martes, 24 de junio de 2025

Plata, escorpiones y coraje

Perdigones de cerveza impactaban en la cara de Julio Gómez. Apretaba con mucha fuerza, sufría su mano, se hinchaban algunos músculos del brazo, sudaba su frente y sus oídos eran castigados por gritos de ánimo. Con la mano libre deseaba beber el resto fresquito de su botella y así librarse del calor. El sudor le empapaba su camisa blanquinegra de manga corta. No podía desconcentrarse o lo perdería todo. 

Roberto Gómez solía encontrarse al salir del portal de su casa con una chica morena que vivía en el edificio de enfrente. Si no la veía disimulaba con cualquier tontería un par de minutos mientras esperaba a que saliese. Él andaba por su acera mientras miraba la larga melena negra en la otra orilla. No sabía su nombre ni nunca había hablado con ella. Iba a su mismo instituto pero era un año mayor. Se imaginaba hablándole, cómo contestaría, cómo se reiría de sus bromas... Cada día llegaban al interior del centro. Ella giraba a la derecha y él a la izquierda. Se despedía de ella mentalmente y moviendo sus labios. El sábado deseaba que fuese lunes. 

En una libreta guardaba lo que pensaba decirle. Escribía diálogos de los que hablar. Temía quedarse sin tema o sin habla si alguna vez conseguía decirle algo. No sabía con quién hablar de esto. Quería pedir ayuda porque se sentía incapaz. Un temblor le agitaba solo de pensarlo. Sus amigos no le ayudaban. No quería hablar con su madre porque le daba corte. Debería hablar con su padre pero este apenas sabía nada. Nunca le enseñó, por ejemplo, a montar en bici, pescar, jugar a fútbol, ligar con chicas... Y era que el abuelo Julio no le enseñó nada de eso. Para mi padre solo era importante su trabajo y que yo no le molestase mientras veía el televisor repanchigado en su sillón con una cerveza en la mano. Un escorpión tuvo la culpa. 

Otro lunes llegó y volvería a verla. Roberto abrió el mueble-bar mientras su madre le preparaba el desayuno en la cocina. Hacía ruido, así que lo abrió con cuidado. Había escuchado alguna vez a su padre que el tequila te volvía más valiente de lo que eras. Agarró una botella de tequila "Escorpión". Desenroscó el tapón y pegó un buen trago. Sintió como si tragase fuego. El quinceañero no había probado apenas el alcohol. De su boca se derramó por el suelo parte de liquido. Aguantó como pudo para no quejarse del coraje ingerido. Tosió un par de veces y le lloraban los ojos. Cogió un cojín para secar rápidamente el charquito del suelo restregándolo y que no se enterara su madre. Lo colocó en el sofá como si nada hubiese ocurrido. Volvió a guardar la botella tal y como la encontró. Tosió de nuevo y fue a desayunar. 

La botella fue enviada por el abuelo Julio desde México. Era la marca que él bebía. Allí trabajaba en una mina de plata. Abandonó a su mujer y su hijo por rumores de gran riqueza en el país de los burritos y el tequila. Algo había ganado pero menos de lo esperado. Enviaba dinero a su familia cuando podía. También alguna botella de tequila y alguna postal o souvenir. Cuando le quedaba poco, se lo jugaba en apuestas. Ganó bastantes monedas apostando en peleas de gallos pero donde verdaderamente ganaba más era en las vencidas. Era como allí llamaban a los pulsos. Julio, tras varios años picando piedra en varias minas, tenía brazos fuertes con manos capaces de desmenuzar rocas. Ganó sin problemas a más de un mejicano grandote. El españolito le llamaban. Tenía un pequeño club de fans que le animaban y ganaban dinero apostando por él. Le invitaron a pasar a la parte trasera de la taberna, donde se jugaba con escorpiones a cada lado. Perdía al que le picase el escorpión o se rindiera. Preguntó si esos bichos tenían veneno y no le supieron contestar. No pensaba perder y la cantidad de plata que le ofrecían era sustanciosa. 

Su enemigo en la siguiente vencida era al que llamaban el bajito. Era un hombre de piel oscura sonriente que siempre llevaba sombrero negro de ala corta. No se lo quitaba jamás; decía que le daba suerte. Era bajito pero casi tan ancho como alto. Sus brazos se veían muy gruesos. Iba vestido con una camisa roja con las mangas recortadas; como si fuese un chaleco. Saludó amablemente al españolito una vez sentado. Julio se sentó ante su sonriente enemigo. El público había apostado ya. Apareció entonces un camarero que hacía de árbitro. Dio un par de normas al españolito y al bajito. Destapó unos recipientes donde unos escorpiones aparecieron muy quietos. Los dos se pusieron en posición defensiva; con las pinzas abiertas y el aguijón en alto. El gentío gritando los alteraba. El borracho Marcos le echó por encima un chorro de su cerveza a uno de ellos. El insecto se movía inquieto. El arbitro mandó al fondo del público a Marcos; aunque luego volvió al frente. Los contrincantes se cogieron de la mano. A la orden del camarero comenzó el duelo. 

