ningún brazo se amedrentó. Es más, tres brazos se añadieron emergiendo del mar. Se apropiaron de la proa y de la popa. El timonel huyó asustado a las bodegas. El vigía temía bajar. Los hombres dudaban qué brazo atacar primero. El "San pedro", la embarcación que tantos mares me permitió visitar, naufragaba. Sus huesos crujieron. El casco se partió en tres trozos. El trinquete cayó a estribor. El agua inundaba las bodegas. El cocinero se lanzó al mar. Algunos marinos murieron en la lucha contra aquellos tentáculos. Otros se esmeraron en poner a flote el barco salvavidas. Me invitaron a gobernarlo mientras mi querida nave estaba herida. Me convencieron para abandonarla mientras aquella bestia la hizo trizas. Es, sin duda, el golpe más duro que me he llevado en la vida.
Lunes, 3 de octubre
En el barco salvavidas éramos siete donde cabíamos cuatro. No supe qué fue de los otros. Dios los tenga en su gloria. Aún conservaba mi vida, que ya era mucho. Nos dirigíamos a la costa, donde solo había tierra de salvajes. Tras de mí, en el horizonte, pude ver un trozo de mástil flotando a la deriva.
Tardaría mucho
en volver con un barco, una tripulación valiente y mi espíritu indoblegable. El
paso del sur era posible pero el camino no era seguro. Debía encontrarlo;
siempre que el tiempo se lo permita a este loco y viejo explorador. Cazaré ese
pulpo y nos lo cenaremos la tripulación que quedamos. Juro que lo haré. Después
lo celebraré en las indias; donde empezaré a ser conocido en el mundo entero.
El joven le dio a la manivela. El motor arrancó y expulsó repetitivos gruñidos. El tubo que apuntaba al cielo parecía una chimenea pero no funcionaba como tal. Aspiraba el aire del cielo y entraba en el armatoste que el chico trajo y montó en medio de la plaza. Luego, una manguera del grosor de un hombre, se llevaba lo que absorbía muy lejos, detrás del monte, a las afueras del pueblo. La máquina había causado gran expectación. Casi todo el pueblo formó un corrillo alrededor de ella y el científico. Los niños miraban al cielo aunque no se apreciaba aún ningún cambio. Las personas mayores se sentaron a la sombra y mantenían un ojo al cielo. Otros simplemente no iban a aparecer porque aquello les parecía una tontería. El joven aguantó el tipo de pie, junto a su cacharro, ajustándose el sombrero para que el sol lo molestase lo menos posible. Comprobaba de tanto en tanto que todo funcionase correctamente. Abrió una puertecilla e introdujo un par de paladas de carbón. Temía que el excesivo calor afectara a los pistones. Miraba a la máquina con los bazos cruzados y golpeando varias veces la parte delantera de la suela de su zapato contra el suelo de piedra.
El joven científico Luis Valdemora vino de la ciudad al
saber del concurso que montaron en el pueblo de Montecillo. Este sufría una
gran sequía que duraba casi un año. Los huertos se secaron, las plantas
murieron chamuscadas y la tierra se volvió polvo; se desmenuzaba con solo
tocarla. Los campesinos estaban indignados y protestaron ante al alcalde.
Algunos, los que pudieron permitírselo, marcharon a donde hubiera tierras
mejores. Los que quedaron presionaron al alcalde. Era un hombre mayor pero con
buena cabeza. Se le ocurrió ofrecer dinero, el que pudieron recolectar entre
todos, unos diez mil reales, a cambio de que trajeran la lluvia al pueblo.
Mucha gente se había ido ya de la plaza al atardecer. Luis había parado la máquina y la estaba engrasando por dentro. Los niños correteaban alrededor. A uno le echaron bronca por tocar el tubo de salida. El alcalde se acercó al trasto.
—Muchacho, ¿Cómo va?
—Bien. Estoy engrasándola y dándole un respiro —dijo el
chico con la cabeza metida dentro del motor. Salió de allí algo manchado de aceite—. Enseguida la pongo en marcha de nuevo,
señor.
