sábado, 31 de marzo de 2012

Relato fantástico: El espantapájaros

Desde la ventana de un segundo piso de una casa de pueblo, una niña rubia de unos nueve años contempla como el vecino, un hombre mayor con barba canosa, monta un espantapájaros justo en medio de su huerto de tomates. Al lado está el jardín de su casa, con un enorme árbol. Ella sonríe; se entretiene viendo como, con ropa vieja y paja, se va formando un muñeco crucificado. La cabeza es un saco relleno de paja con dos ojos de botones negros cosidos a él. El sombrero de paja deshilachado, la camisa granate con una manga manchada de pintura, un pantalón azul con un gran zurcido donde suele estar la rodilla derecha y unos zapatos viejos marrones le daban aspecto de campesino.

El vecino acaba su obra al ponerse el sol. La apariencia del muñeco es espeluznante. Lo observa orgulloso con las dos manos en la cadera. Al rato se va. La niña sigue contemplándolo desde la ventana abierta de su habitación. Entra su madre con una bata, el pelo castaño recogido en un moño y un termómetro en la mano.
—¿Qué haces en la ventana? —pregunta su madre. —¡Vuelve a la cama!
Mientras sin rechistar obedece y se resguarda bajo las sabanas, la mujer cierra la ventana. Se sienta en la cama, al lado de su hija, y le introduce el termómetro en la boca.
            —Parece que ya estás mejor —le dice mientras le toca la frente con la mano. —Pero no te asomes, que no te pondrás buena.
Espera un momento mientras mira por la ventana el espantapájaros nuevo. Le saca el termómetro y mira el resultado. Le da un beso en la frente mientras dice:
            —Intenta dormir un rato, cariño.
Le arropa y sale de la habitación.

Al poco de salir su madre, la niña se levanta para mirar de nuevo por la ventana. El cielo comienza a nublarse. El viento sopla fuerte con intermitencia. En una de esas ventiscas, el saco que formaba la cabeza del muñeco, se gira unos grados. Los botones miran fijamente a la niña. Aquello la asusta. Vuelve a la cama, se tapa con las sabanas, se encuentra a su muñeca entre ellas y la abraza. Da un par de vueltas encima del colchón hasta que se duerme.

La luna llena se asoma por la habitación. Aquel sol nocturno despierta a la niña a la medianoche. Ella se levanta adormilada y se acerca a la ventana. Agarra las cortinas para desplegarlas pero antes da una mirada al exterior. Allí, donde estaba el muñeco de paja, solo hay un palo clavado al suelo; medio caído. Se frota los ojos con el puño. El otro palo de escoba anda un poco más adelante y por el suelo. Encuentra un surco con brozas en el polvoriento huerto. Lo recorre con la mirada. Se aleja del huerto y llega al jardín de su casa. Abre la ventana, se asoma al alfeizar y lo busca. Saca medio cuerpo fuera.

Unos gorriones duermen en las ramas bajas del gran árbol. De repente, todos salen volando en dirección contraria de la ventana. Los más pequeños se alejan piando. La puerta de la habitación se abre un par de centímetros sin hacer ruido. Ella busca en el jardín a derecha e izquierda sin encontrarlo. Se asoma afuera un poco más y ve que está abierta la puerta trasera de la casa. Con las manos en el alfeizar se impulsa hacia dentro. Se gira y ve en el suelo a quien buscaba. Suelta una vocal de sorpresa. La puerta está medio abierta. El espantapájaros se arrastra por el suelo impulsándose con los brazos de paja; como un soldado en las trincheras. Va desperdigando un rastro de brozas y paja. Sus botones apuntan sin cesar a la cara de la niña. Se mueve con lentitud pero avanza sin descanso.

Está asustada. Busca por donde escapar pero ya es tarde. El muñeco reptador se encuentra a un metro de ella. Ella pone un pie en el alfeizar. Enseguida pone el otro. Con las manos se sujeta al marco de la ventana. Sus ojos no parpadean. Entonces el espantapájaros llega a la pared de la ventana. Por un momento se queda quieto. Con un movimiento extraño del muñeco, la manga manchada de pintura logra apoyarse en el alfeizar. Se esparce un poco de broza por allí. La niña mira al suelo del jardín. Se ve indecisa. Se agarra al final de los baldosines. Saca una pierna al exterior. Se apoya en la fachada deslizando el pie descalzo con delicadeza. Ve un sombrero de paja que asoma. Mira otra vez abajo. Saca la otra pierna fuera. Las dos manos agarran con fuerza el final de los baldosines. Tras unos suaves movimientos, su cuerpo entero cuelga por el exterior. Mira de nuevo al suelo. Al volver la vista arriba, ve el sombrero otra vez. Ahora lo acompaña la cabeza con los ojos de botón. Se queda quieto, observándola. Las lagrimas y lamentos brotan sin remedio. Llamó a gritos a su madre entre lamento y lamento. Una ventisca llega y se lleva el sombrero de paja. Cae en zigzag hasta el suelo del jardín.

Los dedos, muy poco a poco, se deslizan perdiendo agarre. El de la cabeza de saco, que aún seguía quieto, estira la manga manchada hacia la niña. Ella se suelta de una mano para darle un manotazo. Este impulso propulsa al muñeco hacia fuera. Su cuerpo se vuelca hacia el exterior, choca con la niña y cae de cabeza contra el suelo. El saco se abre y el muñeco se deshace. Ahora solo es un montón de broza, paja y ropa vieja que una ventisca esparce por el jardín.

La niña vuelve a agarrarse con las dos manos a los baldosines. Por muy poco no ha caído. Sus dedos siguen resbalándose. Su madre aparece. Observa la situación con ojos como platos. Agarra a su hija por las muñecas y la eleva hasta entrarla en casa. Exaltada, le pregunta qué ha ocurrido. A la niña le cuesta calmarse y va soltando frases entrecortadas a la vez que gimotea. La mujer la intenta convencer que no era más que una pesadilla; que no ha pasado todo eso que ha dicho. La abraza y la devuelve a la cama. La pequeña esta temblorosa. La arropa hasta arriba y le da la muñeca para que se abrace a ella.

Se acerca a la ventana. La va a cerrar pero antes se asoma de nuevo. Ve abajo la paja esparcida por el jardín y la ropa vieja. Vuelve adentro, cierra la ventana, corre las cortinas y baja la persiana hasta abajo. Al rato, sale al jardín con una escoba y un recogedor. Enciende la luz, barre el jardín y lo amontona todo con la ropa en un rincón. Saca una caja de cerillas de un bolsillo de la bata y le prende fuego. Se queda contemplando los últimos momentos del espantahijas.