Roberto no sabía que el tequila era un alcohol tan fuerte. Mientras desayunaba sintió mareos. Su madre lo miraba extrañada. La cabeza del chaval se movía ligeramente. Llevaba los ojos rojos de haber llorado. Su madre lo achacó a no dormir bien y lo mandó a lavarse bien la cara. A Roberto le pareció buena idea. Al andar por el pasillo notó cierto desequilibrio. Se colgó a la espalda su mochila y salió de casa. 

Su morena iba adelantada. Estaba casi al final de la calle. Anduvo deprisa para alcanzarla. Puso un pie en la calzada para intentar cruzar pero venía una moto. Guardó el pie. Cruzó corriendo cuando pasó de largo. Su corazón iba a galope. Puede que por correr, por el tequila, por ver a su morena o una mezcla de las tres. Se colocó a su derecha. De cerca aún le gustaba más. De pronto le costó respirar.

            –¡Hola! –le soltó. Ella se giró sin cesar de andar. Le miró con extrañeza. Continuó su camino mirando hacia adelante. A Roberto le saltó algo por dentro; como si tuviese dentro una rana. Se giró hacia atrás para que no le viese y lanzó una horrible y maloliente papilla. Se manchó una de las zapatillas. Un trago de tequila en ayunas para un quinceañero no iniciado en el arte de beber era un golpe durísimo. Se mareó y se sentó en el suelo.  Desde allí vio como la morena le observa. Llevaba cara de preocupación. Tras un par de segundos allí parada decidió acercarse. El chico intentaba esconderse tras su mano.

            –¿Estás bien? –le preguntó. Roberto se moría de vergüenza. Ella acercó su cara a la suya. Le miró con curiosidad. Le ofreció una mano. Él la aceptó. La chica le ayudó a levantarse.

            –No me encuentro muy bien –admitió el chico.

            –Deberías volver a casa. ¿Puedes?

            –No sé... –mintió mientras miraba a su portal.

Ella le agarró por el hombro. Le guio.

            –Bueno, yo te llevo. 

Julio lo tenía mal. El bajito era muy fuerte. Le tenía con el dorso de la mano a medio palmo del mal bicho. Su frente chorreaba, como si le hubiesen acercado una estufa. Su cara se enrojecía. Marcos le animaba con gritos a su oreja izquierda. Al españolito le daba la impresión de que el escorpión era de los que te picaban y te mataban. Había escuchado en los bares a los mejicanos hablar de las picaduras de escorpión. Algunos hablaban como si solo te escociera un par de días y nada más; pero otros contaban lo contrario. Algunos hasta afirmaban que en las pinzas tenía veneno. Un anciano dijo que picaba mucho; como comer cuatro guindillas de golpe. 

El bajito apretó. El dorso de la mano estaba en situación de ser aguijoneado a placer. Julio se pudo haber rendido aquí pero no lo hizo. Había ganado más de una vencida estando en las últimas. Estaba dispuesto a hacer un último impulso cuando el escorpión atacó. Le picó un poco más abajo del meñique. Julio gritó, se desenganchó de la mano del bajito, se puso en pie y se sacudió. El escorpión cayó por el suelo. Marcos le gritó indignado porque apostó fuerte por él. Otros se rieron, otros gritaron. El españolito salió de allí corriendo, apartando a la gente. Pidió ayuda pero nadie contestaba. Pensó dónde quedaba la consulta del medico. Salió del bar. La mano se le hinchaba por la parte afectada. Empezaba a sentirse raro y le asustaba la rapidez del veneno. Le costaba respirar. Un mal presentimiento le atormentaba mientras corría calle arriba. Cayó de rodillas al suelo. Su estomago se revolvía. Cada momento iba a peor. Pensó en lo idiota que había sido, en su mujer, en cómo sonreía, en su hijo, en lo que le gustaría haber hecho con él, a lo que se debería afrontar en su vida sin ayuda de su padre; pero sobre todo en la maldita ambición que le llevó a abandonar a su familia por un sueño plateado que lo estaba asesinando en la calle de un pueblo de mala muerte al otro lado del charco. Cayó bocabajo ya muerto. 

Su nieto no sabía de quién tomar ejemplo. Cogía prestado de los padres de otros amigos, de los héroes de series de televisión, tebeos, cine o de dónde pudo. Con el tiempo pudo hablar más veces con su vecina morena y le acompañaba todas las mañanas al instituto. Aunque con el tiempo consiguió hablar con muchas otras. No quiso volver a probar nunca más el tequila.