—Bien, bien. Pero, oye,
¿esto, de verdad, está haciendo... algo?
—Sí, ya lo vera. No le
podría decir cuanto tardaré pero ya vera.
—Bueno. Sigue con lo tuyo.
El alcalde se marchó. Más tarde, al joven le trajeron una mesa y una silla al lado del aspirador. También le llevaron cena, hecha con lo poco que les sobraba. Tras terminársela, se quedó dormido en aquella misma silla. El sombrero se estrelló contra el suelo. La máquina continuó aspirando el aire por la noche.
El concurso del llovedor,
así lo llamaron, atrajo al pueblo a varios personajes estrafalarios. Vino un
sacerdote que gritaba mucho. Montó una procesión y mandó sacar a los
montecillanos todos sus santos, santas, vírgenes, crucifijos y cualquier
reliquia sagrada que tuvieran por casa a la calle. Dieron doce vueltas al
pueblo, una por apóstol, mientras el cura rezaba a gritos mirando al cielo.
Finalizaron la procesión sacrificando un cordero en una hoguera que montaron en
la plaza. Al día siguiente ni una nube pasó a visitarlos pero el cura se hinchó
a chuletas. Otro hombre vino y estudió el terreno. Subió a todas las montañas y
montes. Juró que encontraría a las nubes y las traería de vuelta. Los del
pueblo no comprendieron cómo lo iba a hacer. Marchó a caballo y no volvieron a
saber de él. Finalmente apareció el joven Luis. Se reunió con el alcalde y con
algunos de los hombres del pueblo. Les mostró varios esquemas y dibujos de su
máquina y de lo que pretendía hacer si le daban permiso. Explicó su plan con
palabras bastante técnicas que confundieron a aquellos campesinos. Por aquellos
lares el joven aparentaba hablar en otra lengua. Tras simplificarles el plan
comprendieron que el chico quería absorber el aire que volaba por encima del
pueblo y sus huertas. Según él, el vacío que formaría su ausencia atraería a
las nubes de los alrededores. Varios se rieron de él. Al alcalde y a otro
hombre no les pareció una idea tan absurda. Se reunieron en privado y
decidieron darle una oportunidad. La situación les obligaba a aceptar lo que
fuese.
Cuando amaneció de nuevo, los montecillanos despertaron
con un cielo completamente nublado. Todos fueron asomándose a los balcones y a
las ventanas para ver el cielo lanudo. Pero aquellas nubes eran blancas, el
calor era el mismo y la única buena noticia era que el sol estaba tapado. Las
gentes se acercaron a la plaza, pero allí solo se encontraron con la maquina en
funcionamiento. Luis no estaba. Entre ellos fueron preguntándose si alguien
sabía de su paradero.
A media mañana del día siguiente llegó al pueblo un carro
tirado por dos caballos. Lo conducía el joven. Lo llevó hasta la plaza y lo
detuvo a un lateral de la máquina. Se bajó. La gente se reunió a su alrededor
expectante por ver qué traía. Destapó una gran sábana blanca y pudieron ver que
traía muchísimos bloques de hielo. Nadie supo nunca de dónde los trajo.
Debió ser de muy lejos. Luis pidió ayuda a los montecillanos. Entre él y tres
más bajaron otra máquina que también trajo con el carro. La colocaron cerca de la otra. El joven abrió varios
compartimientos y añadió unos polvos blancos. Cerró y abrió otro mucho más
grande. Organizó una cadena con varios hombres a los que mandó envolverse las
manos con trapos. Así podían traerle bloques de hielo que se iban pasando unos
a otros hasta meterlos en una de las bocas del nuevo trasto. Era más pequeño,
pero mucho más ruidoso. Se comunicaba con el grande mediante un tubo. Luis lo
encendió y éste comenzó a tragarse los bloques
de hielo. Del armatoste grande giró varias válvulas y tiró de una gran palanca.
Aquello revertió el proceso de la máquina haciendo que expulsara en vez de
absorber. El tubo que apuntaba al cielo hacía entonces de chimenea. Surgía
hacia el cielo una alta columna de polvo blanquecino. Restos de cristales de
hielo se desperdigaron por la plaza. Los más jóvenes correteaban por allí
gritando que llovía. Las gotas de agua se deshacían antes de llegar al suelo y
las pocas que lo alcanzaban ni cambiaban el color del suelo. El alcalde alargó
la mano pero ni la sentía mojada si un punto de
hielo caía en ella.
—Muchacho, está muy bien esta lluvia, pero no va a hacer
nada —le dijo al joven.
—Tiene que ser paciente. Ésta
no es la lluvia que os prometí.
Movió más palancas y continuó alimentando la máquina con
el hielo. La columna que salía de la chimenea alcanzó mucha más altura. En el
ambiente se notaba más frescor, o al menos, no
tanto calor. Todos contemplaban las nubes. Se iban volviendo
grises y se oscurecían con el paso del tiempo. Luis pidió más hielo y
alimentaba su máquina tragona a toda prisa. El hombre que lo recogía del carro
avisó que ya quedaban pocos. Al chico no le importó; siguió pidiendo más,
alimentando la boca hasta agotar el suministro.
La chimenea cesó de expulsar polvo blanco. Todos seguían
contemplando las nubes y cómo se expandía el gris oscuro por las alturas. Luis
golpeaba muy rápido el zapato contra el suelo y soplaba al cielo, como si quisiera esparcirlo más. Un niño gritó de
dolor. Algo le golpeó en la espalda. Se agachó a cogerlo y descubrió que era un
pequeño trozo de hielo. Se lo enseñó a los demás. Entonces sonó un gran clonc. Otro trozo cayó contra la chapa
de la máquina. Pronto apretó y cayó una gran cantidad de hielo. Al alcalde le
dio en la calva. Todos corrieron a ponerse a resguardo ante aquella terrible
granizada.
Los montecillanos se asomaron desde sus ventanas. Una cortina de hielo sembraba el pueblo de humedad. No había cosechas que el hielo pudiera destrozar, solo quizás un par de almendros, arriba del monte, que aún aguantaban en pie. Lo peor se lo llevaron los tejados, que tras el granizo, tendrían que ser reparados. El calor se fue del lugar espantado. El granizo no paró de caer en todo el día pero si menguaba su tamaño. Por la noche se volvió agua y continuó cayendo varios días.
En su balcón una ristra de luces me golpeaba su intermitencia. Rojo, luego azul, luego otro color que me importaba una mierda. Lo del portal fue fácil. Me abrió la puerta una ancianita que bajaba una enorme bolsa de basura ayudada por un carro de la compra. Yo le sujeté la puerta para que maniobrase mejor. Y se fue sin felicitarme las fiestas ni la navidad. Como tenía que ser.
Es que a mi objetivo se le
ocurrió desearme Bon nadal. Yo entraba en una oficina de Correos y él salía. Y
me soltó “Bon nadal!”. Así se convirtió en mi diana. ¿Quién le había dicho a
este que yo quería una buena navidad? Esta puta época del año que parece que
vivimos en un parque temático de chalados. Un viejo gordo y barbudo con un
abrigo, pantalón y gorro rojo cocacola que se cuela en casas ajenas a regalar
juguetes; renos y abetos por mil sitios (¿hay renos por España?); cientos de
luces de colorines e intermitencias como los paneles de control de una central
nuclear; tres señores con vestimentas árabes saludando en tronos sobre camiones
cursituneados mientras adolescentes hacen llover caramelos (la cocaína infantil).
Y cientos de anuncios por todos lados, sorteos para ganar dinero y tener que
regalar gilipolleces por que sí. ¿Quién había montado todo esto? ¿Qué se habían
fumado? No creía en nada de esas cosas y
cuanto más lo pensaba menos sentido tenía. No, señor Jorge Pérez, que veía tu
nombre en tu buzón, no, no quería una buena Navidad. Por lo visto vivía solo.
Bien.
Eran las dos de la madrugada. Supuse
que ya estaría dormido. Sería fácil entrar y matarlo mientras dormía. Pegué la
oreja a la madera de la puerta. Escuché una tele lejana, pero parecía del piso
de al lado. Dudaba si realmente ya se habría ido a dormir. Por fuera las luces
navideñas del balcón no habían ayudado a saberlo. Pues me la jugué. Saqué mi
instrumental de metales y fui trabajando la cerradura. Estuve un buen rato. La
luz que sobraba en los balcones vendría bien tenerla por aquí para ver mejor. ¡Abrí!
Con cuidadito empujé la puerta. Había un cierto resplandor dentro. Abrí más y
miré. La casa estaba a oscuras, pero había unas cuantas lucecitas de navidad
por dentro. Como si fuesen las luces indicadoras de un cine o un teatro, pude
moverme por la casa con facilidad.
Parece ser que era un entusiasta
de la Navidad. En el recibidor había adornos por paredes, guirnaldas y unas
ristras de luces amarillas que se apagaban y encendían con lentitud. En el
comedor tenía un pequeño árbol de Navidad con luces también (por supuesto) y
cientos de bolas y adornos por encima de su capacidad. En una mesita al fondo
había montado un belén con pocas figuritas, pero iluminado por más lucecitas. Éstas
intermitían muy rápido. Eran bastante discotequeras y de muchos colores. Un ronquido me asustó. Seco y veloz, tras de
mí. Un bulto se agitaba en el sofá. Alguien dormía ahí. ¿Por qué dormía en el
sofá? ¿Esperaba a Papá Noel? Escuché una puerta. Entonces apareció una luz al
fondo de un pasillo. Escuché el llenarse de una cisterna. La luz se fue y la
puerta se cerró. Un pipi nocturno supuse. El que dormía en el sofá sería un
invitado tal vez. Era bien gordo. No era mi objetivo. Si no se despertaba no
habría problema con él.
Recorrí el pasillo palpando la
pared con la mano. Allí ya no había luminosa navidad. Investigué las diferentes
puertas con sigilo. Ya di con la habitación. Lo malo era que muy posiblemente
estuviese semi despierto. Entré poco a poco. No la vi. Le pegué sin querer un
chute a una zapatilla y chocó con fuerza contra un mueble. Un armario o algo
así. “¡Paaa!” sonó fuerte y seco. La figura que estaba acostada en la cama se
incorporó al momento. Salí de allí. Me metí en otro cuarto. Él se levantó.
Encendió la luz. No veía qué hacía, pero supuse que andaba por la habitación
investigando qué era aquel ruido. ¡Mierda! ¡Que torpe había sido!
Esperé un poco. Había apagado la
luz. Supuse que se habría acostado otra vez y se dormiría pronto. Entré de nuevo en su cuarto. Esta vez con el
machete empuñado. Nada más entrar se giró hacia mí, como si pudiese verme en la
oscuridad.
—¿Papá
Noel? —preguntó.
¿En serio? Este tío era un flipao.
Bueno, ya daba igual. Ya me había descubierto.
—Bon
nadal —le dije con tono grave.
Encendió enseguida una luz no
navideña en su mesita. Encontró a un hombre gordo vestido de negro, con
pasamontañas en la cara y un machete grande en su mano. Gritó un agudo
gorgorito del espanto. Me lanzó la almohada. Ni siquiera me dio aquella mortal
arma arrojadiza. Cayó al lado del armario, donde estaba la zapatilla chutada.
Fui a por él. Lancé una acometida con mi filo metálico. Él ágilmente lo esquivó,
aunque se cayó de la cama por el lado contrario al que estaba yo. Se arrastró ayudándose
con los antebrazos para buscar refugio debajo de la cama. Me agaché y lo vi
allí quieto. Igual creía que si no se movía no podría verle. Cogí aire. ¿Qué
iba a hacer yo con este idiota? Guardé un momento el machete en un bolsillo. Agarré
un lateral de la cama con las dos manos. La levanté con fuerza. Cayó de lado
armando estruendo. Encontré al idiota entre cajas de zapatos, una alfombra
enrollada y mucho polvo. Lanzó otro gritito que me parecían muy graciosos. Se
incorporó rápido. Le hice un tajo en un hombro. Me pegó un empujón que apenas
me movió. Huyó hacia al pasillo.
Comenzó a gritar y diría que
también lloraba. No se entendía ni una palabra. Llegó al comedor y encendió la
luz.
—¡Que
me mata! —le gritó al del sofá.
Lancé una cuchillada a su pecho
pero la esquivó. Agarró una silla y la usó para defenderse. Mientras yo
intentaba ensartarle, íbamos moviéndonos y dando una vuelta por el comedor. El
del sofá seguía KO. Él me embistió con la silla y con un grito agudo de guerra.
Me dio otro empujón y di contra el árbol. Lo tiré por el suelo, las bolas se
desparramaron por el suelo. Derribé también una mesita que había con la tele.
Armé un buen jaleo. Me levanté como pude. Él había cogido un paraguas grande,
de esos con punta metálica. Me miró sonriendo. ¿Se creía que iba a poder
conmigo con eso? Me atacó con eso. Lo intercepté con la mano, estiré de él y le
clavé el machete en un lateral del vientre al acercarse. Él gritó aún más
fuerte. Huyó corriendo al recibidor.
—¡Joeee!
¿Qué pasa? —dijo adormilado el del sofá. Con los ojos achinados iba mirando que
pasaba allí.
Yo fui tras mi víctima. Él tiró
el belén por el suelo al correr. Estaba ya abriendo la puerta de la entrada
para escapar. Lo agarré de atrás del pijama ensangrentado. Lo eché hacia atrás,
cayó por el suelo rodando. Cerré la puerta de un manotazo. El idiota estaba por
el suelo llorando, con una mano tapándose la herida. Me miraba con una mueca
exagerada, gimoteando. Una figura llegó tras él.
—¿Quién
eres? —me preguntó.
No respondí. Estaba quieto; intentando
recuperar el aliento.
—No
sé quién es, tete. Me va a matar —dijo el llorica.
El gordo del sofá se puso delante
del otro, con los ojos clavados en mi y sin pestañear. Le ataqué. Su mano agarró
al instante mi mano empuñada. Con la otra me arreó una bofetada con mucha
fuerza. Intenté deshacerme de su presa y me fue imposible. Otra bofetada me
soltó. Conseguí soltar la mano. Ataqué de nuevo. Una veloz pierna gorda se
elevó y me golpeó con fuerza en el pecho. Volé un metro hacia atrás, estampándome
con la puerta de la entrada. Caí de culo. Perdí el machete. Lo busqué palpando por
el suelo. Aquel monstruo se me acercaba. Era fuerte y ágil como no esperaba.
Decidí abandonar.
Me levanté rápido. Me agarró un
brazo. Le mordí una mano y me soltó. Abrí la puerta de la entrada. Corrí hacia
afuera. Bajé flechado por las escaleras. Él me perseguía. Bajé un piso y
continué corriendo. Bajé otro y, al final de la escalera, me tropecé con mis propios
pies. Rodé hasta el rellano un trozo pequeño. Me hice daño. Me levanté, de
nuevo, y corrí. Bajé otro piso y miré hacia atrás. Ya no me seguía. No me
fiaba. Seguí corriendo hacia abajo.
Salí a la calle corriendo al
trote. Se me estaba ocurriendo que había perdido el machete. Estaban mis
huellas. Miré al balcón. Estaban allí, de pie, mirándome. Los podía ver mejor en
los instantes que se encendían las luces navideñas. ¡Maldita navidad! De momento
había que huir. Volveré; ya vería cómo y cuándo.
--- Nota del autor.
Este es un capitulo que podía haber sido de El cazador de tontos pero no lo fue. Si te ha gustado dale a Me gusta y si quieres más historias como ésta pues píllate el libro. Bon nadal!